El autor de Un verano reflexiona sobre el lugar que año a año ha ido adquiriendo la sección “Verano/12” del diario Página/12.

Damián Huergo

Todos los veranos, ya no recuerdo desde cuándo, espero la aparición del suplemento Verano/12 del diario Página/12. No lo espero como a un amor en una terminal de tren o como al depósito del salario en la cuenta del banco. Sino como espero encontrarme al amigo de un amigo que veo en sus cumpleaños, o a ese primo que solo te cruzás en reuniones familiares y te ponés al día, como se suele decir, mirando brasas naranjas de un fuego nocturno. En otras palabras, no lo espero con ansiedad, pero, en el caso de que no aparezca, lamentaría su ausencia.
Su aparición anual tiene las características de la elegancia, de aquel o aquella que sabe a qué hora entrar a la fiesta. El cuento que inaugura la temporada aparece cuando el año, los ánimos y las discusiones tocaron sus límites: en diciembre, en nuestros diciembres llenos de significados. Ese sentido de la oportunidad me saca una sonrisa, pequeña, pero sonrisa al fin. Con mayor o menor entusiasmo leo la mayoría de los cuentos que se publican a diario, de martes a domingo, salvo los lunes, donde se toman descanso como los panaderos. Por un lado, me ayudan a no empezar el día leyendo portales periodísticos (¡Perdón Bradbury! mil veces intenté seguir tu consejo de empezar el día con un poema y no pude). Por otro, la sorpresa diaria de ver qué autor o autora publica, satisface cierto berretín de novedad que aún necesito para empezar el día. Sabemos, una adicción reemplaza a otra adicción

Leo los cuentos de V/12 por varios motivos. Primero para saber qué y cómo escribe toda la gente que tengo en facebook, que intercambiamos likes y comentarios muchas veces sin haber leído una sola página del otro. Pertenezco, al menos por rango etario, a una generación que varió el mandato “primero publicar, después escribir”, por “primero mostrarse, después publicar, después escribir y si queda tiempo leer algo más que redes sociales”. Por eso viene bien el pantallazo parcial que nos da el suplemento. Al leerlo, año tras año, podemos hacernos una idea del panorama actual de nuestra literatura; aunque claro, como lector atento uno puede poner autores que faltan, mejor dicho, autores que a uno le gustaría leer. En mi caso, por nombrar a los primeros que me vienen al teclado, me quedo con ganas de leer a Higa, Sabbatella, Puebla, Vanoli, Cristoff, Etchebarne, Serra Bradford, Muzzio, entre otros y otras que no publicaron, creo, en ninguna de sus ediciones.
También me gustan las cruzas que arman sus hacedores, Claudio Zeiger y Angel Berlanga, que realizan un trabajo más cercano al del antologador que al del editor. Sin embargo, la colección de V/12 se diferencia de las antologías que buscan consolidar una joven guardia, o recuperar un canon de mujeres, o que giran en torno a un género, un tema, una década o una geografía. El único requisito que establecen, al parecer, es que sean escritoras y escritores vivos; ni siquiera reclaman un cuento inédito, aunque lo sugieren, de ser posible. Luego con las cartas en las manos, las mezclan de tal modo que en una misma semana te pueden tocar autores de distintas generaciones, estilos, géneros y, sobre todo, como si armaran full, pueden juntar de modo azaroso el cuento de un “maestro” seguido del de sus discípulos (la tradición local de talleres literarios ya consolidó ese vínculo, incluso uno puede jugar a adivinar qué autor sub 40 hizo qué taller y cuál no). Todas y todos en el mismo lodo, manoseados y dibujados por la mano de Rep. Una antología sin estanterías.

Otro motivo, y esto es una causa personal, tan personal que aburre, la aparición de V/12 me lleva a darle click al portal de P/12. Desde hace un tiempo, por cuestiones materiales, ideológicas y emocionales vengo distanciado del diario que ¿colaboré? ¿trabajé? durante catorce años. Sin embargo, como quien vuelve a la casita de sus viejos por una temporada, la excusa de leer V/12 me lleva a recorrer, a scrollear, las notas y firmas que alguna vez fueron parte de mi paisaje cotidiano.
Por último, leer la variedad de cuentos de V/12, este año en particular, me llevó a preguntarme, a pensar, de qué está hecho mi gusto. La pregunta que me hago, en todo caso, es ¿por qué leo algunos textos y otros no? ¿Qué me seduce, engancha, interroga, convoca de un cuento? Incluso me pregunto, ¿por qué abandono algunos relatos que a priori me gustaban, de autores leídos y disfrutados? y, a la inversa, ¿por qué llego al punto final de otros que no, que desde las primeras frases reconozco que va a ser un camino lleno de lomas de burro?
Estás cuestiones las comparto a diario con Juan Bautista Duizeide, autor de Kanaka y La canción del náufrago, entre otros libros que le devolvieron la salida al mar a nuestra literatura. Con él, desde hace varios veranos, tenemos un pequeño ritual: luego de leer los cuentos de V/12 comentamos el cuento en cuestión, como si estuviéramos en una pizzería después de ver una película que intuimos que al otro no le gustó. Apelando a las enseñanzas de Chejov sobre la crítica literaria, que luego el pillo de Zuckerberg convirtió en guita invisible, empezamos la charla con un me gustó – no me gustó. Seguido, como si fuese un entrenamiento, nos desafiamos a argumentar nuestro veredicto, al menos para mantener el fuego hasta que las formalidades de nuestros trabajos y quehaceres lo apaguen tirandonos tierra encima.

