La rebelión, una novela que liga la obra de Joseph Roth con los universos estéticos de Franz Kafka, Samuel Beckett, Albert Camus y Michael Haneke.
Maximiliano Crespi

[Fotograma de Die Rebellion, 1993]
A Edgardo Cozarinsky gusta citar una frase de Joseph Roth que alguna vez leyó grabada en una placa amurada en la pared del café de Tournon: “Una hora es un lago, un día un mar, la noche una eternidad, despertar el horror del infierno, levantarse un combate por la claridad”. Si no fuera una justa descripción de la propia vida de quien llegó a ser sin duda uno de los más importantes y refinados escritores centroeuropeos del siglo XX, podría decirse que resume con claridad poética el corazón oscuro de uno de sus más bellos y desoladores relatos: Die Rebellion.

La fina traducción de Feliu Formosa para la edición de Acantilado hace justicia a una precursora novela solar escrita en un estilo limpio y clásico, pero con una fábula enrarecida y absurda que casi puede considerarse como un vaso comandante entre la obra de Roth y las de algunos de sus contemporáneos más célebres (como Franz Kafka, Robert Musil, Stefan Zweig, Hermann Broch) y aun de la de autores de la generación posterior (como Samuel Beckett y Albert Camus). Publicada originalmente como folletín en el periódico Vorwärts (órgano de prensa del Partido Socialdemócrata de Alemania) entre el 27 de julio y el 29 de agosto de 1924, La rebelión narra los angustiosos avatares de un lisiado veterano de guerra en su desesperado intento por comprender eso que Maquiavelo llamaría la “razón de Estado” desde la que se instituyen los derechos individuales y los colectivos en el escenario hostil de la sociedad de comienzos de siglo XX.
Andreas Pum es un ex combatiente que ha perdido una pierna en el campo de batalla y a quien el gobierno ha otorgado una condecoración y una licencia para “tocar” en un organillo músicas sentimentales y patrióticas por las callejuelas de Viena. Desde el comienzo, Pum percibe su desgracia personal a través del prisma de un orden moral superior e implacable, desde el cual el gobierno toma sus “justas decisiones”. A su juicio, aquellos que no han sido reconocidos y salvados y por ende se oponen a la decisión gubernamental son simplemente “infieles” a Dios, al Gobierno, al Orden: “Eran infieles como lo era, por ejemplo, la gente que estaba en un penal por jurar en falso, por robo, homicidio, asesinato o atraco a mano armada. ¿Por qué la gente mataba, robaba, desertaba? Porque eran infieles”, se explica Pum al comienzo del relato. Desde esa matriz idiosincrática, el personaje de esta novela busca integrarse al tejido social de una comunidad intolerante al cambio y a la vacilación ideológica.

Pero un pequeño incidente ocurrido en el tranvía —que a la postre acabará llevándolo a prisión— comienza a grietar sus convicciones y a corroer las ligaduras de los frágiles lazos que lo unen a una sociedad que, en términos reales, lo considera poco más que un incómodo detritus. Encarcelado, con la mirada fija durante horas en un leve rayo de sol que pega sobre la húmeda pared de la celda, su percepción se aguza. Cambia su visión del mundo y del riguroso orden sobre el que la sociedad y el gobierno imponen y disponen los aprecios y los desprecios.
Dispuesto bajo la lógica directa y lineal que caracteriza a la narración tradicional europea (donde los acontecimientos de la trama se encadenan secuencialmente, en un orden que parece a la vez inevitable y aterrador), el relato de Roth se va volviendo cada vez más asfixiante. Entre delirios alucinatorios y pesadillas diurnas que gradualmente enturbian el semblante realista de la ficción, Pum se descubre renegando de sus creencias religiosas, de su credo moral y de su fe política. Descubre una nueva fidelidad y finalmente se acepta “convertido” en un rebelde y enfrentado a una sociedad que lo desprecia sólo ve en ella la semilla de la corrupción y el florecer de la crueldad.
Al mismo tiempo que la realidad prevista en una imagen engañosamente simple (por no decir ingenua), la ficción se espesa para hacer emerger los rasgos de un rostro siniestro que eventualmente conduciría al desastre. No es improbable que ese matiz irónico y profético del texto de Roth haya sido el que acabara por convencer a Michael Haneke, el director de cine austríaco distinguido por su imaginación sombría, por sus tramas turbadoras e inquietantes, de adaptar el extraordinario texto de La rebelión para una producción televisiva que él mismo dirigió y que, no casualmente, se emitió en las pantallas vienesas a fines de 1993.
