Pierre Klossowski y el mito de Diana y Acteón.

Maximiliano Crespi
Diana y Acteón de Pierre Klossowski

Le bain de Diane era, para Foucault, de todos los textos de Pierre Klossowski, el más cercano a esa fuente de luz deslumbrante de la cual nos llegan los simulacros: una teoría del lenguaje concentrada en su abyección y en su forclusión, es decir, una teoría de la literatura. Allí el sol cegador, que en Las metamorfosis Ovidio veía ya reflejado en las nubes o en el despunte de la aurora arrebolada, ilumina la belleza de Diana desnuda a la mirada del joven Acteón, los instantes previos a que se desencadene el desastre (antes de ser convertido en ciervo y ser despedazado por sus propios perros).

Lo interesante es que en Klossowski, dice Foucault, Diana aparece desdoblada por su propio deseo y Acteón aparece metamorfoseado por el suyo. Un mito de la distancia o de la transgresión que deshace el sueño de identidad, ilustrado en la atracción y el rechazo de cuerpos jóvenes, bellos, deseantes y desplazados —por su propio deseo— del lugar y la forma que preexiste a ese “encuentro” entre lo visible y lo decible. Lo que se narra allí es pues no un origen ni una clausura sino una “fábula abierta” sobre aquello que se pierde o se retira en el momento en que se hace “objeto” de un deseo.
En el baño de Diana klossowskiano, la diosa ha pactado con un “demonio intermediario” entre los dioses y los hombres para poder manifestarse a Acteón. Mediante un “cuerpo aéreo”, el demonio “simula a Diana en su teofanía” e infunde en Acteón el deseo y la esperanza insensata de poseerla. La última metamorfosis del cazador —dice Foucault— lo convierte, como a Tarquino, en predador (el Macho Cabrío violento, frenético, impuro y profanador) y, luego, indefectiblemente, en presa. La diosa que se esconde en el agua en el momento en que se ofrece a la mirada deseante no es sólo una mera desviación de los dioses griegos; es, dice Foucault, el momento en que “la unidad intacta de lo divino ‘refleja la propia divinidad en un cuerpo virginal’”. Así, la diosa —¡también ella!— se desdobla, histérica, distanciándose de sí misma, ofreciéndose y negándose “en un demonio que la hace aparecer casta y al mismo tiempo la ofrece a la violencia del Macho Cabrío”.

Pero la frase de Diana en la que, como recuerda Ovidio, resuena el anuncio de “la catástrofe inminente” (id est: “Ahora te está permitido contar que me has visto desnuda, si es que puedes contarlo”), no recae sobre la potencia referencial del lenguaje, sino sobre la posibilidad de identificar colocaciones en el proceso referencial vinculado a ese relato. Héctor Libertella podría haberlo dicho así: “uno nunca está donde está; sino ahí donde uno no es más que el actor de ese otro que es uno”. Por eso, como bien apunta José Manuel Cuesta Abad en )Clausuras( de Pierre Klossowski, el “lugar” de la literatura es justamente el del simulacro que se produce entre el ver y el decir. La construcción del saber del mito no se inscribe entonces en la perspectiva de Acteón ni en la de Diana; sino más bien en la de “ese entre exterior a lo mostrable y lo decible, habitado por un demonio solitario que entretiene su espera interminable urdiendo la enmarañada trama del fantasma”. La prosa de Acteón es la del día después del desastre. Escribir es una manera de continuar cuando ya no se puede continuar; la ceremonia del sobreviviente que está solo y despojado de lo deseado. La literatura está siempre en otra parte.