Max Aub

El más mexicano de los escritores (no) españoles.

Luján Stasevicius
Max Aub (1903-1972)

Resulta casi imposible escapar a la fascinación que genera Max Aub. Ya sea a través sus microcuentos de Crímenes ejemplares —el cual bien podría titularse “Gente Harta” —, sus aforismos en Trampas, sus novelas, o sus conversaciones con Buñuel, toda su obra hace gala de un estilo tan fino y particular como pasado por alto. Lejos del corso del realismo mágico, emparentado en su sofisticado humor con Gómez de la Serna, aunque quizás más cercano al Borges menos solemne, lo cierto es que este francés/español adoptado mexicano, una vez descubierto, no puede dejar de leerse. Frente a lo ordinario y lo conocido, Aub reinventa, más y mejor.

Por caso, en “La verdadera historia de la muerte de Francisco Franco”(uno de sus mejores cuentos, aunque muy poco leído), de 1960, la veracidad de la historia reside no en descubrir quién mató al dictador, sino por qué. No es, en rigor, la primera vez que Aub se le anima a una verdadera historia. Ya había hecho lo propio en Escribir lo que imagino, con un texto contemporáneo al “Axolotl” (1956) de Julio Cortázar llamado “La verdadera historia de los peces blancos” (1959) que comienza quizás en lejano parentesco con el texto del argentino – “En aquel tiempo los chinos creían que los peces eran almas fugadas. Inmóviles, los miraban hora tras hora. Y si un pez atravesaba su imagen reflejada tenían el convencimiento de que aquel animal era parte de su propio ser. Supongo que el mito de Narciso tiene cierta relación con esto.” —pero que rápidamente pivotea hacia lo aubiano, describiendo los avatares y arbitrariedades de la tormentosa relación que siempre tendrá la ciencia con los gobiernos dictatoriales.
En el caso deLa verdadera historia de la muerte de Francisco Franco”, recurre a la ucronía, estratagema preferente de la ciencia ficción o la ficción histórica. Paradigmática es la novela de Philip Dick The Man in the High Castle, de 1962, que tiene lugar en un mundo en el que los alemanes y los japoneses ganaron la guerra. Más cercano a nosotros, en el 2009, Ian McEwan en su magistral Machines like me, compone una novela que transcurre en una década de los ochenta en la que, entre otras cosas, Argentina gana la guerra de Malvinas y Alan Turing jamás se suicida. Sin embargo, antes de Dick, y ciertamente antes de McEwan, Max Aub reelabora la consigna y la lleva a nuevo puerto. Mientras que los anglosajones encontraron en la ciencia ficción su estrategia para implementar la alteridad, Aub se apoya en el género fantástico que Cortázar también ha ejercitado y que Carpentier jamás podrá.

La historia tiene lugar mayoritariamente en México, al igual que Campo cerrado, en los primeros años después de la guerra Civil Española, y el punto Jonbar podríamos decir que es, una vez más, el hastío. Ignacio Jurado Martínez, sonorense devenido capitalino, asiste diariamente a la repetición infinita de los lamentos de los exiliados españoles. Cualquiera que haya conocido a algún español fuera de la península lo sabe; el discurso de su saudade es una retahíla constante, equiparada quizás sólo al lloriqueo gastronómico de los italianos en similar posición. Esta es la tortura china a la que se enfrenta nuestro protagonista; Aub despiadadamente lo expone a estos parroquianos nostálgicos de una madre patria que los reniega, atrapados en un eterno qué hubiera pasado si, como insistentemente se reproduce en sus diálogos de café. Paralelamente, somos testigos de la impaciencia creciente de Ignacio, quien debe tolerarlos por oficio. Harto frente a la sobreabundancia de discursos y ausencia de acción —el hartazgo y sus consecuencias es definitivamente uno de los grandes temas de Aub— decide tomar el asunto en sus propias manos y, pidiendo una licencia sin goce de sueldo, viaja a Madrid a ultimar al dictador. Su plan, contra todo pronóstico, es eficiente pero no exitoso. Sobre el final, los insufribles clientes retornan felices, mientras que México se inunda de exiliados franquistas.

Max Aub escribió este final alterno al franquismo pero jamás pudo ser testigo del histórico, mucho menos interesante, por cierto. Murió en México, en 1972, cuando quedaban todavía 3 años para que el dictador del otro lado del Atlántico exclamara, exhausto, “qué duro es morir” durante una serie de noches tormentosas que finalmente acabarían con su vida. Se rumorea que el entorno de Franco lo mantuvo apenas vivo, haciéndolo durar hasta el 20 de noviembre, para que su deceso cerrara el ciclo de 39 años que se había abierto con el fusilamiento de Primo de Rivera. Dicen también que se les murió el día anterior, pero es imposible probarlo. Nadie escapa a la épica, mucho menos a la propia. A Aub le hubiera hecho gracia, no hay duda.
Tan lejos de la mercantilización de Latinoamérica por medio del Realismo Mágico como de la dolida solemnidad y e impostada seriedad de los españoles por la España que no fue de la literatura de posguerra, Aub habita su particular intersticio como mejor le sale, y le sale magníficamente. Es este, quizás, su éxito; ser quién es, contar y encarnar la verdadera historia de Max Aub.