Gonzalo León, autor de La caída del jaguar, habla sobre los modos de narrar un presente convulsivo desde una perspectiva opuesta a la de los grandes poderes.
Pablo L. Navas

En esta entrevista con CuadernoWhR, el escritor y periodista Gonzalo León, autor de trabajos como Serrano y Lemebel oral (Mansalva), habla de La caída del jaguar (Hormigas Negras, 2020), un libro que incita a pensar la crisis de dos instituciones modernas como los partidos políticos y el periodismo, reflexiona con agudeza sobre la cuestión de la crónica como género momorialista y ensaya hipótesis sobre la ética que podría orientar el trabajo testimonial en el contexto latinoamericano.
—¿Cuál es el aporte que la crónica escrita puede hacer frente a los consumos de hechos noticiosos que suelen optar por las coberturas espectacularizadas?
—En lo escrito sigue estando el saber, el conocimiento y si bien en otras plataformas hay conocimiento, es un saber que está basado en textos escritos, ahí hay una retroalimentación. Los documentales tienen un guión y se basan en una investigación, lo cual remite al objeto libro. A la larga casi todo te lleva al texto escrito. Yo comencé trabajando en el periodismo radial y me llamaba la atención que todo lo que leía el conductor estaba guionado, en la televisión ocurre lo mismo. El texto escrito sigue siendo relevante en el mensaje audiovisual.
—Y más específicamente ¿qué ocurre con La caída del jaguar en relación a lo que podríamos llamar el estado de la crónica en tanto género?
—Con respecto a la crónica y a esta crónica en particular, detecto algo raro y porque el resultado no es un producto periodístico, porque no hago periodismo de investigación clásico que se pregunta y responde “¿qué gatilló el estallido social?”, tampoco contesta quiénes incendiaron la estación de subte. Esos interrogantes aún están en la realidad chilena y en el libro no se ofrecen conclusiones al respecto. Este libro lo pensé como un registro y un testimonio. Y también como una instancia en la cual trabajan otras disciplinas como la historia, la sociología, etc. ese es un punto de apoyo.

—Ni siquiera es periodismo en el sentido de como acostumbramos a entender el oficio...
—Tengo una concepción de la crónica distinta a la que se impuso en latinoamérica en este último tiempo. Siempre rescaté a los cronistas que tenían una voz muy fuerte en primera persona y en la cual no estaba la ambición de ser objetivo o de mostrar una realidad más allá de la personal. Ahí está la diferencia entre periodismo narrativo que pasó a llamarse la crónica y la crónica. Porque en el fondo si la crónica pasó de llamarse así a llamarse periodismo narrativo es precisamente por esa disputa de cómo se aborda. Si uno analiza la escuela de Roberto Merino o María Moreno, verá que son cronistas pero no es periodismo narrativo lo que hacen y sin embargo sus textos circulan en los medios, en la prensa.
—El género estuvo claro desde el comienzo?
—Al escribir La caída del jaguar me planteaba que si volvía a la crónica después de casi diez años, no sería adoptando el género o el modelo 2015 o 2020 de la crónica, o sea, el del periodismo narrativo, porque no me sentía cómodo, me parece aburrido y que hay pocos autores de ese género que tegan un talento literario. Es un género que habilitó un 80% de investigación y poco de escritura, de los que publican periodismo narrativo hay veinte que tienen talento literario y se conocen quienes son. Hay mucha gente que hace periodismo narrativo pero hay poca que concentra la inquietud por escribir bien.
—Este es un trabajo en el cual la memoria asume un rol clave; recuperás acontecimientos que transitaste y el lector se encuentra no solo con el cronista actual sino con el joven militante. En ese sentido, ¿qué efectos considerás que tiene esa operación?
—Este es mi tercer libro de crónica pero es el que más relevancia le da a la experiencia que va desde mis veinte años hasta los cincuenta. Eso me hizo trabajar con herramientas literarias que vienen de la ficción, fundamentalmente la vinculación del tiempo con la memoria. En este caso eso me sirvió porque con un acontecimiento presente podría abordar un momento pasado. Me refiero a la militancia de finales de los ‘80 contra Pinochet y la militancia de finales del 2010 contra Piñera, ambas se oponen al orden neoliberal. Esa memoria me permitió unir todas estas cuestiones, por eso en el prólogo, Horacio González dice que se va uniendo presente y pasado. Esa herramienta es literaria, no es del periodismo, porque el periodismo es más de hechos y estos no son hechos, son subjetividades, es una memoria propia.

