Elogiado por César Aira y por Luis Chitarroni, Denton Welch es un autor fascinante. La publicación de los cuentos de “Bravo & Cruel” es una ocasión para sumergirse en la obra de un maestro del estilo.
DIEGO ERLAN

Antes del fin solía sentarme en los cafés a leer o conversar con amigos. Nada mejor que transformar el tiempo que se pasa en esas mesas en algo incierto: irrelevante y expectante a la vez. Joseph Roth, que tenía la costumbre de convertir esas mesas en su lugar de trabajo, decía que salir del café era como despertarse en medio de un sueño. Me acuerdo, entonces, como si fuera un sueño, aquella vez que me encontré con Luis Chitarroni, a media tarde, en un café de Belgrano. Por las tardes, a la espera de algún encuentro, yo siempre leía los artículos del diario que no había podido leer por la mañana. Esa vez leí en detalle las circunstancias en torno al hundimiento del crucero italiano Costa Concordia, y Chitarroni me encontró cuando me divertía con una de tantas frases subrayables del capitán Francesco Schettino: “No abandonaba el barco sino que me tropecé y caí en el bote salvavidas”. Mientras acomodaba la silla para sentarse a la mesa, le dije a Luis que ese personaje me parecía fascinante. “No se puede creer”, asintió, y empezamos a hablar de nuestra obsesión con los naufragios, con los hombres perdidos en medio del mar o que llegan a una isla desierta. Podría armarse una antología con relatos de naufragios o de náufragos –sugirió Chitarroni–, la literatura inglesa está plagada, pero uno de los que más escribió sobre ellos fue Julio Verne. De esta manera –siguió– podrían analizarse los diferentes tópicos en los naufragios, las exploraciones en las islas, porque según Chitarroni este tipo de relatos tienen mucho de las novelas de piratas. En algún momento hablamos de la novela que él había editado, El hombre que cayó al mar, y me acordé que había otra, muy similar, de Silvina Ocampo y él asintió: La promesa, dos personas abandonadas a su suerte en medio del océano.

No cabe duda de que una de las imágenes más potentes de náufragos es la de Géricault en La balsa de la Medusa: la desolación se advierte en la estructura de la imagen, en los colores utilizados, en el detalle casi imperceptible del barco que aparece en la penumbra del vértice superior derecho y el viento que los arrastra hacia otro lado. No podemos negar, tampoco, la tradición de pintura inglesa, como el naufragio que pintó Turner en 1805: unos botes agitados por un mar embravecido. “Podría armarse una antología ilustrada sin problemas”, agregó Chitarroni, y ya conseguíamos imaginarla como se imaginan los proyectos en las charlas de café: simples, perfectos y de una necesidad inapelable. Y como suele suceder en esas mismas charlas en algún momento siempre terminamos citando a Eliot para decir que llegar a un final es empezar y en el principio estaba la delirante historia de Schettino y todo delirio nos conduce hasta Aira.

Aquella tarde yo acababa de terminar de leer El náufrago que empezaba de esta manera: “Un náufrago se hallaba solo en una isla, desde hacía un tiempo, no habría podido decir cuánto porque había perdido la cuenta. Tampoco podía decir si realmente era una isla. Había llegado a tierra por la playa frente a la cual seguía estacionado pasados los días, las semanas de esos días sin nombre ni número, quizás los meses”. Un comienzo inquietante que sigue con una reflexión sobre el arte que llega a un punto donde el protagonista tiene un encuentro lyncheano: “Tenía la costumbre de caminar un rato por la orilla antes de zambullirse, y esa vez, cuando había recorrido unos cientos de metros, encontró en la arena un pie humano, seccionado, descansando de lado en la arena”. Era un elemento inquietante que me llevaba a pensar en el caballo con montura que aparece suelto en algún momento de El desierto de los tártaros, de Dino Buzzati: como el indicio de que hay alguien más en ese lugar. Esa aparición era el clímax de la novela pero también su punto de fuga: como si él no supiera cómo sostener esa tensión, y enseguida pasa la acción a los balcones de la ciudad en las fiestas de fin de año. “Es como si César quisiera escapar de sus propias historias”, le dije a Chitarroni y me confió que a Aira le encantan los comienzos, que alguna vez le había confesado que tiene diez comienzos de novela, pero no puede seguir con ninguna. “Se esmera en los comienzos pero no en los finales, pero más allá de eso la inteligenia de Aira está por encima de su estilo, ¿no?”, dijo Chitarroni y en seguida, como se suceden las conversaciones de café, que se pasa de un autor a otro, me preguntó si conocía a Denton Welch.

Nunca lo había leído y me recomendó empezar por En la juventud está el placer. Los puntos parecen conectarse de manera casual, porque justamente Aira sostiene que Welch es uno de esos autores que se descubren personalmente o en la forma de recomendación confidencial, por lo bajo, como un secreto que se confía a los iniciados. No lo sabíamos aquella tarde, pero años después, Chitarroni prologaría Bravo & Cruel, los cuentos cuyas pruebas Welch terminaría de corregir pero no alcanzaría a ver publicado. Es fascinante poder ver de qué manera Welch construye esas escenas de su vida cargadas de simpleza sin perder densidad.

Según Chitarroni, el sistema que Welch parece inventar, de una sencillez conmovedora, es el de hacer oraciones claras, inconfundibles y coleccionarlas en páginas perfectas. Sus textos pueden servir para una clase de escritura. La precisión es uno de los atributos que le admiraba Aira. Cada situación narrada pareciera tener su fórmula ideal. Esa precisión que menciona Aira no se aplica tanto a una gama determinada de percepciones sino al encadenamiento que las hizo sucederse cuando tenían lugar. Los detalles son importantes, desde luego, pero el virtuosismo de Welch, observa Aira, se luce en la reconstrucción, a veinte años de distancia, no de un salón o una lapicera sino de lo que sucedió una tarde, con cada uno de sus desplazamientos y los estados de ánimo que los acompañaron o provocaron y las palabras pronunciadas, y los gestos y las miradas. Decíamos antes que en nuestras conversaciones siempre se vuelve a Eliot y podría decirse que en Welch, “cada frase, cada oración, es fin y es principio”. En el recuerdo de aquella tarde en la que Chitarroni me recomendó leer a Denton Welch ocurre lo mismo.