Toda la casa

La primera novela de la psicóloga y activista Mariana Muscarsel Isla es un relato de insubordinación basada en la expropiación y el juego.

Delfina Cabrera
Mariana Muscarsel Isla

Esta es la historia de Bruna, una niña vieja; y como si hiciera falta aclararlo: no es la historia de una niña que envejeció, sino de una que siempre fue vieja. Si la edad es otra de las cosas que nos llegan de manos ajenas (nunca hay una edad propia: incluso antes de aprender a contar, son otros los que cuentan nuestros años por nosotras siguiendo ritos iniciáticos, etapas imaginarias y múltiples destinos prefabricados), Bruna se pasa de la lista de espera del “cuando seas grande” y asume la vejez como punto de partida y voto punk: acá, en este pueblo, en esta escuela, en esta casa, en esta familia; acá, entre ustedes, no hay futuro. Una niña vieja que decide vivir en otro lado y que no se cree el cuento del cuarto propio: lo que ella quiere es toda la casa, y muy pronto se da cuenta de que no hay Padre Nuestro ni Virgen María que se la ofrezca, sino que deberá arrebatársela a la muerte; pero no a una cualquiera, sino a la muerte jurada de lo que tendría que haber sido.
“Yo sé de casas –dice ella–. Tuve un montón y tuve el miedo de no tener ninguna. Tuve casas en donde sobraba el silencio o los gritos intermitentemente. Tuve casas con cuadros y vacías. Tuve casas en un barrio, en el centro y en la playa. Tuve casas grandes y casas mínimas, tuve casas de familia y de amigas. Tuve casas con gatos, con perros, con peces y canarios. Tuve casas con padre, casas con madre sin padre y abuela. Tuve casas con miedo. Tuve casas sucias y casas limpias. Casas embrujadas y casas mágicas. Tuve también casas que no eran mías. Cambiarme tanto de casa hizo que entendiera la diferencia entre un edificio y un hogar. Yo sé de casas, también del miedo a no tener ninguna”.
¿Dónde vivimos? ¿Cómo? ¿Cómo convivimos cuando ni los espacios ni los modos de habitarlos son ya los que heredamos sino lo que hicimos con la renuncia a la herencia? La familia, como máquina, como industria, como fantasía, no soporta preguntarse acerca de sí misma y desarma en cada uno de sus miembros la posibilidad de la duda; pero Bruna es una niña vieja y sabe que vale la pena aventurarse en el mito del origen. O inventarlo. Pero antes, roba.

Las primeras letras de Bruna salen de una carta robada dos veces; una, por ella y, tiempo atrás, por su tía. Lee algo que no debería haber leído: la licencia poética de una carta de amor, y de un amor entre mujeres: “Me duele todo, sin embargo no me dolería si me tocaras. Si tan solo estuvieras, te tocaría las manos, tu cara, adoro tu cara, lamería tus playas secretas con furor de marea creciente hasta encontrar el hondo sabor de tus piernas desplegadas. Quisiera que estuvieras desnuda, a mi lado. Sos mi paraíso perdido. Vuelto a encontrar y perdido. Sabé que te pienso. Te pienso bailando. Te pienso con una copa. Te pienso en mil lugares. Conmigo. No me desmemories. Incansablemente tuya, Estela”.
Además de la carta, lo que se atesora es el gesto de exhumación de la escritura y de inscripción en una estirpe de tías que no se casan, que no tienen hijos, que se van de viaje y que bailan desnudas en el jardín y en la desmemoria de los años. La niña vieja descubre que también ella puede escribir como loca y empieza a frotar tinta por donde pasa: “cuentos de amor y enfermedad, cuentos terribles llenos de paralíticos, sidosos, enamorados. Cuentos en cuadernos, en pedazos de papel, en el banco de la escuela”. Pero pronto a este descubrimiento se le suma otro igual de importante: el saber que la literatura no está sólo en las palabras impresas: “Básicamente empecé a mentir compulsiva e impunemente. En la clase de danza decía que era huérfana, y que la señora que me llevaba todos los días era mi tía. Cuando iba a comer a lo de alguna compañera que se dignaba a invitarme a su casa porque no tenía ninguna otra a quien invitar pedía un segundo plato con la excusa de que mis papás eran tan pobres que hacía días que no comíamos y que sólo tomábamos té negro con azúcar y pan blanco”.

Ni la compasión, ni la piedad, ni los platos de su público pueden compararse al efecto expansivo de las ficciones que inventa; porque ahí también hay un tercer y último descubrimiento: la escritura se abre paso, avanza como puede, renga, tartamuda, en cuatro patas; pero jamás, jamás se abandona a los cálculos utilitarios de la contabilidad. Un padrenuestro, como le había dicho el cura en el momento de su primera y última comunión, no volverá a equivaler, nunca, a dos avemarías. En el hambre y la pobreza imaginadas hay exceso y derroche antes que intercambio. Por eso Bruna también escribe después de cerrar las cuentas con la Iglesia, y si algo le queda en el haber es el ritmo grabado de los rezos que hacen del ángel de la guarda, un rap.
Como acto y no como rito, la escritura es robo y es juego: “No me animaba a decir que no me gustaba jugar a la maestra, ni a la farmacia ni a la mamá ni a nada que involucrara darle vida a las cosas de plástico o llenar con la imaginación un frasco de perfume vacío. Yo quería hacer una bicicleteada, jugar al bowling o ir a molestar al cine […]. Yo quería la fiesta y sobre todo quería la plata, o tal vez ir con la manada, seguirla a mi hermana que también quería ir”. La regla número uno en estos juegos es que no hay reglas preexistentes, cada juego inventa sus reglas, cada juego lleva en sí su propia ley.
Y así escribe Mariana Muscarsel Isla, forjándose una orfandad para poder dar vuelta el árbol genealógico y fundar un linaje de niñas viejas y expósitas, el de todas aquellas que hemos desertado del Bien, de la victoria y la derrota, de los resultados esperados y de las buenas costumbres. Casino Casa Grande es un relato de insubordinación: Bruna no sólo le expropia la casa a la familia, también se termina apropiando del juego. Porque en última instancia es la hija y no el padre la que está a la altura del azar, la que despliega las fuerzas del arte y nos invita a crear juntas otras formas de vida.