Los relatos perfectos
La edición en tres volúmenes de los Cuentos completos de Henry James, que Páginas de Espuma dejó al cuidado de Eduardo Berti, es un acto de justicia con uno de los más distinguidos narradores en lengua inglesa.
Mariano Granizo

Al releer a Henry James uno se encuentra con un autor de lo más contemporáneo, lo que sorprende al pensar en los más de cien años de su muerte. Y esto es extraño porque nunca en la historia de la humanidad esos cien años han significado tanto: el mundo de James jamás podría haber intuido al nuestro. Pero James, novelista que cada vez fue condensando más su forma, realzando la nouvelle y siendo un cuentista y autor de relatos casi perfectos, creó su propio agujero de gusano.
Es en su narrativa breve donde su voluntad por contar se vuelve obsesión; contar por el sólo hecho de hacerlo, por la posibilidad de llevarlo a cabo, por el simple ejercicio de tenernos pendientes de la siguiente línea. De esa mélange de fantasmas, casas con historias y prosapias interminables, reuniones en el jardín, reflexiones literarias, bebidas, viajes y paseos que componen su narrativa breve salta a la vista inmediatamente aquello que hace a la particularidad de su escritura: el retrato y la anécdota.
Su amigo Joseph Conrad (es difícil pensar en dos sujetos tan distintos compartiendo una charla y, al mismo tiempo, es fácil dar con lo único que podría hacer que hablaran un mismo dialecto) veía en su amigo a un hacedor de personajes perfectos con los necesarios matices que le dan existencia; ve Conrad en el detallismo estático de James (tan opuesto a las oscuridades abisales y a la violencia que maravillaba al polaco) una de sus grandes virtudes narrativas. ¿Acaso ha hecho otra cosa James que no sea narrar por la misma fascinación que genera el acto en sí?, ¿o “La figura en el tapiz” no es muestra clara de ello, de la obsesión por contar, del exhibicionismo que es poder hacerlo magistralmente?
El mundo al que hace referencia James en sus cuentos goza de una estructura social inamovible en la regla, pero con subidas y bajadas como excepciones. Allí radica muchas veces el material de lo que contará James, y también el condicionamiento para contar, porque parece estar hablándonos todo el tiempo de gente que se viste, que cena, que conversa, que pasea, que viaja, que está ausente pero todo con el detalle esclarecedor, esa marca distintiva, que hace al otro percibir su lugar en la escala social en cada acto, omisión o nombre. Porque si alguien es nombrado en un relato de James se debe a que es importante en sí mismo, no a que sus acciones lo sean: la importancia está en ese nombre, en ese perfil, en ese runrún de la ropa y en el entrechocar de los cubiertos. ¿Es un traidor James, un espía? Claro, todo chismoso lo es, así como todo comediante que detalla un perfil sin que su dueño lo sepa ni lo intuya; las líneas precisas y necesarias para dar forma a un personaje que, a su vez, de la posibilidad de contar una historia.

No hay personaje sin lugar, al menos así funciona en James, porque describir un lugar es evitar su olvido: la Inglaterra o el Estados Unidos de fines del XIX e incipiente XX con una clase alta sin mayores problemas visibles. Todo esto hace al relato, a lo que se cuenta, a la posibilidad de que algo se narre porque se desprende de la existencia de su marco. Hay una inevitabilidad de existencia de los personajes, retratos en movimiento sobre los que no puede, James, dejar de contar cosas, en ejercicio constante de la anécdota estilizada.
Henry James es un hombre sentado junto a la chimenea, el cigarro en una mano y la copa de jerez en la otra, contándonos a nosotros una jugosa historia o, a lo sumo, exquisitas y detalladas descripciones de personajes a los que no les queda otra que formar parte de una historia sólo por ser como son. Es ese tono indirecto, ese anecdotario tan propio de los “salones” el que, gracias a Henry James, será eterno.