En este ensayo inédito, el escritor Francisco Bitar, autor de Un accidente controlado (17grises), reflexiona sobre la relación entre el lector y su lámpara de lectura.
FRANCISCO BITAR

Dicen que el gran escritor (y gran lector) Elvio Gandolfo nunca sale de viaje sin una pequeña pinza en el bolsillo. Es un recaudo que viene de la vez en que, por encima de la cama en una habitación de hotel, el aplique de la lámpara no hacía contacto, desperfecto que se hubiera solucionado haciendo girar una pieza, con la herramienta adecuada. Su secreto, el de Gandolfo, se supo otra vez en que, en compañía de un par de escritores y de camino a un festival, un inspector aeroportuario lo detuvo luego de que sonara la alarma: no lo dejarían volar si se empecinaba en llevar consigo la pinza. Por lo que cuentan los presentes (y así me lo contaron a mí), en su vacilación, Elvio dejaba ver menos incomprensión o consternación que un verdadero dilema: parecía preguntarse si valía la pena viajar desarmado ante la posibilidad de pasar otra noche sin su lámpara de lectura.
Más de un análisis puede hacerse de la anécdota, entre los cuales hay uno que me toca de cerca: si, al vacilar, Gandolfo medía la necesidad de la pinza contra la del resto de su equipaje, es porque la importancia de la pinza era personal, mientras que la de sus bolsos y valijas suponía una necesidad de los otros. Esto significa: de todo lo que llevaba encima aquella vez, nada había más suyo, nada más importante quizá, que la pinza. Él cumpliría con todas las exigencias que le imponía aquel festival y con las cuales se había comprometido, a condición de que le permitieran recluirse al final del día bajo su lámpara de lectura. De otra manera, si no recibía su parte, no era negocio ceder ante los demás. Me gustaría atraer la atención sobre este punto, la importancia de la lámpara, pero no por la urgencia de leer (no fue un libro el motivo del dilema en Gandolfo) sino por la necesidad misma de una lámpara. Es importante asegurar la existencia de una lámpara porque, con su ayuda, se realiza la lectura; pero más importante es tener una lámpara por el hecho de tenerla. Porque en la lámpara no sólo está la lectura sino que, sobre todo, está uno mismo.

Quizá se deba a que noche tras noche construí ese espacio con cantidad de libros leídos, hasta hacer de su ámbito un campo de fuerzas, el caso es que basta pasar cerca de su radio, tenerlo a la vista incluso, para quedar capturado por su influencia. Su círculo no es uno que marca el perímetro de un trabajo, así como se podría, con su ayuda, arreglar un mecanismo pequeño o pintar el fuselaje de un modelo a escala. Justamente: su círculo se habita más allá de todo fin práctico, con el solo objeto de dejarse estar, o, debería decir, de dejarse ser. Que esa zona del dormitorio estuviera marcada por la huella de la lectura se debe a que leer de noche es justamente aquello que se hace con la asistencia exclusiva de uno mismo. Pero de tanto ir hacia ella con la lectura, la lámpara se ha independizado del libro.
Se me hace que su aspecto de habitación adentro de la habitación, de “rincón en el mundo”, delimita una zona más que un lugar, si es que una zona, como en la película, me transforma con solo entrar en ella. Así me pasa últimamente, cuando debo dejar la luz prendida durante la noche para auxiliar a mi hija menor, la bebé, pero no para leer mis libros: la disposición filosófica (la posibilidad de ser) continúa presente de mi lado de la cama, aunque la luz apunte a la pared. Con sólo verla, me permite soñar por adelantado con esos libros que están sobre la mesita de luz y que leeré en algún momento, lo que significa que los puedo considerar en su cercanía. Yo no estoy expulsado de la lectura porque no puedo leer: convivo todavía con ella porque nos movemos, los libros y yo, bajo el mismo techo lumínico.
En suma, una lámpara encendida sin un libro pero con un cuerpo debajo demuestra que para la lectura el libro es prescindible. A lo mejor, el modo más claro de cotejarlo sería invirtiendo la relación, es decir, cambiando la lectura de lugar: el mismo libro, leído en otro lado, tendrá otro sentido, limitado quizá a lo que el libro dice. A la lectura realizada bajo la lámpara, hay que agregarle una disposición especial que la vuelve más espesa, y que viene de la historia (de los libros ya leídos bajo su luz) y de las circunstancias habituales en las que se practica: en soledad y por la noche.

