Y en el mismo lodo…
Muchas veces cuestionada por sus polémicos posicionamientos, en Seguir con el problema, Donna Haraway redobla la apuesta abierta con La promesa de los monstruos.
Luján Stasevicius

La ciencia ficción, bien entendida, y como cualquier ficción que se precie,
aunque divertida, es una manera de tratar de describir lo que realmente
está pasando.
Úrsula K. Le Guin
De Vargas Llosa para abajo —y eso que no arrancamos muy alto— en algún momento en las últimas décadas todos hemos leído un texto que rebosa de determinismo desaforado y apocalíptico. Su dictamen: la tecnología —sea hardware, software o lo que quede en el medio— es la causa de la pérdida de (inserte aquí la melancolía que más le parezca). Como en una falacia argumentativa básica, el caso define el todo, y quizás lo que falte es comunicación en sí, por poner un ejemplo, y no sea culpa del teléfono o accesorio tecnológico de turno. “La comunicación incomunica”, te dicen, con un rictus satisfecho por el bobo juego de palabras. Sin embargo, cualquiera que le haya dedicado aunque sea 10 minutos a un estudio introductorio serio sobre medios digitales sabe que, como primer axioma, la tecnología en función sujeto es una aberración. Dicho de otro modo, la tecnología no hace, como mucho refleja. El ciberespacio, como dice Daniel Bell, no es sólo lo que vemos o habitamos, sino las historias que nos contamos con respecto a el y nuestro mundo. El pesimismo tecnológico es sólo una salida cobarde ante la falta de imaginación para las respuestas.
Podríamos también asumir que este tipo de despotrique es un tema generacional; que aquellos que, dice la leyenda, escapaban espantados de las salas de cine al ver un tren en la pantalla reencarnan de alguna manera en un grupo de yayoflautas —los españoles, cuando quieren, son maravillosos— antitecnología. Nada más alejado. Si no, no se explica la figura de Donna Haraway, quien a sus 76 años, sigue apostando a pensar con y no a pesar de.

Aunque, huelga decir, quizás también estemos siendo injustos, ya que Haraway es definitivamente una figura no asimilable a cualquier colectivo, mucho menos al etario. La crítica cultural es veterana en preguntar por lo que nadie se anima y ensayar a su vez respuestas posibles. Así, en 1985, en su ya clásico Manifiesto para Cyborgs (Letra Sudaca), se arriesgaba a pensar si es cierto que existe un límite entre naturaleza y cultura y, dentro de esto, qué lugar ocupaban las mujeres. Eran tiempos particulares —¿no lo son, acaso, todos?— con un actor de cine en la presidencia de Estados Unidos y un proyecto de defensa que se conoció popularmente como Star Wars. Sí, como la película. En este contexto, Haraway sentó posicionamiento sobre el futuro de las feministas socialistas —marxistas, en rigor, pero ya se sabe que los americanos le tienen fobia al término— mucho antes de los futuros daltonismos en el tema. Si los seres humanos somos, en definitiva, criaturas biológicas, sostenía en ese momento, la naturaleza y la cultura no son entes separados, sino que existimos en un continuum llamado natureculture. Separar a la naturaleza de la cultura es un acto ideológico, y de allí la propuesta del ser cyborg; un ente que no es una cosa o la otra, sino ninguna y las dos al mismo tiempo.
Ya para 1992, en su ensayo Las promesas de los monstruos (Holobionte) la categoría “cyborg” se extendiende al reino animal. Somos, dice Haraway “fetos planetarios gestando en los efluvios amnióticos del industrialismo terminal”, es decir, monstruos. No debería esto espantarnos sino integrarnos, nuevamente, a nuestra propia identidad como continuum, y suspender una relación con la naturaleza en la que somos unos otros activos frente a lo que necesita ser salvado, explotado o restaurado. No es un otro, y ciertamente no es una madre, sino un lugar, un topos, un lugar común en el que somos y estamos.

En esa unión, ese parentesco, se inscribe su último libro en español hasta el momento, Seguir con el problema (Consonni), de 2016, el cual por algún motivo se tradujo como Seguir con el problema en lugar de quedarse, y que hizo su debut en Argentina en el 2019. En este ensayo, Haraway retoma sus conceptobsesiones y propone nuevas formas de interrelacionarnos con un mundo devastado y camino a la destrucción total. En el año 2100 seremos, según los cálculos en los que confía, demasiados, así que es ahora cuando necesitamos pasar a la acción. En principio, generando nuevas formas de relación —¡Hagan parentescos y no bebés!, dice, cuando ensaya eslóganes para esta campaña— con esa naturaleza y con los bichos que la habitan. Eso es, en rigor, seguir con el problema: “aprender a estar verdaderamente presentes, no como un eje que se esfuma entre pasados horribles o edénicos y futuros apocalípticos o de salvación, sino como bichos mortales entrelazados en miríadas de configuraciones inacabadas de lugares, tiempos, materias, significados”. Ya no sirven las distinciones, el pretendido privilegio humano en la creación ni el pensamiento lineal o teleológico. Vivimos tiempos perturbadores y confusos. La respuesta, si quiere ser efectiva, será generar más perturbación, no pensando a, a pesar de, ni contra, sino con, a través de “generar parientes en líneas de conexión ingeniosas como una práctica de aprender a vivir y morir bien de manera recíproca en un presente denso”. Estos parentescos nada tienen que ver con la genealogía familiar ni la sangre o ADN compartido, sino con una búsqueda consciente y activa de acercarse y elegir nuestros kin, nuestros cercanos, aquellos a los que elegimos ver y sentir como parte de nuestra tribu.

