L’Étranger, una novela solar para una tierra arrasada

Maximiliano Crespi
Arthur Meursault, interpretado por el actor Marcello Mastroianni en la adaptación de Luchino Visconti (1967)

En una ocurrente actualización de lectura de The Waste Land de T.S. Eliot sobre la noche aciaga de esos tiempos llamados “posmodernos”, Roger Bartra señala como al pasar que L’Étranger debería considerarse como una pieza emblemática del pensamiento contemporáneo porque funciona como gozne entre las tradiciones existencialistas y las psicoanalíticas decimonónicas con el emergente estructuralismo en las ciencias humanas del siglo XX.

El argumento es atendible. El extraordinario texto de Albert Camus parecía venir a demostrar que el yo —enfrentado a un mundo absurdo y sin sentido— es siempre un completo extraño; pero, en un segundo plano, dejaba también al descubierto que, bajo ese aparente absurdo sin sentido, opera inexorable una estructura donde el yo y el otro se articulan paradigmáticamente como identificaciones construidas sobre un criterio de propiedad que claramente los excede.
La nouvelle se había publicado a fines de 1942, y en su reseña de febrero de 1943, Sartre se había anticipado a calificarla como “una obra clásica, una obra de orden, compuesta a propósito de lo absurdo y contra lo absurdo”. Y algunos años después, el joven Barthes la reconocería la primera novela clásica de la posguerra tanto por la rigurosa economía de su estilo y su “escritura blanca”, como por el contenido eminentemente trágico y fatalista de su fábula.

En efecto, así había sido leída y comprendida por sus contemporáneos en los años posteriores a la Liberación. Su luminosa perfección era solidaria de su significación histórica: señalaba, a la vez, una ruptura con un régimen de identificaciones que había derivado en el desastre y la emergencia de una nueva sensibilidad. El hombre libre era el hombre liberado de sus coartadas. Arrojado a una libertad que lo obligaba a carearse con la “soledad última”, se condenaba a una solidaridad respecto de un mundo que le seguiría resultando incomprensible.
Lo que Barthes leía en esa fulgurante novela visual era la superación de una literatura de la confusión elaborada sobre una imagen beatificada de la conciencia humanista. Que se presentara como la tragedia de un hombre encandilado, no hacía más que verificar la pertinencia de su hipótesis. Escrita en un tiempo de oscuridad, emergía como la primera novela solar. De ahí la progresión al foco de su relato: de la mediocridad de pasiva de la media luz al calor alucinado del encandilamiento; y, de ahí, a la transparencia de una iluminación entregada al porvenir. Era una alegoría de la Mirada ante el resplandor de un mañana; el relato de un sueño sobre el día después del desastre.
Los ecos virales de la posmodernidad agonizante nos devuelven hoy imágenes de la tierra muerta donde el agua sólo remueve viejas raíces podridas. ¿Tendremos oportunidad de ver, como apunta Bartra en el alegato de Culturas líquidas en la tierra baldía (Katz), florecido e iluminado por el sol, el cadáver plantado en el jardín de la modernidad tardía? Habría que celebrar en principio que el amanecer nos encuentre ciegos. Lo demás está por verse. Como dice la letra de Spinetta, “cada día es la mañana desnuda”.