Porque la lámpara no sólo tiene que ver con un espacio sino también con un tiempo, aquel durante el cual el cuerpo se atempera y deja atrás, como dice Juan Manuel Inchauspe, la acumulación crujiente de horas quemadas para vivir. Esas horas se vivieron en el vértigo del tiempo ajeno, el del trabajo, y un poco más acá, el de la familia. La luz bajo la cual transcurrieron esas horas la recuerdo borrosa, lo mismo que el recuerdo de lo que fue el día, que se marea en la imagen de los días anteriores. Este otro sobre el cual pende la lámpara es en cambio el tiempo propio, y en él las pocas siluetas que quedan bajo su luz (mi cuerpo, ahora visible hasta la punta de los pies; el libro, si es que pongo uno por delante) se presentan firmes y definidas: seguras. En su duración, que va desde el final de las obligaciones al comienzo del sueño, se vive la euforia más o menos breve, más o menos eufórica, del tiempo liberado.
Y digo tiempo liberado porque, a diferencia de él, el tiempo libre es uno todavía vigilado, quizá más que el tiempo del trabajo. Cuando tengo media hora, desparramada acá y allá a lo largo del día, no sé muy bien qué hacer con ella, así que, presionado como me siento por aprovecharla, pongo esa media hora también a trabajar. Incluso si me entrego a perder ese tiempo libre, a no hacer nada con él, lo hago de modo planificado. Al tiempo de la lámpara, en cambio, llego liberado de toda ocupación, incluso de las de relleno. Se puede decir que la tarea del día consistió en llegar sin cuentas pendientes al final, de manera de dormir en paz; pero, de modo milagroso, me encuentro con este tiempo anterior al sueño que se vive bajo la lámpara, con total desfachatez. Ya no es necesario hacer nada para “ganarme” este tiempo. Es hora de bajar.
“En la lámpara no sólo está la lectura sino que, sobre todo, está uno mismo”

El tiempo de lo prohibido
Así, entre el día y lo más profundo de la noche, entre lo que está a la luz y lo que en breve se ocultará en las sombras, la lámpara de la lectura alumbra la franja exigua que se abre con lo obligatorio de un lado y lo prohibido del otro. Es lo apenas permitido, el lugar amenazado por excelencia, donde existimos. (¿Por qué es lo permitido más peligroso que lo prohibido? Porque lo prohibido está ya proscrito, mientras que lo permitido, que todavía no fue expulsado de lo posible, tiende a lo prohibido. Por eso el tiempo libre debe estar debidamente vigilado: para no hacer, con él, lo prohibido. Leer bajo la lámpara, durante mi tiempo liberado, supone lo permitido que, como tal, va hacia lo prohibido. El de la lámpara es el tiempo del crimen justo antes de producirse, en el momento de su planificación).
El tiempo liberado es entonces el tiempo propio, al que se podría aplicar la etiqueta que ya se le ocurrió a Barón Biza: por dentro todo está permitido. Y aquel adentro equivale para mí a lo vivido bajo lo que una lámpara encierra: mi cuerpo y el libro. Aquí adentro, mi libro y yo; allá afuera, la noche. Acá, la cueva donde un fuego arde; allá, el frío y las bestias hambrientas. Y, sin embargo, así como en la cueva reinaba todavía la preocupación de ser descubiertos y arrasados, y así, preocupados, se iban a dormir, también la lectura que se hace bajo la lámpara implica a la noche, aunque de un modo diferido, se diría, sedimentado. La lectura de la lámpara es una lectura alerta porque la noche todavía nos trae la posibilidad de lo que acecha en ella, el peligro, asimilado en mi instinto lector. La lectura de la lámpara es la que transforma ese miedo ancestral en un estado de alerta, aunque volcado sobre el libro. Así que acá están también las alarmas que saltan, los escapes preparados, las sirenas de ambulancias y patrulleros, partícipes, sin saberlo, de este momento.
“La soledad de este individuo, como cualquier otra, es la última de todas.”

