Amor brujo
Desde el psicoanálisis, en su nuevo libro Alexandra Kohan se propone pensar sobre ese tema incierto y fascinante: el amor.
VIRGINIA COSIN

Al comienzo de Y sin embargo el amor, el libro de Alexandra Kohan, están las dedicatorias. Al final hay una larga lista de agradecimientos. A cada uno de los capítulos le preceden varios epígrafes y entreveradas con la escritura, en el cuerpo principal del texto, encontramos una multiplicidad de citas: poemas, canciones, tuits, conversaciones, cuentos, ensayos.
Hay ya algo en la forma del libro que habla de su carácter abierto, capilar, dialógico y amoroso, incluso podemos advertirlo antes de empezar a leer su contenido. Y sin embargo el amor no es un texto fragmentario del modo en que lo es Fragmentos de un discurso amoroso, de Roland Barthes, pero es, a su modo, aunque parezca estar organizado de forma tradicional (capítulo I, capítulo II, y así) un libro múltiple, musical, un libro origami –como dice en la solapa posterior Diana Sperling– un libro collage, un libro palimpsesto, en el que se dan cita Platón, Freud, Lacan, Anne Dufourmantelle, Fito Páez, Roland Barthes, Jean Allouch, Jorge Jinkis, Daft Punk, Anne Carson, entre muchos otros.

El texto de Alexandra Kohan teje un entramado compuesto por voces con las que dialoga y a las que hace dialogar entre sí porque el tema sobre el que escribe es, ni más ni menos, el amor y lo que nos va a decir es que no hay modo de apuntar una flecha en una sola dirección, ni hay flecha que de en el blanco, porque no hay blanco, no hay centro, no hay saber sobre el amor –de ahí el elogio de lo incierto del subtítulo–. De modo que para hablar sobre el amor no queda más remedio que dar rodeos.
Y en este punto lo primero que una reseña sobre este libro debería hacer, me parece, es advertir al lector que no encontrará en él recetas para ser feliz. No encontrará tips para tener una relación sana, ni consejos sobre cómo detectar un partenaire tóxico, ni protocolos sobre cómo deben comportarse los hombres o las mujeres que inician un vínculo.
No encontrará, entonces, tranquilidad de conciencia, ni certezas sobre lo que está bien y está mal, ni consejos “para sentirse mejor con usted misma/o”. En cambio esta lectura pondrá en marcha un flujo de asociaciones, activará el pensar (y el placer). Porque eso es lo que propone Alexandra: pensar. Y lo hace desde una práctica, la del psicoanálisis. Eso significa que el lugar desde el que parte es el de un saber que no sabe qué sabe y que avanza en zig zag. Nos dice: el estallido, la revolución y el escándalo que suscitó el descubrimiento freudiano del inconsciente en su época, continúa, en ésta, resistiéndose. Hay una resistencia a comprender que no somos dueños de nosotros mismos, que no siempre sabemos qué queremos, que no somos sujetos de la voluntad, que nuestro deseo está fuera de nuestro dominio, que estamos tironeados por fuerzas que se oponen entre sí y no siempre es posible decidir por “nuestro propio bien”.

Kohan empieza situándose en el entre dos que es la escena de la transferencia analítica, ese vínculo en donde lo erótico, la presencia de los cuerpos, irrumpe sin previo aviso, para hablar sobre lo opaco, lo inasible del amor, sobre sus veladuras y los riesgos que acarrea el lazo amoroso: “Sólo un analista desprevenido puede suscitar la posibilidad de lo inesperado”. Y lo hace sirviéndose de un corpus de lecturas cuya columna vertebral está formada por las palabras –habladas y escritas– de Jacques Lacan y Roland Barthes pero, a su vez, nos las hace escuchables. Es decir: sin perder rigurosidad teórica no se rinde ante la tentación del palabrerío que muchas veces “el batallón de los institutos del psicoanálisis” gusta proferir.
No por nada el psicoanálisis es una práctica de la escucha y lo que Alexandra Kohan hace, precisamente, es parar la oreja, desarmar, desmontar a partir no sólo de lo que se dice sino de lo que queda resonando entre las paredes laberínticas del oído, algunos discursos que pretenden regular y normativizar aquello que escapa a toda regla y a toda norma: “A la insistencia en clasificarlo todo, en calificarlo todo, Eros resiste con su incesante imprevisibilidad, en el límite de lo situable”, escribe.
Lejos de iluminarnos, su elogio de lo incierto es también elogio de la sombra –al modo de Tanizaki en su librito sobre la arquitectura japonesa–, y del contraste; advierte que las palabras tienen bordes, filos, resonancias y registra que cuando se convierten en enunciados cerrados, cuando “convencen” y empiezan a repetirse como mantras, sus múltiples sentidos se disuelven. A tal punto que son tomados por el márketing, el mercado, el mundo del entretenimiento televisivo: (palabras como “deconstrucción”, “Empatía” “Tóxico” “Empoderamiento”). Alexandra Kohan propone pensar acerca de lo que entrañan las palabras, de dónde vienen, qué dicen. Señala las diferencias, en lugar de borrarlas. Y al señalarlas despliega un abanico hecho de pliegues, hendiduras y relieves. Es en esos contrastes, esa opacidad, que pueden surgir, también, el deseo y la risa.