Harwicz y el horror realista

La escritura de la autora de Precoz y La débil mental es una forma de acción y una apuesta desafiante en la literatura argentina del presente.

Mariano Granizo

Hay textos que son como mañanas veraniegas junto al mar: observás el agua planchada, plácida para nadar y refrescante, un mar correcto y apto tanto para el niño como para el viejo y el idiota, un mar en el que nadie morirá ahogado jamás, ideal para aprender a nadar. Pero existen otros textos en los que uno no puede quedarse fuera como un mero espectador de lo que un sujeto ha narrado sino que es un cuchillo tanto para cortar la rompiente de un mar embravecido como para abrir la carne más dura.

Con ese cuchillo entre los dientes irrumpió Ariana Harwicz al océano de lo editado. En ella todo comienza con una frase sin pausa, apurada por inscribirse en la materialidad de la escritura, buscando meter el pie para evitar que se cierre una puerta, quizá, definitivamente: “Me recliné sobre la hierba entre árboles caídos y el sol que calienta la palma de mi mano me dio la impresión de llevar un cuchillo con el que iba a desangrarme de un corte ágil en la yugular”. Luego, sí se permite las pausas, la respiración pausada de una narradora más amable (aunque no tanto, porque en ese cansino mar de la literatura argentina Harwicz es una amenaza incluso para quien hable bien de ella, para quien llene de elogios su prosa porque los virajes de esta mujer son impredecibles). Harwicz ya está donde debe estar, con la violencia y fluidez de su narrativa. Ella lee su época, y sabe que la primera persona manda, ilusiona, permite una identificación; la primera persona es el individuo en el todo, indiscernible o brillante, opaco y repulsivo, pero siempre bajo sus propias condiciones.

La escritura de Harwicz es una acción, un lugar, una sensación y una potencialidad; es una lengua conclusiva donde las cosas son como son, y punto, siguiendo la frase sartreana que atraviesa y rezuma Los caminos de la libertad: “No es justo ni injusto, es así”. “No vengo de ningún lado” nos dice en La débil mental y “Me despierto con la boca abierta como el pato cuando le sacan el hígado para el foie gras” en Precoz. ¿Acaso nadie se ha percatado que esta mujer nunca será condescendiente, que nos engañamos pensando que lo será con nuestros deseos, que resultará apacible? Y es que ella no escribe para quienes puedan llegar a leerla con devoción (eso, quiérase o no, más o menos siempre es predecible, ¿o para quién debería escribir una mujer en la literatura argentina?), sino pese a quienes puedan leerla, porque será difícil tergiversar esa prosa disconforme y violenta, directa en tanto amago, punzante en sus giros impredecibles: “La mente es como un trineo inmundo que nos arrastra por malos caminos dejando huellas para que nos atrapen, callate y decí por qué la manoseaste, por qué la infiltraste en tu casa para enseñarle sobre las aves y las abejas”. Y si esa primera persona que permitía la identificación (por causa, por empatía, por maestría narrativa, por todo al mismo tiempo) ahora nos pone incómodos, ¿es por nosotros o por ella? Especular sobre Harwicz es complejo, difícil, hasta gratuito: ¿en qué lugar se pararía ella para narrar la dictadura?, ¿qué tan incómodos se atrevería a ponernos?
Porque Harwicz narra el horror constantemente sin precisar que la rotulemos en ningún género, y quizá pensemos paralizados: ¿son éstos los horrores del realismo? Posiblemente lo sean en una época de géneros desbordados donde elementos y registros genéricos aparecen por todos lados. Harwicz, escritora de género literario.