En los textos reunidos en Ensayos & discursos (editados bajo el sello Capitán Swing), la materialidad de la prosa de William Faulkner se afirma como integridad ética.
Maximiliano Crespi

El estilo de Faulkner, dice Fredric Jameson en Posmodernismo, hacía de la situación de la memoria —el trabajo de recordar— su precondición formal. La acción y el gesto vivo vuelven del pasado en una visión fascinada con su presencia. El lenguaje arranca las cosas del bazar del tiempo pasado y las estrella contra el suelo móvil del presente. La precondición de la literatura faulkneriana asume pues un halo de modernidad trágica. Como la de Beckett, la suya es una literatura de una insistencia ante una imposibilidad manifiesta: el lenguaje, siempre a las puertas de un objeto que brilla en su indiferencia, adquiere —por el fracaso y en el fracaso— una materialidad propia.

En los textos reunidos en Ensayos & discursos (editados en español por el sello Capitán Swing), esa materialidad afirma y reafirma como integridad ética. Y si es cierto que, como él mismo afirmó en su discurso de recepción del “Premio Nobel de Literatura” en diciembre de 1950, ése era un premio concedido no a un autor sino al trabajo de una obra, de los materiales reunidos en el volumen originalmente editado y prologado por James B. Meriwether cabe decir que son la huella del hombre y su idiosincrasia. En conjunto, constituyen el alegato de un escritor complejo y hermético, que asume la escritura (literaria o ensayística) como el trabajo de una ética que sostiene sus convicciones sin sacar el cuerpo. Como un preso encerrado no dejó de escribir a oscuras en las paredes en su celda, tan sólo para dejar constancia material en el tiempo de su paso por el mundo.

Su “Despedida a Camus” deja entrever algo más: había en Faulkner la convicción de que, en un mundo absurdo y sin sentido, todo hombre se justifica en la exigencia de su propia búsqueda de la luz del sol. Tenía sólidas razones para no ser un pacifista y para no ser un belicista: estaba convencido de que el miedo era la mayor perdición de un mundo que todavía estaba por hacerse. Vio que la literatura también se diluía por el miedo a fracasar. Escribió entonces que, para el escritor, como para cualquier hombre en este mundo, “lo más bajo de todo es estar asustado” y “dejar que el miedo se convierta en angustia”. Creía en una literatura de “las viejas verdades universales, sin las cuales la historia se vuelve efímera y está condenada —amor y honor, piedad y orgullo, compasión y sacrificio”. Sobre esa creencia, a fuerza de trabajo, trabajo y trabajo, consiguió a elaborar una prosa de la memoria es también su propia verdad. Recusaba las veleidades facilistas de “la industria del éxito”, no por pacatería o distinción, sino porque realmente creía que el trabajo en el fracaso era la prueba mayor de una presencia. “Quizá estemos simplemente condenados a fallar; pero mientras fallemos y la mano siga teniendo sangre lo intentaremos de nuevo”: para que se sepa que alguna vez alguien estuvo ahí.