Elogio de la lectura

Las narradoras Paula Puebla y Mariana Skiadaressis reflexionan sobre la importancia de escribir leyendo.

Paula Puebla y Mariana Skiadaressis

Una persona cualquiera quiere escribir, por ejemplo, literatura. Si bien las razones pueden ser muchas, en el 98% de los casos se trata de alguien al que sus lecturas comenzaron a decirle al oído “vos también tenés una historia para contar”. ¿Todas las historias merecen ser contadas? ¿Todas son interesantes, disruptivas, reveladoras o intrigantes? Claro que no. Por eso, mientras más lecturas tengamos encima, mientras más amplia sea nuestra perspectiva literaria, mayor sentido crítico tendremos con la escritura propia. A veces una anécdota es sólo una anécdota, una coincidencia es apenas un firulete que no transforma el devenir de las cosas para nadie más que uno.

No hay escritura literaria posible sin lecturas previas, y no importa qué sean esas lecturas, si policiales negros, clásicos inmortales o novelas rosa con portadas color pastel y título en letras doradas. El deseo de escribir siempre está prefigurado por la lectura del material que sea: textos considerados altos o bajos, buenos o malos. No hace falta haber leído todo Dostoievski para que te pique la pulga de la escritura, podés haber leído solo novelas históricas y cuentos con final feliz en revistas del fin de semana y terminar siendo un César Aira, ¿por qué no? Hay un trenzado subterráneo, un acuerdo secreto, entre la voluntad de leer y la posibilidad de narrar.
Las lecturas instruyen sobre las formas posibles de contar una historia. Se suele decir que todas las historias ya están contadas porque solo hay tres grandes temas sobre los que se escribe: el amor, la muerte y la guerra. En ese sentido, es en la forma en que contamos este puñado de universos donde se encuentra el alma de cada escritor, donde queda marcada la impronta de su deseo por escribir. Y es ahí, en esa forma y no en otra, donde reside la diferencia que lo hace valioso. Si le diéramos el mismo enunciado a Mariana Enríquez y a Pola Oloixarac para narrar un mismo evento —supongamos el asesinato de María Marta García Belsunce— las singularidades quedarían a la vista desde la primera línea.
Una vez que el bicho de la escritura picó, uno puede valerse de las lecturas que ha hecho. No de manera desprevenida ni ingenua, tampoco por pura jactancia o snobismo, sino de modo intencional, como cantera donde obtener material para darle forma a nuestras historias o como método de investigación de los procedimientos que ya utilizaron otros. Si bien lo que hace a alguien escritor es la utilización de materiales propios —junto con las combinaciones novedosas de recursos, temas e historias— siempre se puede ir en la búsqueda de aquello que ya fue escrito. La lectura funciona como inspiración y guía cuando nos vemos frente a un problema narrativo que no sabemos cómo resolver, cuando nos empantanamos en arborescencias inesperadas o no sabemos cómo seguir, qué hacer con tal o cual personaje, cuándo revelar determinada información.

Esto es algo que nos interesa mucho y que fomentamos clase a clase en nuestro espacio de taller, de acuerdo a lo que haya surgido a través de los mismos textos de los alumnos. Si se trata de un cuento extraño, no dudamos en compartir algo de Samanta Schweblin o Luciano Lamberti. Si alguien incursionó en alguna crueldad, recomendamos la lectura inmediata de “El niño proletario” de Osvaldo Lamborghini. Si un tallerista quiere probar con la escritura de monólogos, sugerimos siempre las novelas de Ariana Harwicz. El año pasado un alumno escribió una novela juvenil con superhéroes y nos pareció pertinente que se acercara a Leo Oyola. Él ya lo había leído, pero otros alumnos escucharon sobre el autor en esa clase y salieron corriendo a comprar Kryptonita. A otro alumno que trajo al taller un proyecto de largo aliento, que transcurre en el campo en un futuro distópico, le sugerimos que lea Bajo lluvia, relámpago o trueno de Fermin Eloy Acosta, que también es acerca de una travesía por el desierto, aunque en el siglo XIX. Y por último, una alumna que construyó una novela epistolar con unas voces femeninas deliciosas, nos obligó a todos a releer Boquitas Pintadas, lo que siempre es un placer.   

Podríamos debatirlo por siglos, pero pensamos que la mejor parte de la escritura es la lectura, todo ese terreno que se riega y nos permite la entrada en mundos fértiles, infinitos, ajenos. Porque a la hora de sentarse y conjurar nuestros demonios, de contar aquello que juzgamos vale la pena ser contado, para que de lo pensado salga algo —ya sea una oración, un párrafo o un capítulo completo— hay que estar advertido de que el nivel de trabajo es otro, bien distinto y alejado de la pasividad. La performance de la escritura se vuelve más accidentada y lenta, y la tarea de poner palabras allí donde no las hay, de construir una narración donde antes no había nada, puede transformarse en un proceso angustioso, de mucha desorientación y desamparo. Escribir una palabra tras otra es una pequeña tortura diaria, una herida autoinflingida, que además quema. Es el más puro (y puto) deseo, solitario y que, por lo general, no tiene una recompensa inmediata. De este modo, la literatura se postula hoy como un ejercicio contra su propio tiempo, que atenta contra los espíritus resultadistas, los esclavos de los algoritmos, el tiempismo y la soberbia.
Escribir es como el trabajo de un antiguo buscador de oro: picar piedras hasta que se encuentra un rastro de lo que podría ser un filón en la montaña, para luego sacar de a una las rocas que más fácil se desprenden. Con una intensa labor, en el mejor de los casos, y con una cuota de suerte —no podemos dejarla afuera—, se llega a lo más ancho de la veta. El buscador se ha convertido entonces en dueño de algo en verdad valioso.

El Taller de Narrativa Puebla Skiadaressis retoma su actividad a inicios de marzo con horarios matutinos y vespertinos, en modalidad online. Para inscripciones y consultas, escribir a tallerpueblaskiada@gmail.com.