La leyenda de Zelarayán
“Ese maldito canario” reúne fragmentos dispersos, entrevistas y anotaciones de Ricardo Zelarayán, autor de “Lata peinada” y “La obsesión del espacio”.
FLAVIO LO PRESTI

La leyenda de Ricardo Zelarayán entronca perfectamente con el panteón de melancólicos que en Héroes sin atributos construye Julio Premat con una serie de campeones de distintas formas de renuncia. Ese maldito canario registra zonas de esa biografía en pedazos de Zelarayán que van en esa dirección: entrerriano federalista y fijado en una posición de derrota histórica (en estos “restos” de su obra se repite varias veces la referencia a la triple derrota que significaron para Entre Ríos las muertes de Ramírez, Urquiza y López Jordán después de sus rebeliones contra Buenos Aires), especie de visitante sin residencia en el territorio enemigo de Buenos Aires, Zelarayán se desinteresó de su condición de autor hasta el punto de que esa condición fue asumida por la insistencia ajena, tanto de Norberto Soares (escritor y periodista de Primera Plana que le publicó un poema para “conseguirle un editor” a riesgo de romper una regla básica del periodismo cultural: que exista una obra en estado público sobre la que hablar) como de Oscar Masotta y, también, de los editores de Corregidor, que terminaron publicando La obsesión del espacio.

El destino de esos libros –después de una reticencia obstinada y fundamentada en una desconfianza (casi un desprecio) de la institución literaria– era la pérdida, la desaparición, el mito de lo inconcluso, pero como se encarga de señalar Osvaldo Aguirre en el prólogo, no por imposibilidad, por falta de trabajo, sino porque (como es claro en el caso de la legendaria Lata peinada) los mismos proyectos de Zelarayán estaban destinados a sabotear la dirección de una obra legible bajo las convenciones que se propuso erosionar, entre ellas la distinción entre prosa y poesía (la obsesión musical de Zelarayán lo llevaba a considerar una corriente interior de cada persona que se traducía en una música verbal, capaz de asomar incluso contra los diques de la represión) y la forma imposiblemente “aburrida” de la novela (que, por otra parte, era incapaz de escribir según propia confesión: “Además, yo no puedo escribir como Stephen King. No puedo hacer un best-séller. No me sale, no hay caso”).
Ese maldito canario se hace cargo de estos “restos” de la hiperproductividad a la que condenó a Zelarayán la autoexigencia, el vagar, la condición melancólica que le permitiría incorporarse a esos héroes sin atributos de Premat (en particular al maestro moral de Zelarayán, Macedonio Fernández, una de las fuentes de esa rareza en retirada que Piglia le atribuyó a la serie literaria argentina) con grandes ventajas: el espectáculo fastuoso (también abstruso, pero siempre atento a la cadencia interior de la que hablaba Zelarayán, algo perceptible en cualquier pasaje) del estilo de Lata peinada, de la que se recogen extensos fragmentos; el proceso de construcción de un idioma que tuvo la voluntad de abarcar la lengua nacional, que es muy visible en Lata peinada pero cuya cocina se puede ver en una serie de anotaciones hilarantes de la lengua argentina viva (“que Dios me perdone, pero ese debería haber nacido mellizo y morirse él”; “Dios inventó a los gallegos porque los burros no podían subir las escaleras”; “lo saludé y no era. A mí también a veces me saludan y no soy”); la lúcida voz de Zelarayán en entrevistas en las que aclara su poética (a su manera sinuosa); finalmente, un par de relatos que uno tendería a comparar (por dar un ejemplo) con Guimarães Rosa, una acción que nos valdría la reprimenda que Zelarayán registra haberle hecho a Piglia: ¿no podés leer algo sin compararlo con otra cosa?