Este verano noté que leí cada uno de los cuentos desde dos dimensiones. Por etiquetar nomás, podemos llamar a una la “escritura” y a la otra “el universo que cuentan”; una reversión del viejo espadeo entre forma y contenido. Por la primera entiendo la musicalidad de la prosa, el pensamiento y hallazgo de cada palabra, los riesgos que toma el narrador, el armado de una trama, la composición de escenas, la voz de los personajes, la tensión que se genera o no. En este plano, este verano brilló el cuento de Alejandra Kamiya, “Herencia”, una autora que no conocía y que ya sumé a mi biblioteca con El sol mueve la sombras de las cosas quietas y Los árboles caídos también son el bosque. También me encantó “La corriente”, de Esther Cross, donde narra una Buenos Aires mil veces caminada y un vínculo habitual en nuestra literatura (padre-hija), pero que con su prosa logra extrañarlo, darle un pulso hondo sin perder la sonrisa. En el otro plano, el del universo, me refiero a aquellos escenarios o vínculos o temas que me pueden convocar por ser de intereses cercanos o, en ocasiones, lejanos y que siento alguna curiosidad por entrar en esas vidas ajenas, tal como sucede con el maravilloso “El señor de los foros” de Christian Kupchik o en “El entrenador de palomas” de Luciana De Mello.
En los cuentos nombrados, y en otros, como el de Juan Bautista o el de Teresa Andruetto, escritura y mundo se tocan como en el horizonte se juntan agua y cielo. Son los cuentos o novelas que, como dice el amigo Sodo, “no se dejan diseccionar: historias que no podían haber sido escritas de otra manera, escrituras que no podrían sino contar esas historias”. Esos son los cuentos, la literatura que más me gusta, cuando “la prosa es el universo y el universo es la prosa”. No sucede muy seguido, pero cada tanto ocurre, y lo bueno es que ocurre acá cerca, con autores y autoras que nos podemos tomar una birra, caminar juntos o, ahora, presentar sus libros mediante zoom. Cuando ocurre hay que disfrutarlo. Y temblar y reír o ambas, si el cuento lo pide.
El domingo fue la última entrega de esta temporada de Verano/12. Queda un año largo y raro del que no sabremos qué pasará al día siguiente. Esta vez, como en las mejores despedidas, nos dijimos adiós sin esperar un regreso. Sin embargo mantengo la ilusión, frágil como toda ilusión, que después del frío y la noche cerrada del invierno, retorne la promesa y oportunidad de un nuevo verano.

Damián Huergo

Coda
Algo que vengo percibiendo es que mi gusto no coincide muchas veces con el gusto establecido. No es una boutade para hacerme el lector original; por el contrario, es un interrogante que se me abre al leer comentarios de elogios y de celebración —de lectores que valoro y de otros que no— sobre cuentos y libros que en mí, a las pocas hojas de lecturas logran encender el detector que supe incorporar, como sugería el viejo Ernest.
Todas las épocas tienen su circuito de legitimación. Lo fueron la academia, revistas gráficas, antologías, concursos, durante el SXX. Me cuesta distinguir cuál es o de qué se compone en la actualidad. Solo percibo que hay autores y autoras que una vez que logran entrar ya tienen asegurado una ristra de likes, críticas favorables y recomendaciones por el solo hecho de estar girando por los pasillos y pantallas correctas. En esa línea, el campo literario cada vez se asemeja más al artístico, en donde se considera “arte” a todas las piezas que circulan por sus circuitos artísticos. De tautologías también vive el arte. El problema, si es que lo hay, es que de ser así no importan las formas ni los contenidos, sino inscribirse en cierto campo de legitimación, como si ese movimiento fuese suficiente.
Pero bueno, este hilo es para tirar en otro momento, quizás para pensar y escribir durante el otoño que se viene.