La poeta Valeria Meiller estrena un ensayo visual realizado junto al arquitecto Agustín Schang sobre las complejas narrativas culturales en torno a la carne.
DIEGO ERLAN

Hay una escena cruda y al mismo tiempo hermosa en el primer texto de El mes raro de Valeria Meiller. En una prosa que se asemeja más a la bruma de un amanecer en medio del campo, “Conejos” narra los rituales de dos chicos al preparar las armas para sacrificar a los conejos del coto de caza. En un fraseo que parece susurrado en un paisaje de ensoñación, la brutalidad hace que la vida y la muerte se crucen permanentemente, que principio y fin se articulen en frases brutales como esta: “Aceptan el destino con voluntad, como aprendieron a ahogar crías en los bebedores: es necesario y la necesidad es la forma que conocen de la alegría”. En la tensión, para Meiller, se encuentra la belleza. Durante la visita a un monasterio de monjas, donde tienen que sacrificar a los conejos enfermos, una de las hermanas explica a esos chicos, de una manera operativa y carente de sentimiento, el procedimiento a implementar: “Lo que hacés primero es partirle el cuello. Le cortás la cabeza y después, lo pelás.” Esa explicación para ellos se vuelve dogma: “Quitarles el cuero a los animales se convierte en un acto de amor, el trabajo del cuchillo separando con ternura el abrigo de la carne. Viven los sacrificios con gratitud, se alegran en la temporada de caza.” El caracter devocional de la escena me resulta inquietante. Me hizo acordar al comienzo de una película de Albertina Carri, La rabia, en la que se carnea a un cerdo en primer plano. Todas esas escenas, de un modo u otro, remiten de forma inevitable a El matadero, de Esteban Echeverría: la brutalidad orgiástica de la carne, la escena apocalíptica, el sacrificio que funda una religión. Parten desde ese paisaje.

Una etapa más de la búsqueda poética de Meiller podrá verse en su ensayo visual El caso de la carne, cuyo estreno mundial será el 18 de octubre en la próxima 5ta bienal de diseño de Estambul, y podrá verse en esta plataforma. Realizado junto al arquitecto Agustín Schang con material de archivo, el proyecto fue comisionado por la bienal para la sección “The Critical Cooking Show” y cuyo tema general es “Empathy Revisited”. Como explican los realizadores, “a partir de la narrativa personal de Tata Moya, un ex matarife en un matadero de la pampa argentina, el video revela el trasfondo de una industria diseñada para permanecer oculta. En contra de la suposición de que el matadero es un espacio diseñado para confinar y esconder el violento encuentro entre los carniceros y el ganado, este video se sumerge en las complejas narrativas culturales”. La estructura narrativa del video, como si fueran los capítulos de un libro, el tono y la perspectiva se conectan con las ficciones de Mariano Llinás, pero la voz tenue y delicada de Meiller en off se contrapone a las fotografías en cuero de los matarifes, se conjuga de manera hipnótica con los mapas y los planos de los espacios. Como hizo Meiller en El mes raro, o en un libro de poemas como El recreo, en este ensayo visual también logra una inmersión en las tensiones, conflictos, belleza y oscuridad de la pampa argentina. La mirada enrarecida de Meiller sobre la naturaleza, por momentos dulce y por otros brutal, se enfoca esta vez en ese espacio donde los gritos y la sangre mutan en templo pagano y espacio desierto.

A partir de esa producción pienso en las relaciones culturales en torno a la carne. “Cocida o asada, tiene toda carne vacuna un dejo particular o sui generis debido según los químicos a cierta materia roja poco conocida y a la cual han dado el raro nombre de osmazoma (olor de caldo). Esta sustancia, pues, que nosotros los profanos llamamos jugo exquisito, sabor delicado, es la misma que con delicias paladeamos cuando cae por fortuna en nuestros dientes un pedazo de tierno y gordiflaco matambre”, escribió Esteban Echeverría en su apología al matambre y justamente esa pieza, que se quita de ambos costillares de la vaca, es el premio que tendrá el carnicero Matasiete a su destreza con un toro retobado en El matadero.

Virilidad, poder, amistad: la carne y en particular el asado es, posiblemente, el patrimonio gastronómico y emocional de los argentinos. Una forma de fraternidad, advirtió Lucio V. Mansilla en Una excursión a los indios ranqueles: en el fogón, alrededor del puchero o del asado, desaparecen las jerarquías. “Jefes superiores y oficiales subalternos conversan fraternalmente y ríen a sus anchas”. Es el momento que aquellos siempre relegados, como los que cocinan o los que ceban mate, meten la cuchara en la charla general, apoyando o contradiciendo a sus jefe y oficiales, diciendo alguna agudeza o alguna patochada.
Juan José Saer también fue consciente de esta potencia simbólica de una reunión en torno al fuego y la carne. “Algo se aproxima”, el último cuento de su primer libro, En la zona, transcurre una noche en la que cuatro amigos comen un asado. El limonero real es, entre otras experimentaciones, la preparación de un asado de fin de año. Los dos personajes de Glosa, Leto y el Matemático, se sienten excluidos de un asado ofrecido por el cumpleaños de Washington Noriega y dedican la caminata de veintiún cuadras a hablar sobre las diferentes versiones de lo sucedido en ese festejo. Hay parrilla, fuego y carne en algunos fragmentos de El entenado y también en el final abrupto de La grande, su novela inconclusa. Dice Beatriz Sarlo que en Saer “la conversación es, como las comidas y sus acciones preparatorias (carnear un animal, cortar pedazos de carne, sacarle las escamas a un pescado, prender un fuego, calentar mandarinas al rescoldo), la respuesta a una pregunta si se quiere filosófica: ¿qué se hace cuando no se hace nada?” La conversación saeriana, entiende Sarlo, no enseña grandes cosas: todo lo que se escucha es un hablar sobre temas cotidianos, fútiles o absurdos. La conversación y el asado, entonces, serían situaciones narrativas que se atraen, que se vuelven necesarias, imprescindibles. Por debajo de esos comentarios cotidianos o absurdos fluyen, a su vez, el drama de la muerte, el fracaso, el extrañamiento y el exilio. Algo de la narrativa brumosa de Saer se encuentra en la mirada poética de Meiller. No es extraño, entonces, que Meiller utilice como epígrafe para su libro una frase de Saer: “Llega, hasta sus oídos, sin estridencias, el rumor de febrero, el mes irreal, concentrado, como en un grumo, en la siesta.”