De la serie “Carmel” a Francis Scott Fitzgerald y Dominck Dunne, las historias de asesinatos en las clases más ricas fascinan porque permiten vislumbrar las redes de poder que manejan

LUJÁN STASEVICIUS

¿Qué tienen en común la serie The Undoing de HBO, el reciente documental de Netflix sobre el caso María Marta García Belsunce, El gran Gatsby, y A Season in Purgatory, la novela de Dominick Dunne? En primera medida, lo obvio: gente escandalosamente privilegiada echando mano a recursos inimaginables para los que no somos el 1% . En efecto, todos estos relatos nos seducen prometiendo regalarnos la posibilidad de vislumbrar durante lo que dura un parpadeo qué y cómo hacen las cosas “esa gente”. Además, y a qué negarlo, el hecho de que fracasen y no entiendan por qué nos reconforta estúpidamente.

La comparación tradicional empareja a Dominick Dunne con Truman Capote. Es cierto, leer sus crónicas para Vanity Fair es hacer un tour por los crímenes y juicios más famosos de la segunda mitad del siglo xx en Estados Unidos. Sin embargo, comparar a Dunne con Francis Scott Fitzgerald tampoco sería ocioso, como lo demuestran casi todas las contratapas de sus libros. Ambos escriben sobre una clase que los acepta, no sin recelo. Sin embargo, Dominick nunca será Francis, porque bueno, casi nadie es Fitzgerald. Dunne a su lado es una versión sofisticada de un programa de chimentos, con la destreza narrativa y creativa del que sabe porque estuvo. De hecho, su alter ego en la novela que publicó meses antes de morir, Too Much Money (2009), padece el ostracismo del que ha hecho públicas demasiadas infidencias.

Dominick Dunne

Tanto en El gran Gatsby (1925) como en A Season in Purgatory (1993) la narrativa explora qué pasa cuando la placidez en la que viven los que no tienen que preocuparse cómo vivir se ve invadida por un recordatorio de su categoría de ciudadanos, una suerte de memento normalis. En la novela de Fitzgerald es un accidente de coche. En la de Dunne, un confuso episodio –siempre son confusos para los perpetradores– que termina con la vida de Winifred Utley, una preadolescente de clase baja que es asesinada luego de intentar ser violada. Suena a Catamarca, pero no. O sí.

Si bien la novela reconstruye oblicuamente el crimen real de Martha Moxley de 1975 –de hecho, la publicación del libro reinstauró el interés por el caso a tal punto que la investigación se reabrió–, es claro que lo que está aquí en primer plano no es el asesinato en sí, sino el modus operandi de la familia afectada frente al escándalo indeseado. La trama gira alrededor de los Bradley, una familia de nuevos ricos de origen irlandés –referencia intencional y para nada velada a los Kennedy– en la época en que los irlandeses dejaban apenas de ser discriminados. Sus negocios y el origen de su fortuna son poco claros, pero mucho más prósperos que los de las dinastías tradicionales. El narrador, Harrison Burns, es un outsider que obtiene su pasaporte de clase por haber sido becado en el mismo internado al que asiste Constant, el joven heredero de los Bradley. Harrison y Constant se vuelven amigos íntimos, pero pierden contacto después del verano en el que Winifred muere.
Luego de aceptar que papá Bradley pague su educación universitaria en una Ivy League –una inversión de millones de dólares en USA, y me encantaría estar exagerando– a cambio de su silencio, y de establecerse como escritor por derecho propio, Harrison decide, no sin tribulaciones, contar su verdad. De este modo, y décadas después, acusa públicamente a Constant –que ahora descolla en una carrera política meteórica, con aires incluso presidenciales– de perpetrar el crimen de la joven. La trama comienza durante el juicio, e intercala flashbacks de aquel fatídico verano. No es esta novela un whodunnit; es claro que Constant es culpable. El tema aquí son las redes de poder que los Bradley manejan, ejecutan y abusan para favorecer sus planes. 

Como Harrison, la condición de outsider de Dunne lo hace un experto en mostrar qué nos puede interesar de las nimiedades de la vida diaria en la opulencia. En eso se diferencia de Fitzgerald, quien a este tipo de detalles le daba mucha menos importancia, quizás por normalizarlos. En el caso de Dunne, el asesinato es casi una excusa para poder fisgonear en los modus operandi de una clase que, de otra manera, sólo veríamos a través de lo que nos eligen mostrar.
Es verdad, Dunne no es Fitzgerald. No tiene el estatuto de un clásico, ni su prosa será nunca acreedora de premios de prestigio. Por suerte, porque este escritor sí mete las manos en el tanque séptico y nos muestra lo que encuentra, en lugar de describir el nauseabundo olor desde una sana distancia.

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