Formas de perderse en la fotografía documental de Berenice Abbott.
VICTORIA D’ARC

Parece una locura pensarlo esta madrugada soleada de diciembre, después de una extraña noche que pasé a oscuras en la terraza de mi edificio. Quizás fue esa experiencia (una Nochebuena acompañada tan solo por las luces de la ciudad) lo que me llevó a recordar la imagen que ilustra estos apuntes, esta memoria, aquel regalo que me hice un año atrás. Me había separado y necesitaba revisar algunas ideas en mi cabeza y para eso necesitaba alejarme. Además era una deuda pendiente: después de muchos años volvería a Madrid para recorrer otra vez sus calles, sus rincones y deambular por una Malasaña cada vez más estrecha. Sin saber dónde hospedarme decidí alquilar una habitación en el departamento de un viejo que me atendió en bata y luego de mostrar habitación, baño privado y cocina compartida, se dejó caer en el sillón con estampado de flores ocres que parecía sacado de una película de Wes Anderson montada en naftalina. Acepté el hospedaje porque no me quedaba otra y el alquiler no me parecía demasiado excesivo.

Dejé mi bolso, agarré la cámara de fotos cerré la puerta con llave y salí. Luego de mucho tiempo volvía a caminar por Madrid y decidí perderme: caminar sin rumbo, encontrar algo que no sabía que me interesaría, sumergirme en el ensimismamiento externo de estar en el mundo sola rodeada de gente. Era lo contrario a tener un viaje planificado. Akira Mizubayashi plantea que su espíritu busca constantemente partir, alejarse de un lugar porque ser filósofo –entiende– permite escapar a las visiones deformantes o cegadoras, ayuda también a romper los candados de las identidades asfixiantes, despojarnos de los condicionantes, de las dependencias preestablecidas. No hay nada como perderse por calles estrechas pero también por los amplios espacios del Paseo de Recoletos. Así anduve sin preocuparme del tiempo. Hasta que llegué a una sala de exposiciones de la Fundación MAPFRE. Ingresar a una exposición al azar, sin saber con lo que te vas a encontrar es parecido a entrar a una sala de cine con las luces ya apagadas sin saber la película que se proyectará. Estaba en esa. Y en esa la encontré: había visto las fotografías de Berenice Abbott pero no sabía que era suyas. Una y otra vez había visto ese retrato de James Joyce que no sabía que ella había tomado.

Sin embargo, más allá de admirar los retratos de artistas e intelectuales más vanguardistas del momento (Jean Cocteau, Peggy Guggenheim, Edward Hopper o su admirado Eugène Atget, entre otros) me quedé fascinada con sus asombrosas vistas de la ciudad de Nueva York –que integran su proyecto “Changing New York”–, porque estando en Madrid podía viajar en el instante hasta el ruido y los amaneceres de esa ciudad estadounidense y volver a caminar por el puente de Brooklyn y perderme en los clubes de jazz. La modernidad de Abbott estaba implícita en esas imágenes y en sus ensayos lograba identificar y retratar los cambios de su entorno.

Mientras permanecía un rato largo en cada una de esas imágenes en blanco y negro de edificios hermosos, en esas perspectivas imbricadas que cruzaban puentes, horizontes, tensores y monumentos me preguntaba sobre la noción de «documento», de «fotografía artística» y de «autobiografía». Y es que, aunque la intención de la fotógrafa de huir de los supuestos artificios del arte es palpable en sus imágenes, el resultado visual es tan rico y diverso que dificulta categorizarlas bajo el adjetivo documental, e incluso obliga a enfrentar la imposibilidad última de una «fotografía documental» sin fisuras. Es tan simple y a la vez tan complejo lograr esas imágenes que me quedé pensando, anoche, mientras miraba el cielo y la luna y las luces de esta ciudad justo antes de medianoche, que mostrarlas era un buen obsequio para regalarle a alguien.