El archivo documental de Martín Heidegger sigue siendo motivo de pujas y controversias
Maximiliano Crespi

Eduardo Chillida Juantegui
Cuenta Mircea Eliade que, en 1946 cuando intuía que podía ser depurado definitivamente de la institución académica germana por su militancia nacional-socialista, Martin Heidegger habría reunido todos sus manuscritos inéditos —varias torres de carpetas apiladas en el suelo de la amplia y vieja oficina en la que trabajaba a diario— amenazando: “¡Si los alemanes me hacen esta injuria, lo quemaré todo!”.

El fuego no fue necesario. El veto al filósofo de los claustros universitarios alemanes sólo se extendió hasta 1951. Pero desde esos años, y hasta 1973, su archivo siguió creciendo. En ese cúmulo de escritos cuyo valor aún estamos lejos de mensurar, llegó a ocupar dos habitaciones, donde se acumulaban cuadernos, libretas y folios que contenían bosquejos de ensayos, citas, diagramas, notas e índices provisorios de libros futuros y los apuntes a partir de los cuales elaboró muchos de sus cursos.

Heidegger veía cómo y hasta qué punto materialmente su obra se extendía en el espacio. Como solía decirle a su amigo el escultor español Eduardo Chillida Juantegui, era ya “una comarca” que habilitaba múltiples recorridos y que muestra tantos caminos de campo [feldwege] como senderos de bosque [holzwege]. Hacia el final de su vida, el filósofo no sólo decidió no quemar nada; sino que ocupó de conservar incluso los llamados Schwarze Hefte, la serie de treinta y cuatro libretas negras en que el filósofo llevó apuntes personales entre 1931 y 1976, y que —según muchos especialistas— dan cuenta su nivel de compromiso político efectivo con el nacionalsocialismo.
En Die Kunst und der Raum [El arte y el espacio], el ensayo dedicado a Chillida, que acompañado por siete lithocollages del artista originalmente se publicó en una exclusivísima tirada de 150 ejemplares, Heidegger afirma que una obra es siempre una construcción que amalgama materiales diversos y cuyo efecto de presencia se hacen más verdaderos en la huella de sus imperfecciones y sus zonas de opacidad. Acaso por eso cerraba la plaqueta que Erker-Presse hizo circular en el otoño de 1969 con una alusiva e irónica cita de Goethe: “No es siempre necesario que lo verdadero tome cuerpo; basta con que se expanda espiritualmente y produzca armonía; al igual que el son de las campanas, basta que se agite por los aires con solemne jovialidad”.