El mito trágico de Diego Armando Maradona

MAXIMILIANO CRESPI

“La gloria de lo divino que cae sobre la figura del héroe está extrañamente mezclada con la sombra de la mortalidad”. La frase, tomada de Los Héroes Griegos (Atalanta), el lúcido libro de Karl Kérenyi, subraya el carácter singular de esas entidades excepcionales a las que la imaginación de un pueblo encumbra e incorpora para conjurar las contradicciones, los sueños y los miedos, los desoes y la frustración que asolan los días de los hombres. Están ahí para afirmar el imposible. Y, en tanto operadores de lo imposible, son objeto de un culto y una veneración especial.

En Argentina, no son muchas las figuras que han sido elevadas a esa épica y trágica condición. Junto a la de “Charly” García, la de Diego Armando Maradona puede contarse sin duda entre la más recientes. El conjunto de proezas, que podríamos llamar “obra”, ligado a una disposición anímica de carácter agónico y sacrificial (que superpone insensatez y genialidad, coraje y temeridad), se producen en espacios específicos, pero de manera tal que los trasciende impregnando todas las esferas de la vida social. El modelo es irreversible: una vez instalada la figuración heroica no se puede deshacer. Pero es también incontenible dentro de un campo cerrado: la condición heroica se abre paso ligando escenas y alimentando espacios de imaginación. 
Se dice por ahí que César Aira dijo una vez y con atento descuido: “A Maradona se lo respeta como drogadicto, a nadie la importa lo que haga dentro de una cancha”. Y Rodolfo Fogwill, cuya prosa elegante y cuya presta incorrección encubren bastante mal su falta de imaginación, lo describió una vez como un “dios de pacotilla”, acaso creyendo que la alusión a la paca con que los marineros más pobres armaban su equipaje sería una referencia adecuada para su desprecio. Pero, aun fuera de la zona de confort de sus consumos culturales y haciendo aflorar rasgos indelebles de su ideología, Beatriz Sarlo tuvo que admitir amargamente que ese “gordo y balbuceante que hoy muestran las pantallas, emotivo, sentimental y truculento, no puede desvanecer la figura del mito heroico”. Escurriendo un poco el paño se podría decir que sendos ejemplos parecen asentados en la misma convicción de que la identificación popular con la figura heroica maradoniana tendría que ver con que en su semblante mítico se alimente algo así como una falsa ilusión, la de “un espejo de la felicidad” que simulaba desafiar aquello que en cierto modo refrendaba. Hasta ahí llega esa mirada, la mirada liberal, que se repliega reactiva ante lo intratable.

Del otro lado de la vida, la descripción del héroe y su encantamiento ponen en evidencia hasta qué punto esos argumentos están ciertamente equivocados en su manera de tener razón. Roberto Fontanarrosa dijo alguna vez que más importante que lo que hizo con su propia vida es lo que Maradona fue capaz de hacer en las nuestras. Y, sin ir más lejos, David Viñas, que no prodigaba por Maradona un especial aprecio, se ayudaba a pensar la lógica del dominio de la perspectiva narrativa del liberalismo burgués del siglo xix con la capacidad sobre la que el 10 elabora sus proezas: en una memorable clase sobre la obra de Rodolfo Walsh (que todavía puede consultarse en Youtube), al describir las características de los relatos y los mapas de Variaciones en rojo y vincularlos con el procedimiento propio del narrador romántico del siglo xix, dice —cito resumiendo y de memoria— que “poner una escena ‘en planta’ tiene una doble función: hacia el lector, explica; sobre el narrador, afirma una perspectiva privilegiada, un dominio del espacio, un monopolio en la perspectiva, a vuelo de pájaro, visto desde arriba, al igual que Maradona, que es grande porque tiene la genialidad de ver su propio partido, el que está jugando, desde donde está y desde arriba, de manera que sabe dónde se crean los espacios para hacer correr la pelota y así tiene una concepción privilegiada del juego que se está haciendo. Por eso es Maradona, ¿no?”. Lo que en esa percepción que Viñas remonta al narrador de El matadero de Echeverría es un desdoblamiento atribuible a la figura heroica: la de un ser que pisa el barro de la historia pero que, por momentos, puede acceder a la perspectiva divina para luego hacer algo imposible. Alguien atado a una doble participación en falta: una vida desgarrada (ni del todo humano ni del todo inhumano); una condición en crisis (que no lo libera ni le permite renunciar).

San Petesburgo, Rusia, 2018. Diego Armando Maradona en el partido de Argentina- Nigeria en el Mundial de Rusia. (Ph. Julian Finney/Getty Images)

Otro ejemplo es el de María Moreno, en especial cuando lee con irreverencia plebeya la “carne performativa” del héroe en el flujo de una mutación incesante como un signo de su trascendencia. El héroe no está ligado al cuerpo deportivo sino lo está a la vez a la resonancia autodestructiva (que es inseparable de la escena sacrificial que lo ha ungido) y la degradación que es el contrapeso de sus proezas y a la que “se asiste como a un espectáculo popular: zapán de embarazo a término y carrillos inflados por la retención de líquidos propia del insumo de cocaína; o zapán y carrillos hinchados por los módicos sustitutos, siempre ricos en colesterol, abastecidos por las clínicas progres. O bucles de querubín de techo y remera con la cara del Che, cuyo rostro parece también inflarse por la superficie que debe contener. O pelo oxigenado, arito y discurso místico en versión berreta. Y, siempre, con un fondo de orgías en donde la prensa hace de libertino y permite sospechar a través de sus conclusiones algún partenaire del mismo sexo”. 

El héroe —recuerda con acierto Kérenyi— no es un dios porque trayendo lo imposible a la tierra ha pagado con el exilio divino. Pero tampoco es un hombre porque su condena ha sido desafiar a la humanidad misma. El héroe está asediado por la soledad porque a su lado nadie puede vivir como un par; en razón de eso, su manera de vivir es casi una manera de solicitar la venia del suicidio. En él conviven, como en un imposible, las proezas y las miserias, la excelencia y la procacidad. Ahí anuda el lazo entrañable de lo popular. Lo que el pueblo ama en Maradona, ese héroe en el que afloran la picaresca, la astucia justiciera y la doble moral, la mueca burlona y la psicología complaciente, el tono pendenciero e insolente y la discriminación asentada en microfascismos diversos, es que toda proeza extraordinaria implica siempre un sacrificio desmesurado, que toda precipitación al goce implica a la vez una pérdida irreparable. Por eso los héroes mueren y por eso, como dice Kérenyi, paradójicamente, la muerte les restituye a la vez una vitalidad imborrable en la memoria.
Hoy el héroe ha muerto; las proezas ya se han vuelto inmortales. Ante los ojos del pueblo se consagra un nuevo dios.

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