Luis Gusmán, autor de Epitafios y La música de Frankie, lee los escritos sobre arte del gran pintor argentino Eduardo Stupía.
Luis Gusmán

La compilación de artículos, intervenciones, notas periodísticas y conversaciones reunidas por Eduardo Stupía deparan al lector más de una inquietud. No sólo por lo que insinúa desde el título (Líneas como culebras. Pinceles como perros), sino por aquello de lo que de hecho se ocupa y por la manera que elige para activar su materia. Se trata de un conjunto de materiales y textos sobre arte escritos por Eduardo Stupía a lo largo de 32 años, entre 1986 y 2018.
Un paneo general sobre el índice del volumen permite ver a un artista comprometido en reflexionar sobre cuestiones que no sólo afectan al campo de la pintura. De hecho, en el libro se pueden encontrar un artículo dedicado a Héctor Libertella y el texto de la presentación de El trabajo de los ojos de Mercedes Halfon, lo que da cuenta no sólo de su sensibilidad sino también de su interés por la cuestión literaria. El título de la sección en que aparecen, “Resistencia, amague y desvío”, habla de su posioción política en el campo de la estética y remiten a una manera de no ir directamente al asunto, de operar por mediación, esquivando la moraleja y la moralina; pero también de la determinación de reconocerse en una poética que define el estilo como desviación de la norma. “Por cierto —dice como al pasar Stupía— las palabras podrán parecernos domesticadas, pero nunca pierden su anárquica autonomía …, y a la vez no solo están en permanente tensión rupturista con las condiciones de ese mismo campo, sino que aparecen donde allí donde menos uno lo espera…”. Y tiene razón: se trata en efecto de vencer la resistencia de un campo estereotipado; ya sea por el desvío o por el desplazamiento, el libro de Stupía culebrea.

El primer movimiento serpenteante se dibuja en la letra del prólogo, donde el autor cuenta cómo se hizo pintor. Así como muchos escritores empezaron dibujando y terminaron escribiendo, Stupía parece haber hecho el camino inverso: comenzó por estudiar letras y terminó ingresando en la Escuela de Bellas Artes Manuel Belgrano. En ese prólogo aparecen de inmediato los perros. Sin duda, una prosopopeya. Una figura inusual para hablar de los pinceles: “Alguna vez, en alguna mañana perdida del taller, de repente vi con toda claridad, que los viejos y usados pinceles que se apretujaban como un ramillete en una lata oxidada eran mis perros, mascotas antes agiles y vivaces que muchas veces me habían contagiado a mí, de agilidad y vivacidad y que ahora estaban ahí, muertos de hambre, resecos, o pegoteados, dignos de piedad degastados en su pelambre —otrora pulposa, jocunda, utilitaria, ahora rala y apolillada—, caídos para siempre de los amorosos uso del oficio”. Los pinceles hablan, aúllan su inutilidad y no habría ninguna remesa de pinceles nuevos amenazando con remplazarlos. Son inútiles, pero de todos modos van a pedurar incluso más allá del pintor y de los cuadros. Son partes del oficio, no son mano de obra desocupada, son los dedos del pintor. Se autonomizan, son un instrumento donde queda el rastro no de la pintura sino de lo pintado. En eso radica su fidelidad perruna, su inhumana compañía. Son guardianes de lo que su dueño ha hecho y ya no puede borrar: la obra como experiencia.
La culebra se opone al pincel. Es otra figura de estilo. Stupía la introduce al narrar cómo cierta vez vio en una heladera un cartelito que decía “Cuidado con las culebras. Tres incisiones eran inocuas, dos, eran mortales. Un pequeño dibujo. Pero una incisión menos era mortal”. Es una nota de advertencia. La culebra es la línea escrita. Venenosa, porque es —como afirma Stupía— “un dibujo envenado de descontrol y, fin de mundo, el fin teatral del mundito bidimensional donde sí uno podría ilusionarse con ser el domador capaz de quitarle los dientes a esos cuerpitos finitos, negros y pirañeros”.
Como bien dice John Berger en Poesía. La voz del poeta, el dibujo tiene mucho que ver con la letra. El trazo es parte de la mano. La letra no depende del lápiz o de la pluma; es un cuerpo viviente y autónomo. Con estas figuras, el pintor escudriña las dos vocaciones que lo marcan desde su infancia: dibujar y escribir.

De los tantos y tan buenos artículos reunidos en el libro de Stupía, la extensión del comentario me obliga a elegir tres. Dos de ellos, “La farsa inmortal de Hermenegildo Sabat” y “El teatro de los materiales de Antonio Berni”, pertenecen a la sección que piensa la política como eco; no el eco como repetición sino como susurro del lenguaje; el tercero se titula “La inadecuación avasallante de Luis Felipe Noé” y se encuentra en la sección denominada “El tiempo”.
En el texto sobre Sabat hay un fragmento en el que lo compara con Honoré Daumier o con George Grosz, y deja entender que, quienes fueron retratados o se hicieron retratar, personajes públicos, celebridades, en esa notoriedad pública siempre perecedera, sólo fueron eventualidades en el desarrollo de un estilo gráfico. De ese modo, Stupía prueba que en realidad Sabat no es un caricaturista; es más que un caricaturista justamente porque, “cuando los nombres y referencias hayan perdido todo sentido, el arte mayor de Hermenegildo Sabat los habrá hecho verdaderamente inmortales”.
En el escrito sobre Berni, Stupia comienza trata a Juanito Laguna como personaje. Diría incluso que no es fácil encontrar en un texto literario mejor definición de un personaje que la que presenta este texto sobre pintura que insiste en seguir la línea del desvío y del desplazamiento. Primero, separa la fábula de la moraleja: Juanito no tiene moraleja. Más que un refrente histórico es un personaje. Es ese hecho el que en efecto lo vuelve “… por lo tanto tan actual”. Es la materialidad usada por Berni la que da realidad a ese imaginario teatro. El artificio crea el efecto de realidad, al aparecer siempre sus personajes rodeados de envases de lavandina, flores de plástico, retratos de Ceferino Namuncurá o un cartel que confirma el guiño artístico casi joyceano: “El mundo de la construcción”.
En el texto dedicado al trabajo de Noé, Stupía se ocupa de cómo lo inadecuado (lo extraño) de una obra da la pauta de su actualidad. Interpretando el criterio de curaduría de una exposición de Noé, imagina la organización de un arca, una nave capaz de resistir un diluvio en que cada cuadro es una especie a salvar, pero sin olvidar que cada especie es una forma de evolución que arrastra cambios y transformaciones encadenadas unas a otras como en un proyecto siempre en construcción.
Los tres trabajos dan en síntesis el perfil de una visión política del arte enfrentada con las estéticas del realismo referencial y con el biografismo como régimen de autorización de la valoración artística. Si el libro está hecho de perros, culebras y muecas gombrocianas es justamente para no caer en ninguna de esas dos trampas. Como concluye en su prólogo, Stupía escribe desde “un punto de vista equidistante entre el colmillo inocente y la mordedura terminal, entre la sustancia envenenada y el pensamiento como antídoto”.
