El coleccionista de Spinoza

En “Lecturas imaginarias”, Diego Tatián vuelve a la figura del filósofo en una serie de postales donde se advierten las iluminaciones de su pensamiento.

FLAVIO LO PRESTI

Hay alrededor de Spinoza una leyenda de ilegibilidad: su Ética demostrada según el orden geométrico amenaza con expulsarnos, lo cual es, considerando las descripciones de su filosofía que corren por cuenta de sus comentaristas, una especie de paradoja. Uno tiene la sensación de que la filosofía de Spinoza, que hizo de la pérdida un pensamiento de la alegría según señala Tatián en el prólogo, debería ser amable y receptiva en cada rincón, y de hecho cada lectura de los libros del filósofo cordobés nos da impulso para confirmar las leyendas o refutarlas: la escritura de Tatián sobre Spinoza es una persuasiva invitación a leer al holandés, o a seguir leyendo sobre él, o a rankearlo alto en esa fantasía según la cual imaginamos con qué figura histórica nos gustaría sentarnos a conversar, a pesar de que el mismo Tatián advierte que quizás su vida no fue una vida (como la de Kerouac) spinozista.

En Lecturas imaginarias (EME) Tatián vuelve sobre el holandés como un “moroso  coleccionista” de postales que, aunque en un sentido “imaginadas”, no son infundadas ni caprichosas: apariciones de la “iluminación de Spinoza” (según la expresión que da título a un breve libro de Romain Rolland que Tatián recoge en el libro) en poetas, narradores, pintores, militantes, en relámpagos retrospectivos (como el reflejo sobre la Cruzada de los niños proyectado por la lágrima que, según imagina Celan, Spinoza pule para una muchacha albigense).

Diego Tatián

Saer repetía en sus ensayos que la literatura era un círculo de miradas semienceguecidas en torno a una catástrofe común: el relámpago de Spinoza aparece en estas lecturas imaginadas como una iluminación que permite, frente a ese inventario de calamidades y como es explícito en las  propias palabras del filósofo, una suerte de serenidad habilitante de la comprensión, que (a diferencia del clima inmediato en el que transcurren nuestras vidas intelectuales) rechaza la burla, el lamento y el denuesto. 
Tatián captura ese momento spinoziano en la composición de un cuaderno de dibujos en tinta y saliva de John Berger, en la lectura que un preso bengalí (al que le imagina una historia de resistencia) hace del libro de Rolland, en un poema de Celan, en las vidas de George Elliot y Virginia Woolf, en la lectura que Clarice Lispector hace de un libro de Arnold Zweig, cruza al Che Guevara con Deodoro Roca frente a una edición en francés de la Ética, lo encuentra en un poema del cubano Luis Rogelio Nogueras, en los Felices Pocos de Elsa Morante, los que “han sido sospechados por todas las clases de autoridad, excluidos, perseguidos, vilipendiados y destruidos. Es allí donde irrumpe la alegría que hace un hueco en la irrealidad que sustrae de la experiencia el tesoro escondido, y permite entrever la fiesta de la inmanencia divina”.

La lista de instancias de aparición de ese “relámpago” incluye a los marginados del profundo sur de Carson Mc Cullers y a Malcolm X, a un Barthes que desarrolla una ética-del-vivir-solo y que enfoca, como el anglo polaco Zbigniew Herbert, el peregrinaje de una cama de Spinoza, las especulaciones de De Quincey sobre un Spinoza asesinado, incluso una discusión filosófica en Moises Ville entre el padre de Alberto Gerchunoff y un anciano judío que no está dispuesto a abandonar la milenaria condición de perseguido a favor de una respiración en la libertad.
Bashevis Singer, Flaubert, Machado de Assis, Sarmiento, Peter Handke: hilvanados como una serie de postales de esta emergencia, las imágenes construyen un relato en contra de la intolerancia y el despotismo: se deja intuir en él (como en otros libros de Tatián y como apunta Cemal Bâli Akal en una especie de cierre que funge de puesta en abismo) una filosofía “de la amistad” que, a pesar de rechazar “toda relación de servidumbre entre los seres humanos”, no deja de de recomendar una cierta prudencia.

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