El trabajo de la memoria y el olvido en la primera novela del mexiacano León Plascencia Ñol.
Paula Puebla

Si “recordar tiene mucho de adentrarse en un avispero sin protección alguna”, ¿entonces por qué escribir un diario? ¿Por qué documentar de manera compulsiva los aguijones que vendrán, así como si nada, para clavarse en la piel de nuestro presente? Si hasta los momentos más felices de la vida son píldoras de tristeza al ser evocados, en tanto uno está impedido de encontrarse allí y entonces, ¿qué sentido cobra la rememoración en el devenir de una persona? ¿Es un hecho constructivo o mera melancolización? “Quisiera estar en otro sitio, como siempre”, escribe y determina el mexicano León Plascencia Ñol en alguna de las páginas de La música del fin del mundo (Salto de Página), su primera novela. En ella parece librar, desde el comienzo mismo, un mano a mano entre memoria y olvido. No es inocente, sino todo lo contrario, la cita de Ricardo Piglia de la que el autor de Enjambres (1998), Satori (2009), Seúl es una esquina blanca (2009) se apropia para inaugurar su libro: “La memoria sirve para olvidar, como todo el mundo sabe, y el diario es una máquina de dejar huellas”.

A partir de esta suerte de premisa, de esta compulsa entre registro y vivencia, Plascencia Ñol esculpe una historia que elige presentar como de amor, de un amor fallido que navega por las aguas de unas vacaciones de pareja en la calurosa y húmeda ciudad de Buenos Aires. Fuzzaro es un artista plástico cuarentón, insomne y depresivo —características que justifican su afección al single malt— que está en pareja con Hye, una diseñadora de modas coreana algunos años más joven que él. Juntos arriban a Ezeiza, ella por primera vez y él luego de diez años, y se instalan en un piso alto en la zona de Recoleta. Con las condiciones materiales de existencia bien resueltas, los primeros días del viaje se desarrollan por los puntos más turísticos de la ciudad, aquellos imperdibles de la vida metropolitana, aunque en la bitácora de Fuzzaro no exista el deslumbramiento que suscita una ciudad por primera vez. Por el contrario, en las notaciones del artista hay un conocimiento y un re-conocimiento de los lugares que visita: “Buenos Aires me parece otra, lejana, inmersa en una impostura. O quizás soy yo proyectando lo que me pasa. Camino horas, de un lado a otro de la calle, mientras el sudor me escurre”, “Buenos Aires nocturna tiene la mirada de una matrona que cuida a sus pupilas, pero también la de una chica despistada que nunca será mayor de edad”, “Recomponer el trazado de una ciudad a partir de los recuerdos peca de intransigente”. El protagonista de La música no puede evitar cierta regurgitación y cierto estado de observación comparativo —la que él mismo llama intransigencia— con aquella estadía que fue su primera vez en la ciudad capital, como si jugara consigo mismo a encontrar las diferencias entre pasado y presente. Y, entre tanto, apelara a edificar una definición de porteñidad desde la posición singular del extranjero. Ajenidad y pertenencia están en pugna de forma contínua.

Mientras tanto, el día a día con Hye transcurre de manera apacible y sexuada, sin conflictos cotidianos ni tabúes. Compran libros, discos, souvenires en museos; se proponen visitar un club swinger, pasean por Once en busca de prostitutas para pasar la noche, tienen sexo entre ellos con una frecuencia de pareja principiante, como en una ensoñación romántica donde el jazz, el arte contemporáneo y la literatura terminan de armar el cuadro. No obstante, la presencia telefónica permanente de Emile —un hombre adinerado que llama a Hye desde Corea y es parte de la triada amorosa— emerge como la zona de conflicto de la historia. En el mundo abierto de Fuzzaro, signado por la fascinación por su chica, el sufrimiento viene de mano de un amor que ya no quiere, y no puede, compartir. Este dolor se suma al sueño, o a la falta de sueño, y ambos fabrican un padecer subterráneo que circula por el terreno basto de lo que no puede ser dicho: “Estoy instalado en el insomnio. Duermo poco, casi nada. Y algo pasa en mi organismo que me está moviendo a zonas extrañas, que no reconozco. Mi depresión es un caballo pastando en una pradera silenciosa; es un caballo blanco que no se deja atrapar y vaga de un lado a otro”.
Un llamado inesperado interrumpe el viaje idílico y desarma la pareja. Fuzzaro permanece en Argentina y se encuentra entonces con el sentimiento de soledad, una verdad que le había sido esquiva con Hye a su lado. Pero el fuera de cálculo de la vida pone sobre su plato un Buenos Aires distinto y a una mujer inesperada que también parece sufrir el karma comparativo. El artista plástico conoce en un asado a Luciana, una chelista en sus veinte años, peronista y de izquierda —lo que obliga a un debate local sobre el verosímil, del mismo modo que ciertas locuciones que quieren ser porteñas pero solo alcanzan a imitarlas. “Miro a la mujer que está a mi lado y siento un desapego enorme. Es un cuerpo extraño que está unido a mí por accidente. Abrazo ese cuerpo pero imagino que abrazo a Hye”, escribe Fuzzaro derrotado ante su imposibilidad de arreglárselas solo. Arrebatada, desquiciada, arrojada por un apetito sexual más allá de toda regla, Luciana opera como el dedo índice que señala los agujeros de quien considera “un viejito”, casi como una antítesis de la preciada —y ya alejada— Hye. La joven chelista provoca e interpela, juzga la noción de “cultura argentina” que con tanta seguridad Fuzzaro, un hombre que dice que “Sobre el peronismo no tengo una opinión porque aún no termino de entender cuántos peronismos hay, la verdad”, forjó en su cabeza: “Mirá, chabón, Fabián Casas es una mierda. Cucurto igual, Mariana Enriquez, Samantha Schweblin, Alan Pauls, Pola Oloixarac —que se cambió el apellido Caracciolo—, Cesar Aira, Caparrós, Piglia, todos son una caterva de imbéciles. No existe la narrativa argentina, che. O esa narrativa que te quieren vender. Que no te curren esas portadas bonitas, chabón”. Así Plascencia Ñol no narra apenas una historia de amor, tampoco dos, sino que indaga sobre todo aquello, material o inmaterial, que conforma la esencia de una ciudad.