De la mano del crítico y narrador Reinaldo Laddaga, un recorrido por las últimas décadas de la literatura latinoamericana para entender cómo es y cómo será.

FLAVIO LO PRESTI

Uno puede recorrer librerías y encontrar, después de mucho tiempo de su publicación, un libro que se encara con una cuestión que para los que leemos y escribimos es fascinante, pero cuya atención se parece a la contemplación del sol a ojos desnudos: lo que Barthes llama “los signos de obsolescencia de la literatura”. El libro es Espectáculos de realidad, un “ensayo sobre la narrativa latinoamericana de las últimas dos décadas”, y su autor es Reinaldo Laddaga. El punto de partida vuelve a recordar la conexión entre César Aira y los críticos rosarinos: son Aira y Bellatín los puntos de partida y de llegada para la indagación de Laddaga, que podría formularse en la pregunta sobre cómo reaccionan los escritores (o cómo ya han reaccionado: todo esto ya ha sucedido) al cambio radical de las condiciones en que su práctica tenía lugar, tanto en el momento de la producción como de la recepción.

Laddaga describe obras que imaginan figuras de artistas que son “menos los artífices de construcciones densas de lenguaje o los creadores de historias extraordinarias, que productores de ‘espectáculos de realidad’, empleados a montar escenas en las cuales se exhiben (…) objetos y procesos de los cuales es difícil saber si son naturales o artificiales, simulados o reales”. La obra de estos escritores, señala Ladagga parafraseando a Walter Pater, aspira no a la condición de la música, sino a la del arte contemporáneo, porque a pesar de pertenecer por derecho a lo más ambicioso de la cultura moderna de las letras, no pueden desconocer “que operan en una ecología cultural y social muy modificada”. 

Madrid 17-05-2016 Entrevista al escritor argentino Cesar Aira Imagen Juan Manuel Prats

Como los grandes artistas contemporáneos, lo que interesa es, antes que producir representaciones u objetos, crear dispositivos de contemplación para la exhibición de “espectáculos de realidad”, fragmentos de mundo, forzando una lucha con unos materiales (los propios de la literatura) que no parecen los más aptos para esa apuesta. Son “libros del final del libro” que además de aspirar a la condición del arte contemporáneo aspiran a las condiciones de la improvisación, de la instantaneidad, de lo mutante, del trance (de un trance que no devuelve de la experiencia extática suplementando el mundo sino que “en un momento de extinción, depone la voluntad y el poder de constituir esa suma en mundo”). 

Condiciones de posibilidad

Pensada así, la obra de estos escritores es la plataforma que incide en una transformación, la que conduce a la composición de libros cuyo destino no es la lectura solitaria y silenciosa, sino que terminan en performances, en fiestas, en exposiciones, y que parecen responder a un imperativo: “opera de tal modo que tu ejercicio de las letras pueda articularse explícitamente con prácticas destinadas a incrementar las formas de la solidaridad en espacios locales” (y en ese sentido Ladagga lee, en la década pasada, la emergencia de las editoriales cartoneras).

Los ensayos construyen una suerte de genealogía de la respuesta a estas nuevas condiciones, para lo cual Ladagga toma de la obra de Sergio Pitol el indicio de la emergencia, en las obras de Borges y Lezama Lima, de una condición deseable para los textos que es solidaria con este estado de cosas (“la de una totalidad frágil en la cual algo se ausenta al mismo tiempo que señala”, enfocadas en objetos quebradizos como la brújula del poema borgeano o las estatuillas rotas de un pasaje de Paradiso), e hilvana una suerte de proyección: en las figuras que de condición temblorosa o autodestructiva (la mariposa de Indonesia es la cifra) que aparecen en la obra de Sarduy; en la figura del torrente devenida maldición hiperbólica en la obra de un Fernando Vallejo que renuncia a la condición de artificio del arte literario (a la novela), en la fantasía de un libro veloz, autoconsumible; en la escritura de João Gilberto Noll y sus tenues autofiguraciones que siguen la trayectoria de seres que devienen objetos; en el trabajo de Lamborghini yendo hacia el relato desde la documentación de su propio paroxismo frente a esa sensación de obsolescencia. 

Hacia el final, en el texto dedicado a Bellatin, Laddaga ensaya una fuga teórica que funcionaría como explicación para estas nuevas condiciones en que se producen tanto la vida como esta literatura que abandona el paradigma de la autoría, el estilo y la densidad lingüística: la emergencia de una sociedad compuesta por individuos percibidos no como el viejo yo moderno sino como “selves neuroquímicos”, en marcos que obligan a preguntarse qué es hoy una persona y que hacen recordar, por la negativa, la frase de Sartre sobre una renuncia simultánea a la literatura y a la humanidad: en esta humanidad de sujetos en tránsito y en trance, los libros tampoco parecen ser lo que fueron y existen como escenarios a visitar por lectores dispersos, en el medio de una suerte de desbandada posterior a lo social: existen, estos libros,  “a pesar de sí, contra sí, en el umbral del desvanecimiento, de dejar de ser lo que han sido”. Pero, habría que decir, sin dejar de ser.
La idea de literatura que sostiene el recorrido de Laddaga recuerda una anécdota que no puedo encontrar y que puede ser un recuerdo falso: un periodista le pregunta a Beckett si, desde su aparente pesimismo, desde el absurdo y la nada poshumana de su obra, cree que la literatura ha muerto, a lo que Beckett responde que no puede pensar eso, que se ha pasado la vida escribiendo.

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