—En la confección del libro tuviste que recurrir a las redes sociales para hallar información confiable, entiendo que eso también habla de cómo está la situación de los medios de comunicación en Chile, ¿no?
—Lo que vive Chile es claro. La gente se preguntaba por qué la prensa a nivel masivo había sido incapaz de informar bien sobre el estallido social, esa pregunta se hacía en las redes y en la conversación pública. Al principio trataba de informarme por la televisión, pero aún siendo chileno y viajando una vez por año y estando interesado en la política, no entendía bien lo que pasaba. Mis amigos me recomendaron que me informara por la radio porque al menos ahí había hechos y menos posibilidad para mentir. Es que en la radio para opinar se precisa una retórica para sostener una determinada postura. Además en la televisión había mucha interpretación. Entonces me preguntaba por qué los periodistas y la prensa —porque hay que personalizar en los periodistas, no en los colegas— eran incapaces de informar acerca de un hecho que tenían ante sus narices. Y eso tenía que ver con la política porque el periodismo que explicaba el estallido social fue formado y modelado a través de lo que era el sistema binominal: dos grandes bloques, centroizquierda y centroderecha. Con ese esquema cualquier problema político tenía su explicación ya sea preguntando a gente de la centro izquierda o a gente de la centro derecha. Pero el estallido es un descontento contra esos dos sectores, por tanto los periodistas se quedaron sin fuentes y la pregunta fue “¿qué mierda hacemos?” Y ellos le siguieron preguntando a los mismos porque sino se quedaban sin la nota, no iban a acudir preguntar a un manifestante. No creo que haya sido mala intención lo que primó en la cobertura sino la desorientación sobre qué hacer ante esa circunstancia, desorientación que al día de hoy se mantiene.
—¿Qué impacto considerás que producirá esa descripción en tu gremio?
—Todavía el libro no se presentó en Chile pero creo que habrá lío, pero a la larga es una realidad. Llevamos trece meses y hay periodistas a los que les cuesta adaptarse a algo tan básico como que hubo un estallido. Puedes barrer debajo de la alfombra pero no lo puedes hacer ilimitadamente, y los periodistas de mi país piensan que se puede barrer indefinidamente debajo de la alfombra.
—¿Y del lado más progresista?
—El problema de la prensa de centroizquierda o progresista que está más en sintonía con el estallido, es que es una prensa no consecuente: le paga mal a sus trabajadores, le paga tarde o no le paga. Entonces es gente que dice estar del lado de los trabajadores pero en la práctica los precariza igual que un derechista o los precariza porque son jóvenes. Y los medios de derecha precarizan a sus trabajadores porque son grandes. No existe una cosa intermedia, no existe un discurso de medios que no sea tan de izquierda o que simplemente le pague a los trabajadores, no digo millonadas, pero sí salarios decentes que te permitan vivir.
Las grandes cosas que sucedieron en el estallido, los grandes aciertos, fueron registros audiovisuales, o de celular o de cámara como Primera línea o PiensaPrensa u Opal, que permiten hacerse una idea de lo que ocurre en la calle. Pero no es fácil encontrar un análisis de por qué pasa eso, y estoy hablando de los medios mejor intencionados que hay, pero son pequeños, no poseen tantos recursos. Entonces ellos tenían mejores imágenes porque la gente les empezó a mandar a sus cuentas sus videos, no a los canales tradicionales, al principio la gente escrachaba los canales, iba a sus puertas a exigirles a los periodistas que dijeran la verdad.
Con este estallido social estallan las elites, el viejo orden. Esto no lo puse en el libro, pero excepto la élite empresarial, el resto han sido deslegitimadas por la gente, y eso se ve en la votación del plebiscito.

