El nuevo libro de ensayos de Jorge Jinkis retoma y reelabora con agudeza las tensiones y concurrencias entre psicoanálisis, estética y política.

Alexandra Kohan
Jorge Jinkis, ensayista.

“No escribo para la clientela” fue para mí, antes que una frase que Freud escribió en “Puntualizaciones sobre el amor de transferencia”, el título de un artículo que Jorge Jinkis publicó en la revista Conjetural en agosto de 2008. En ese momento volví al texto de Freud y advertí que no había subrayado esa frase las veces que lo había ¿leído?, así como advierto ahora que ya no puedo dejar de subrayarla. Si, en aquel texto, Jinkis ponía a funcionar la pregunta “¿qué es analizar?”, ahora, en El anacronismo interminable (publicado en 2019 por 17grises editora) podríamos poner al lado de aquella pregunta esta otra: ¿qué es leer? No sólo porque no hay análisis sin lectura, sino porque este libro está hecho de lecturas que, como diría Roland Barthes, pusieron a trabajar un cuerpo. Este libro está hecho del “modo en que se las arregla un cuerpo después de recibir el impacto de algunas experiencias de lectura”, como dice el autor en el prefacio. Arreglárselas no es sino suspender el saber y, por qué no, el ser. Jinkis no escribe desde el “ser psicoanalista” —como si eso existiera— sino contra las atribuciones de identidad tan en auge también hoy. Ese gesto es el que habilita, suscita, hace lugar a la pregunta, a las preguntas. Esas que no estaban hechas ni prefabricadas, esas que ocurren, acontecen en la medida en que no se las busca; esas preguntas que no están para ser respondidas sino para mostrar que las respuestas anticipadas son otro modo de no querer saber. “Tengo una respuesta. ¿Quién tiene una pregunta?”, pregunta a los alumnos un maestro talmúdico y esa es, dice Jinkis, “la inversión formal de lo que se llama un enigma”. El anacronismo interminable hace varias preguntas, acaso porque es un libro que nos dispone a la contingencia de la lectura. Son preguntas que funcionan porque no están hechas desde el saber, no están hechas de saber.

El nuevo libro de Jinkis abre un espacio por el que pasa la lectura, un espacio en el que se pone en acto una posición enunciativa que se agujerea a sí misma y de ese modo da lugar a la ocurrencia, a la sorpresa, al acontecimiento. ¿Y dónde, si no en el Witz, se produce ese espacio, esa “verdad que se alcanza agujereando el saber”?
En “No escribo para la clientela”, Jinkis señala que la frase casi no aparece citada en textos psicoanalíticos a pesar de toda la potencia que tiene y a pesar de que “Puntualizaciones” es un escrito muy frecuentado. Me animaría a decir que la historia que Raymond Queneau le cuenta a Lacan y que Lacan despliega en el seminario en el que lee el libro sobre el chiste de Freud, tampoco. Quizás esa sea la pista por la que se empieza a seguir el filo político de los ensayos aquí reunidos. Si bien, como dice Jinkis, “provienen de circunstancias diversas, se ocupan de cuestiones innumerables veces tratadas por escritores admirados y carecen de un cierre definitivo o nos resultan imposibles de resolver”, golpean la actualidad, la sacuden y muestran que es, ella misma, la anacrónica, la que nunca coincide consigo misma. Es por eso que los textos que componen este libro son nuevos. No porque no hayan sido publicados antes, sino porque el modo en que se disponen, el modo en que producen continuidades y discontinuidades, el modo en que no le ahorran dificultades al lector, el modo en que suscitan efectos en nuestro más puro presente abren resquicios por donde una política de la lectura puede respirar.

Más que un libro, El anacronismo interminable es un hiato, una escansión en ese monstruo total que podríamos llamar lacanismo: la reproducción religiosa, y por ende dogmática, de las enseñanzas de Freud y de Lacan. Los textos aquí dispuestos delimitan una zona en la que puede respirar el deseo de lectura y la lectura del deseo. O, como el propio Jinkis dice de la revista Conjetural: “un modo, una ficción, un artificio que se da al deseo para conjeturar un estilo que transmita el psicoanálisis”. El anacronismo interminable escribe una lectura que sacude las certidumbres, que rompe con la expectativa de sentido. Como el deseo que, para Roland Barthes, se desplaza y hace de la lectura algo inesperado, que se realiza “nunca exactamente allí donde la esperábamos”. Al igual que en la historieta de Queneau, se trata del “exorcismo del elemento fascinante”, de la caída del Otro que agobia, que asfixia. En definitiva, es un libro que pone a jugar, otra vez más, una resistencia a la institucionalización del sentido, a la sistematización de las enseñanzas del psicoanálisis, a la homogeneización de los discursos; una resistencia a “ese conjunto sistemático de síntomas institucionalizados formados en idioma Lacan”. El anacronismo interminable es un encuentro inesperado con textos de un autor que tampoco escribe para la clientela.