Esos parentescos se inscriben en una nueva era, la era del Chthuluceno. No, nada que ver con Lovecraft, y de hecho se escribe diferente. Para Haraway, el Chthuluceno, luego del Antropoceno o Capitaloceno, es un espaciotiempo en el que podemos aprender a seguir con el problema de vivir y morir en este mundo del cual somos responsables. No será el fin de los tiempos, sino una síntesis: “El Chthuluceno, todavía inacabado, debe recolectar la basura del Antropoceno, el exterminismo del Capitaloceno; trocear, triturar y apilar como un jardinero loco, hacer una pila de compost mucho más caliente para pasados, presentes y futuros aún posibles.” Las eras anteriores se basan en la destrucción, el derrotismo y profecías autocumplidas; el Chthuluceno nace de la urgencia por adaptarnos a la destrucción inminente no como destino sino como presente.
Por supuesto, para pensar en y con el Chthuluceno, se requiere activar nuevas formas de concebir el mundo y la historia, escapando de lo que ella denomina las narrativas fálicas que llevan inminentemente a la desesperación: “el hombre, hecho a imagen de un dios desvanecido, adquiere superpoderes en su ascensión sagrado-secular, solo para acabar en una trágica detumescencia, una vez más.” Para evitar esta detumescencia es preferible pensar a través de la teoría de cuerdas, o cat’s cradle —todo tiene que ver con todo en sí mismo desorden y azar— que es, junto a la teoría de la bolsa en ficción, de su (nuestra) admirada Úrsula K. Le Guin, lo que les da sentido a todos los capítulos y al libro como un todo. Las alternativas que Haraway propone para contrarrestar el categoricismo moderno no residen únicamente en la ciencia, sino que el arte es parte intrínseca de la manera de pensar con, o la simpoiesis. Natureculture. Como dispositivo, todo el libro jugará con la abreviación SF como fuente de conocimiento, que significará, según el capítulo, “ciencia ficción” [science fiction], figuras de cuerdas, feminismo y fabulación especulativas, hecho científico y también hasta ahora (so far).

oil on canvas, 36″ x 48″
En este sentido, Seguir con el problema de Haraway no es novedoso —muchos de estos conceptos han sido esbozados previamente— pero sí urgente. El pensamiento tentacular (¿rizomático?) atraviesa todo el libro, que puede leerse por capítulos o en el orden que uno elija según sus intereses. En cada uno de ellos, naturaleza, biología, arte y filosofía se empantanan —hacen compost— para producir sentido, asumiendo (nos) como una continuidad en el relato y no como los narradores modernos. Allí donde la mayoría de nosotros nos enfrascamos en pensar en círculos u oleadas, Haraway propone seguir el cat´s cradle, donde cada mano toma su turno en ser pasiva y activa, ofreciendo en cada instancia la resignificación de lo que hizo la anterior. Sus parentescos son con Ursula K. le Guin, Thom van Dooren, Anna Tsing, Bruno Latour, Isabelle Stengers e incluso Hannah Arendt. En el Chthuluceno, no existen actores particulares, sino que todos formamos parte de un compost caliente y productivo.
Por supuesto, este planteo es sumamente útil para pensar nuestras respuestas/diálogos con respecto al Covid-19, y abundan los ensayos que nombran, aunque sea lateralmente, a Haraway, como los de Catherine Price, Tiffany Vora, Carol Linnitt y Mimi Zeiger, entre otras y otros. Si bien las referencias son tibias y sutiles, la mayoría de los artículos rescatan que, al habilitar pensar como una comunidad, pensar con el Covid-19 y no en contra es aprender a vivir con este nuevo bicho, dependiendo de la colaboración entre especies y no de los antagonismos.
“Soy una compostista, no una poshumanista: todos somos compost, no posthumanos”, declara Haraway. Ya en 1934, en su radiografía del siglo XX, Discépolo vaticinaba que nos íbamos a encontrar en el mismo lodo/todos manoseados. Sin embargo, lo que para Enrique Santos era un diagnóstico terminal, para Haraway es la única manera de subsitir, si somos lo suficientemente valientes de hacernos cargo y quedarnos en el problema. No sólo es urgente, sino posible. Frente al cinismo y la melancolía por un pasado que nunca fue mejor, quedarse en el problema significa chapotear en el barro, emparentarnos, empaparnos y empantanarnos. El momento es aquí y es ahora.

oil on wood panel, 14″ x 21″