—¿Cómo se juega la relación entre extranjería y localía al momento de cubrir un suceso en tu país natal pero en el cual ya no residís?
—Quiero aclarar algo y eso lo dice González, mi mirada es la de un extranjero que va a Chile pero en rigor no es extranjero, es chileno, pero se siente extranjero. Entonces hay una dualidad en donde yo me siento extranjero y chileno o porteño y santiaguino, sería más preciso decir. Pero no me siento ni de un lugar ni del otro, entonces hay una suerte de extrañamiento. Aquí podría funcionar lo que decía Saer respecto a Witold Gombrowicz, que tenía la perspectiva exterior para analizar el problema argentino. Pero a mi me pasa al revés: tengo la perspectiva interior, soy chileno, pero no vivo en Chile, sería una perspectiva de extrañamiento. El libro está repartido en dos partes, en la primera no viajé y en la segunda sí y creo que el efecto que se consigue se da por eso, porque estoy y no estoy. Al releer la crónica me daba cuenta que las partes en donde más pareciera que estoy en Chile son aquellas en las cuales estaba en Buenos Aires. Eso desplaza la idea que sostiene que con escribir desde el color local basta, la realidad es que no alcanza, por el contrario, cuando me confié del color local no metí tanto al lector en la manifestación.

—¿Cómo caraterizarías la posición del campo cultural o intelectual chileno, si es que tal cosa existe, en relación al estallido social?
—Si bien el campo cultural ha crecido mucho en términos de discusión aún le queda mucho camino por recorrer. Es muy difícil sentar a dos personas que piensen distinto sobre la literatura a discutir de literatura, es mucho más fácil la descalificación, la indignación fácil, sobre todo en las redes. Si uno analiza los libros que se produjeron en el último tiempo en Chile de escritores jóvenes incluso, hay mucha novela sobre la dictadura o ambientada en la dictadura, es decir, novelas sobre la memoria, pero aún no existe la gran novela de la Unidad Popular que fue el triunfo de un proyecto colectivo, socialista que llevó al poder a Salvador Allende. Hemos cultivado durante unos años una estética de la derrota como profecía autocumplida, no sé por qué no hablamos del triunfo, contamos la represión y no contamos la libertad en la novela. Hay una estética de la derrota en la novela chilena. Entiendo que la transición en Chile se alargó demasiado, pero esto genera un conformismo, un tener que acostumbrarse a la derrota, total vamos a perder. Escribir sobre el Golpe o acerca de los desaparecidos es escribir de la memoria, pero escribir sólo desde la memoria y olvidarte de hechos que posibilitaron el Golpe y la dictadura, es quedarse solo con una parte. Porque la dictadura no vino porque éramos infelices antes, vino porque eramos felices como sociedad, la gente más pobre tenía más recursos, era una sociedad más igualitaria, y nos acostumbramos a vivir en una sociedad más desigual. En el último año se ve en las secciones de columnistas de los medios la lógica de la concentración, la lógica neoliberal se repite. Siempre es la misma gente que escribe en todas partes, se ejerce una concentración de capital simbólico por parte de gente que se dice de izquierda pero a la cual no le llama la atención esa contradicción ¿No hay gente más capacitada? Yo se que sí hay, ocurre que no hay un terreno fértil para una discusión porque Chile no está preparado para una estética de la alegría, del triunfo, y el estallido social del ‘19 fue un triunfo, no fue la derrota. Hay un solo escritor que escribió un solo libro sobre el estallido social de Chile, fue Alberto Fuguet (Despachos del fin del mundo), por lo que yo tengo entendido. Y me hubiera gustado que escribieran otros. Un intelectual no puede solo firmar cartas bienpensantes, sin dar discusiones públicas. El escritor chileno que llega a cierto reconocimiento no da discusiones porque está a un nivel donde ese nivel le posibilita no discutir lo que piensa y escribe, es un delirio. Y el resto del campo literario cultural no le exige otra cosa porque encuentra que eso es legítimo: como haberse ganado el derecho a no responder, a no discutir. En el fondo el escritor chileno tiene que esforzarse en llegar y una vez que llega es muy difícil que lo bajen de ese lugar, total ya llegaste, eso es algo conformista.
—De todos modos existieron instancias de intervención por parte de escritores.
—Hay textos y gente muy brillante, destaco el trabajo de Nora Fernández y Galo Ghigliotto al organizar una asamblea de escritores a la que fui en noviembre del ‘19, eso fue muy valioso: éramos 120 escritores compartiendo nuestra mirada con respecto al estallido. Era un grupo conformado por gente que no coincidía del todo estéticamente, pero detecté que había escritores que estaban interesados en que pensemos desde la lógica de la derrota, la lógica del trabajador maltratado.
—Y en el libro señalás como un llamado de atención que la democracia pareciera que ya no es un sistema suficiente para garantizar los Derechos Humanos.
—A mí lo que más me llamó la atención es que en mi grupo al menos no se planteara una condena a la violación a los derechos humanos. Hablando con amigos de militancia en la década del ‘80, coincidimos en que nosotros militamos para conseguir una democracia que garantizara el respeto a los derechos humanos y eso era exigible. Creo que hay intelectuales que, como menciona Horacio González (en el prólogo del libro), son funcionales al poder, que apoyan el status quo. A mí no me parece mal que haya intelectuales funcionales, incluso me parecen necesarios porque todas las sociedades los tienen y el hecho de que sea tan clara su posición tanto en su obra literaria como en sus intervenciones clarifica el escenario. Prefiero eso a los tweets que dicen que hay que echar a Piñera pero nunca dicen por qué ni cómo.

