El poder del deseo
Una vida en presente, la primera novela de Paula Puebla, es una obra relajada, certera en sus detalles e implacable en su estocada final.
Luján Stasevicius

Casi por definición o maldición, las primeras novelas son o insufriblemente pretenciosas o inconfesablemente malas. Paula Puebla esquiva con éxito estos dos escollos. Frente a la afonía ansiosa que leemos en muchos textos, ávidos de decirlo y demostrarlo todo de una vez, Una vida en presente (17grises editora) es una obra relajada, certera en sus detalles y fatal en su estocada final.

La narración, sabemos, sigue a María Guevara, una escort de las altas esferas que, quizás para sorpresa de la hinchada bienpensante, no sólo no se cuestiona su trabajo, sino que tampoco lo reivindica como una bandera de empoderamiento. De hecho, las expresiones de lo que las modas han dado en denominar feminismo dejan a María perpleja e indiferente cuando las encuentra en la calle: “Repasé con la mirada los stencils pintados en fucsia que parecían más recientes. ‘Muerte al macho’, decía uno. ‘Mujer bonita es la que aborta’, decía otro. Parecían más nombres de bandas de punk que otra cosa: hay palabras que no hacen mella nada más que en los propios fantasmas”.
Sin embargo, el hecho de que Puebla no escriba una novela panfleto ni nos desborde con una catarata del yo intimista no significa que no asimile, ordene y analice los vectores de lo femenino. En el universo de María se entrecruzan desde las mamis hinchadas de carbohidratos, los cumpleañitos, las bendiciones —“otro bebé fecundado por el miedo y a desidia”—, hasta la hermana/esposa con una perfecta y anorgásmica vida para el afuera, soportando a un marido onanista, infiel y miserable. La atención precisa y cuidada al detalle hace de Una vida en presente un catálogo de las aristas que muchas veces normalizamos. En este mundo insoportable de hipocresías y verdades a medias, el lugar de María es el de protagonista casi a su pesar. A María no le da miedo nada —en uno de los intersticios textuales entre capítulo y capítulo, se nos devela que “tiene siempre la misma pesadilla: recoge del piso bollos de papel para evitar su propio asesinato”, casi como una metáfora de la escritura misma—, salvo ella misma, a quien mantiene a raya a base de fármacos. A María nadie le ordena nada, todo es un quid pro quo. María podría ser una heroína, pero lo único que le causa más gracia que la mujer justiciera es el hombre enamorado (de ella).

Sobre el final, Paula Puebla nos tiende una trampa y nos remata con un puñetazo en el estómago una vez que inevitablemente caemos. Nos desnuda nuestras propias expectativas, nuestros deseos de un final redentor, recordándonos que María sigue siendo María, y hará lo que María deba. “La depresión es un exceso de pasado; la ansiedad, de futuro”. Cualquiera que sea usuario de una red social habrá visto pasar esta sentencia, generalmente en fondo pastel y con distintas tipografías. El “remedio”, se dice, es vivir en el presente, dejar la mente en blanco y ocuparse del ahora. Una propuesta más cínica y real nos ofrece Una vida en presente: el presente farmacológico. Entre sus diversos puntos de fuga, el de la conquista de este presente absoluto es, quizás, la veta menos explorada de quienes han leído —y celebrado— públicamente la novela. Aún en proceso de experimentación, se nos habla de una droga permitiría en rigor editar el pasado, y la investigación, aparentemente avanzada es financiada por dinero saudí en laboratorios situados en Helsinki. Este es el relato que María escucha de su psiquiatra, el doctor Seligman, quien está obsesionado con el posible descubrimiento: “están trabajando no solamente con fármacos sino con tecnología para revisar nuestros paquetes de recuerdos y poder modificarlos”, y califica al inminente resultado como “copernicano”. Para María, la posibilidad hacer el pasado maleable y dominable significa un necesario contagio a las otras dimensiones temporales. Si se puede modificar el pasado, el futuro y el presente cambiarían consecuentemente, razona, de modo que nuestra historia sería un constante borrador, corregida y redactada infinidad de veces al punto de ser “desechada y emparchada con una levedad que sin dudas nos acercaría a la locura, a la belleza de poder vivir sin persecuciones ni consecuencias”. Sobre el final de la novela, encontramos a María camino a Helsinki, ¿en busca del presente perfecto? ¿en busca de Seligman?
Tremendamente auspiciosa y refrescante, como todo aquello que se anima a lo que “no se debe”, Una vida en presente nos deja con ganas de más, en el futuro, y esperando la próxima trompada de Paula Puebla. Ojalá sea pronto.