La lectura de la lámpara, en suma, no sólo va hacia lo prohibido sino que además es la lectura alerta del peligro, ambos aspectos tomados de la noche, a la que la lámpara incluye. Si tuviera que ilustrarlo, que es justamente lo que trato de hacer, diría que la lámpara no hace símbolo con el vaso dado vuelta, que es lo primero que viene a la mente por estar la campana del foco de espaldas al cielo, protegiendo de lo que cae de él. Pero tampoco se corresponde con el vaso al derecho, el que recibe lo que viene de afuera. La lámpara es la dos cosas a la vez, la que da y recibe: es la que fluye, la fuente. Como tal, tiende a expandirse, a integrar lo que antes le pasaba por afuera para cobrar fuerza, a la vez que pone afuera lo que había adentro. Se vacía y se llena al mismo tiempo: pone el cuerpo o el libro afuera y pone a la noche adentro.
Todo lo demás duerme, nos dice la lámpara de la lectura. Pero si sabemos que todo duerme es porque hay uno solo que no se durmió y que puede dar cuenta de lo que está dormido. La soledad de este individuo, como cualquier otra, es la última de todas. De hecho, no hay soledad que no sea extrema en términos históricos, desde que la soledad está justo en el borde, como la consecuencia de una rareza personal llevada hasta las últimas consecuencias (en este caso hablamos del último ejemplar vivo de lo que fue este día: al dormirse, con su desaparición, el día entero dejará de existir. Por eso la soledad es siempre la del último ejemplar de una especie en extinción: con él desaparecerá toda una etapa, por breve que sea, de la que ese ejemplar funciona como resumen).
Decía: todo lo demás duerme salvo el último de todos, quien puede resumir lo que quedó atrás. Este último ejemplar, que está rodeado de las ruinas dormidas del día, ¿quién es? La lámpara todavía encendida, la que arderá hasta muy tarde, es la que pertenece al poeta. Así lo vemos en “Elegía mayor a John Donne”, poema en el que Joseph Brodsky, quien escribiría un obituario también inagotable a Nadiezhda Mandelstam para sus formidables memorias, profiere una larga ennumeración de lo que duerme, y que va desde el piso bajo el cual el poeta sueña su último sueño hasta los confines mismos de Londres. Y aún así, sus más de doscientos versos de objetos agregados uno al otro no llaman la atención sobre su propia proliferación, sobre lo que se mueve y en su expansión incluye nuevos objetos durmientes, sino justamente sobre lo que no se incluye en ella: sobre su excepción. Eso que permanece inmóvil en lo que se mueve hacia afuera qué cosa será sino lo que está en el centro, de donde todo sale y adonde, me imagino, hay una lámpara encendida.
Con todo, no parece haber en este individuo que entra en la luz, nada parecido a la densidad trágica que hay en un elegido. Es cierto, la noche le pertenece con sólo activar el interruptor, pero él no se ve obligado a hacer nada al respecto más que dejarla estar a su lado, respirando. En cuanto al día, representa en realidad la parte ajena, su prehistoria. Un tiempo anterior al verdadero, que ya se abre por delante: la historia que empezará ahora mismo, cuando no queden dudas de que todo lo demás duerme y la fiesta para uno por fin pueda comenzar.