—La plaza en tanto figuración y ambiente sigue presentándose como determinante pese al aforo virtual que habilitan las redes sociales
—Hay una frase que dice una figura política de la Concertación y es “protesta millennial inaceptable”. Pero el millenial por definición debería estar ocupado en otra cosa, no en la política. Tengamos en cuenta que la Plaza Italia era el lugar de las manifestaciones y cambió su nombre por el de Plaza Dignidad. Con respecto al ágora, hay un texto de Paul B. Preciado que está en Un departamento en Urano (Anagrama, 2019) donde dice que todos los movimientos de indignados se dieron en la plaza pública y ese territorio se disputaba con la policía. Preciado hablaba de otros indignados, de los surgidos por la crisis económica del 2008- 2009, donde la reunión equivalía a plaza pública.
Lo curioso es que en Chile la plaza pública que se tomó, pasó a ser un punto de llegada ya que antes era un lugar de reunión, un punto de partida y de ahí se bajaba hasta La Moneda. En esta ocasión el movimiento se invierte. El otro dato llamativo que aparece es que durante mucho tiempo fue el lugar de celebración, de triunfo no de derrota, ya sea cuando ganaba la selección con los hinchas de fútbol o se festejaba algún campeón de la Copa Libertadores. Pero en este caso los manifestantes tenían claro de qué clase de manifestación se trataba: no era un triunfo deportivo, era recuperar la dignidad ¿Y cómo la recuperan? cambiandole el nombre a una plaza. Italia le había puesto un Presidente dictador que creó la fuerza de carabineros. Si bien para Preciado la plaza es un lugar de disputa de los movimientos de indignados, llamar movimiento de indignados a lo que se movilizó en Chile sería minimizar el problema.
—Con el ojo el cronista puede captar aquello que será el contenido de su relato y a la vez era el lugar a donde apuntaban las armas de quienes reprimían la manifestación ¿Cómo se articuló ese dato de la experiencia física al momento de abordar este proceso?
—En términos de experiencia de escritura lo del ojo fue fundamental. De manera inconsciente esa pérdida de globos oculares o de ojos me hizo restituir esos ojos en una mirada que estuviera acorde y, espero haberme acercado, a las peticiones de esos manifestantes. Quise restituir la mirada de los manifestantes, una mirada que alguna vez perdieron ellos por acción de carabineros. En el fondo, quería entender al manifestante, no quería ser el manifestante. Estuve a dos cuadras de la Plaza Dignidad y podría ir pero no quise porque sorteé la tentación de escribir como manifestante, me parecía que era un lugar obsceno y que iba a empeorar la mirada. Mi mirada era de ex- manifestante. Tengo claro que es un movimiento cuyo promedio de edad es —según un estudio de la UC— de 33 años.

