El autor de Días de gracia lee e interpreta la dimensión política de la novela de espionaje en dos autores icónicos del género: Ian Fleming y John Le Carré.
Mariano Granizo

Pensar la posibilidad de un mundo sin comunismo era algo que pocos se atrevían a hacer hasta la Caída del Muro. Esa caída fue tan trascendente que Eric Hobsbawm lo tomó como hito para demarcar el fin del siglo XX, ese siglo corto pero convulsionado en todo momento. El Muro cambió una ciudad y la geopolítica de un continente se volvió palpable, como si de la noche a la mañana desaparecieran Los Alpes; hizo tangible la cortina de hierro, fue la marca divisoria entre occidente y oriente (en términos políticos). Como todo gran acontecimiento termina reflejado en el arte de su tiempo, el Muro se convirtió en un motivo narrativo: al Muro había que cruzarlo (físicamente o hacer pasar la información de alguna manera), las familias eran separadas por el Muro y esa distancia insalvable podía desaparecer si colaboraban (sea con la KGB/Stasi o con los servicios de occidente). El Muro se convierte en algo que forma parte natural del mundo como lo conocen aquellos que crecieron en la posguerra, porque los alambrados previos que dividían la ciudad también eran un muro. Y no existe género que lo haya utilizado más como sostén y motivador de la narración como las novelas de espionaje.

Es la revolución rusa el primer gran impulso del género, o lo que podemos llamar la novela de espionaje moderna. El ingreso a la escena política del comunismo con una nación, bandera y territorio que lo sustenten lo hizo palpable de veras, sin que se diluyera en otras peripecias ni se le calzara el ropaje de anarquistas, nihilistas, decembristas, nacionalistas, etc. Espías hubo siempre, pero que el hecho de espiar se convierta en un hecho de interés narrativo y que, además, sea algo correcto y necesario, un acto patriótico y salvador, eso fue algo que ocurrió recién con la irrupción de la Unión Soviética stalinista. Porque el enemigo puede estar, y de hecho lo está, también en casa. Entonces hay que saber qué opina, qué piensa, qué es lo que va a hacer. Y mucho más peligroso es ese enemigo porque lo es por ideas, no por una cuestión de fronteras fácilmente distinguibles en un color o lengua diferente.
En la novela de espionaje podemos hacer un recorte para hablar de los exponentes más representativos de dos estéticas muy disímiles: la fría elegancia conspirativa por un lado y el desfile de violencia descarnada por otro. En la guerra fría el espionaje es la principal de las armas. En la literatura nos salimos de la novela de guerra (alimentada por los dos grandes conflictos mundiales del siglo XX) para meternos en una en la que todo se embrolla utilizando la mentira de manera constante. Entre el policial clásico y la novela negra ubicamos a la moderna novela de espionaje, y cada una de las dos estéticas predominantes se inclina hacia uno de los géneros ya existentes del policial. Novela antes que cuento porque el desarrollo es más exhaustivo, es un desarrollo en sí, una construcción más que el momento en que ocurre el desenlace inevitable. Dos de los autores para quienes la guerra fría adquiere una relevancia simbólica notable son Ian Fleming y John Le Carré, con sus personajes icónicos James Bond y George Smiley.

Dos estéticas opuestas para el mismo género en que se desarrolla la misma lucha; porque, cada uno a su modo, Le Carré y Fleming son también luchadores por occidente contra la amenaza del comunismo. Ambos escritores fueron espías en el mismo servicio, el MI6. Aunque Fleming fallece en 1964, la separación entre occidente y oriente le permite hacer que todos los malos provengan de aquel lado o que los malos de este lado tengan contacto con los de allá: los alambrados previos al Muro oficiaban como tal. Le Carré opinaba que Bond era un fascista, que sí luchaba contra el comunismo pero con los métodos de un fascista. Smiley era más pensante, él no andaba a los tiros por el mundo, no seducía a mujeres hermosas a las que no dudaba en matar o utilizar como escudo humano ante el disparo enemigo: Smiley manejaba una red de espías que hacían eso, pero de una manera mucho más sutil, más cercana a lo real, sin tanta espectacularidad. Le Carré estaba más cercano a la escritura del hecho político que era el acto de espiar al enemigo mientras que Fleming se solazaba en ofrecer una reconstrucción desmedida del fragor de la lucha. Bond lo hace todo él mismo, Smiley hace que una red interminable de agentes hagan lo que deben para obtener información, alguno de ellos disparará, estrangulará o envenenará a alguien, eventualmente, pero sin ser ese el quid de la cuestión. John Fitzgerald Kennedy decía que cada agente de los servicios americanos debería leer los libros de Fleming; queda claro así cuál es la idea que se necesita meter en los ciudadanos para que se sientan cuidados: alguien dispuesto a arrasar con el mundo, si era necesario con sus propias manos, para protegerlos. Bond encarnará en Jack Bauer o en el personaje de Robert Ludlum, Jason Bourne, ya sin guerra fría y con extremistas islámicos, nacionalistas rusos o chechenos y chinos-comunistas-nueva-era. Smiley se diluirá en el poco atractivo mundo para las masas de la política del espionaje, o la política internacional a secas.

Ya derribado el Muro, Le Carré le reconoció a un Fleming muerto que Bond era una parte real de los servicios secretos, sólo que él no la mostraba. Quizá Le Carré haya sentido que el mundo hacía, mediante las pantallas en casa, mucho más asequible a todos esa violencia, o quizá los enemigos optaron por hacer de la violencia un espectáculo político más que una estrategia de guerra con objetivos puntuales. El espía que surgió del frío, la primera gran novela de Le Carré, comienza con la narración de la espera de un agente que debe cruzar, en algún momento, huyendo, el Muro que divide la Alemania Oriental de la Alemania Occidental. El Muro es un personaje más que participa de la historia, porque determina las acciones y las vidas de quienes están alrededor. Sin Muro no habría historia que contar porque haría de Berlín una ciudad cualquiera, y de la novela de espionaje un desfile de hechos violentos. Caído el Muro, Le Carré se fue haciendo cada vez más crítico del accionar de los servicios, desesperados por encontrar e identificar un enemigo o un chivo expiatorio fácilmente distinguible. Le Carré nos terminó narrando en sus últimos años de qué manera el servicio británico no era otra cosa que un órgano burocrático buscando salvarse a sí mismo, acercándose al Mailer de El fantasma de Harlot, donde la novela de espionaje no es otra cosa que la mayor expresión contemporánea de la novela de tema político.
