Escritura, memoria y tradición

Una lectura de Historia de mi palomar, los relatos autobiográficos de Isaak Bábel

Facundo Milman

En el mundo ídish, en el ídishkait, hay un refrán popular: der mentsh trajt un Got lajt (el hombre piensa y Dios se ríe). Isaak Bábel parece escribir en tiempo presente esta idea del hombre y la risa macabra de Dios. Historia de mi palomar y otros relatos, la serie de relatos autobiográficos de Bábel que Editorial Minúscula acaba de publicar en español, no es otra cosa que la inscripción de una tradición y una tragedia: la inscripción judía.

Escritos entre 1915-1930, los relatos que lo componen muestran un mundo que se vuelve único bajo su mirada: la mirada del escritor judío. “Una sola vez: la circuncisión ocurre solo una vez”, dice Jacques Derrida en Schibboleth para Paul Celan (1986). La circuncisión judía es una primera escritura, una inscripción no se hace sólo en el cuerpo, sino también en la tragedia de la existencia. Y Franz Rosenzweig, en La estrella de la redención (1921), el sistema filosófico judío por excelencia, presenta una serie de instancias de inscripción (Creación, Revelación y Redención y Dios, Mundo y Hombre) que Bábel, al narrar su Odessa, parece retomar en la serie: Fundación, Represión y Recuperación. Los itinerarios judíos en la experiencia literaria se dan siempre a través del exilio y Bábel se sabe hijo de esa errancia.
Claro que no fue el único en reconocerse en esa situación. En Mi vida, intento autobiográfico, León Trotsky cuenta lo difícil que era para un joven judío entrar a la secundaria: “había que tener al menos algún amparo o sobornar a alguien”, dice. Y Bábel lo subraya al explicar que “el cupo de judíos era estricto en nuestro instituto, tan solo el cinco por ciento. De los cuarenta niños, solo podían ingresar en la clase preparatoria dos judíos”. Tanto Trotsky como Bábel exponen una situación nítida: el acérrimo antisemitismo imperante y aturalizado bajo el zarismo. Incluso al mejor formado en ciencias, como el narrador explicita, alguien con poder económico podía sobornar a los docentes y desplazarlo hasta llevarlo a un fuera de lugar, es decir, a un lugar de exclusión, el asignado a los judíos en la Historia. Ese “lugar” remite al pacto divino: Dios les da la posibilidad de vivir en el tiempo, siempre y cuando, no tengan un lugar fijo en la tierra. En otras palabras, los judíos viven en el tiempo: viven entre el comienzo y el final. La errancia, el fuera-de-lugar de los judíos, se vuelve un hecho constitutivo para seguir pensando ese desplazamiento.

Pero no todo es fuera-de-lugar y errancia. La primera persona que narra en el libro de Bábel hace también referencia a dos cuestiones centrales en la inscripción formativa de la tradición judía: la del estudio y de la de la memoria.
En primer lugar, está la marca de lo que se reconoce como el “judío de saber”: el estudio como praxis. La voz que lleva el relato afirma que, luego de haber sido calificado con un “sobresaliente”, la familia insiste en persuadir a un docente para que lo acompañe en un proceso de preparación para ser finalmente admitido en la primera clase. Podemos pensarlo así: el primer y santísimo mandamiento bíblico no es “Honrarás al Señor tu Dios” ni “Amarás a tu prójimo”, sino más bien “Estudiarás cada día”. Mientras un judío como el protagonista tenga que estudiar o mientras un judío tenga la posibilidad de volver al texto, no hay circunstancia que desaparezca porque ahí el pacto divino se vuelve a renovar.
El otro aspecto primordial es el de la memoria como recurso en el estudio y en el pensamiento. El narrador de Bábel cuenta así que estudia en libros que otros niños ya no utilizan, pero él los estudia de memoria. Pensemos, por ejemplo, en la mitzvá (el mandamiento) 603: “El deber religioso de rememorar lo que les hizo Amalek a los israelitas cuando salían de Egipto”. Rememorar para no olvidar; remorar para volver al desierto donde deambulamos errantes; rememorar para instituir la educación. Lo contrario del olvido es la educación, pero la educación moderna se convierte en la amnesia institucionalizada. Por ello el judaísmo se cierne como una tradición oral donde hay rememoración constante —donde hay memoria— y luego para no perderla se deposita en la escritura. Así como Moisés escribió las Tablas de la Ley bajo la inspiración divina, la tradición del judaísmo rabínico escribe su Torá: la Torá oral. En la escritura se encuentra la normalización, la estabilización y canonización o, más simplemente, el poder. La escritura sagrada —sigo una idea tomada de Florencia Angilletta— pasa de ser lo instituyente a lo instituido. Entonces, ¿qué ocurre ahí? Al escribir se está en posesión de un gran secreto: el de la textualidad, lo que permite volver constantemente al texto sagrado para hacer una vez más el ejercicio de la memoria: la patria judía. En tal caso, Bábel realiza un doble movimiento: él escribe estos relatos para olvidarlos porque busca que sean recordados, pero también los escribe también para inscribir su nombre ahí. Recordemos: la circuncisión ocurre una sola vez.

Isaak Bábel

La tradición escrita sobrevive; el judío vence y se nutre al volver a ella. Bábel le gana la pulseada al olvido, pero sólo porque cuenta con él. La tradición judía recibe su fundación para retirarse en el olvido y luego retomar su herencia a través de la recuperación. Bábel matiza: “Mis historias estaban destinadas a sobrevivir al olvido”. Un olvido vencido, pero al que nos debemos porque por él —y sólo por él— hay escritura y hay historias que son escritas para no ser olvidadas. Este punto aparece ilustrado en el libro de Bábel cuando, enamorado de una prostituta, el personaje, sin dinero ni porvenir, se aboca a reunir historias (orales) y luego las escribe para permitirse olvidarlas. Las historias están en su cabeza, pero su enamoramiento lo lleva a ponerlas en palabras: en el relato. A veces, el amor y el deseo son escritos en tiempo futuro. La paga de la prostituta es la más importante porque ha sido su primera oyente-lectora —aunque el personaje también asegura que va a arrancar del amor una nueva moneda de oro: su última paga.
Isaak Bábel ha escrito que las historias bien inventadas no imitan a la vida, sino que la vida siempre trata de parecerse a las historias bien inventadas, como el bullicio de un shtetl —un viejo poblado judío—, los cánticos jasídicos y la violencia de los pogromos. Esa suerte de perturbaciones, interferencias y desvíos son los que dejan respirar a la vida. Son la clave de su reinvención y su génesis.