—¿La tapa del libro es de alguna manera elocuente sobre tu posición?
—La imagen de tapa fue fundamental. Es una obra de Bastián Cifuentes que es el fotógrafo de la Plaza Dignidad, él fue con su máscara y sacó fotos en todas las manifestaciones, vivía ahí. Vi sus fotos en Instagram y la imagen de un piedrazo de un manifestante solo frente a dos carros lanza aguas me hizo pensar “esta es una imagen que a mi me interesa” porque no están los carabineros, está el cuerpo institucional reflejado y el manifestante está de espalda. Entonces imaginé que esa molotov encendida que tira el manifestante es el libro y lo está tirando hacia Chile. Y otro elemento que me interesaba es la figura del anonimato. El manifestante en general no es es un cuerpo individual sumado a otro sino que es un cuerpo total, casi indivisible y por eso cuando dañan a uno dañan a otro. Hay reglas en la manifestación: no decir el apodo político, lo cual saberlo y no decirlo es algo muy difícil. En el anonimato no hay identidad. Un grupo de sociólogos intentó ver cómo estaban compuestos los grupos de primera línea que combatían a carabineros y descubrieron que había un gran componente de chicos que estaban en orfanatos a cargo del Estado del Servicio Nacional de Menores que en el fondo son cárceles mal administradas, imagino, lo que ocurre en todos los países. En una nota a PiensaPrensa uno de esos manifestantes dijo que ellos se enfrentaban a carabineros para que la gente pudiese protestar tranquila en Plaza Dignidad. Ellos sí ponían el cuerpo ¡que actitud tan noble! A la vez había gente que había sido educada en la universidad, se daba una simbiosis.

—El proceso político que atraviesa Chile no ha concluido, de hecho puede prolongarse al menos hasta 2022. ¿Cómo creés que se leerá este trabajo en el transcurso de esa metamorfosis del “modelo”?
—Es un libro contingente que de alguna manera demuestra la capacidad de un escritor para reaccionar ante un proceso que es complejo porque es político y que sucede en Chile. No es un terremoto, pero el elemento importante de este trabajo es el compromiso político que yo tengo con mi país. Había que leerlo como libro urgente y tenía un compromiso hasta político. A la vez es un texto que tiene méritos literarios, ensayísticos que pueden ser apreciados en 2021. Apuesto a dos lecturas completamente distintas: una contingente y otra que no lo es.

—En otra época te dedicaste a trabajar en la obra de Pedro Lemebel ¿Cómo aparece su figura en este nuevo contexto?
—Lemebel fue un escritor popular, en el sentido que encarnó los sueños y anhelos de ese pueblo que vivió una felicidad fugaz con el gobierno de la Unidad Popular. En ese sentido la gran novela de Unidad Popular puede ser la de Pedro Lemebel. El rescate que se hace de Lemebel está en esa épica porque elabora un recuerdo que va para atrás, avanza y retrocede. Un porcentaje elevado de los que leen libros lo conoce, entonces se convirtió en el escritor que mejor refleja lo que pasa en ese movimiento. Pienso que Lemebel escribiendo sobre el estallido social probablemente hubiese sido un gran fracaso. Es que hubiese tenido que hablar de dos triunfos, cuando eso ocurre un escritor se enreda porque el primer triunfo tiene la épica de ser el primero. Sí hubiese escrito de la disidencia, del vínculo presente-pasado y como proyecto le hubiese encantado. El escribía poniendo a la UP como un referente y a esos anhelos de justicia, de igualdad. Al principio me pregunté cómo lo hubiese abordado él. En mi caso Lemebel está presente en la concepción de la crónica, esa voz fuerte, donde no solo hay una estética, hay una ética, que es determinante y es ética muy sencilla: como dice Wos, situarse del lado correcto de la mecha. Lemebel siempre estuvo del lado correcto de la mecha y uso el termino correcto o incorrecto adrede. Por eso me llama la atención cuando hablan de intelectuales como Sebrelli que escriben y piensan pero están del lado incorrecto, están del lado del mal.
—¿Qué impresión te causó el prólogo de Horacio Gonzalez cuando lo leíste?
—La idea del prólogo se le ocurrió a Andrea Álvarez, editora de Hormigas Negras. Es un texto que me sorprendió porque hizo una lectura desde el lugar desde el cual escribí el libro. Eso lo pueden lograr los buenos lectores y Horacio González es un excelente lector, lee siempre más allá de lo registrado. Entendió muy claramente el fin último de esta crónica.
