Dos motivos medievales en el pensamiento del filósofo italiano Giorgio Agamben
Maximiliano Crespi

Eugène Delacroix, óleo sobre lienzo, 1827.

Hay un vínculo cierto e indisoluble entre eros y melancolía. En un bello libro aparecido en 1977, Giorgio Agamben subraya con interesado énfasis hasta qué punto la tradición que asocia el temperamento melancólico con la poesía, la filosofía y el arte le atribuye simultáneamente “una exasperada inclinación al eros”. Ya Aristóteles, al declarar la singularidad de su genio, lo vincula de hecho a la lujuria —alegando que, en general, los melancólicos son siempre un poco “depravados” porque su temperamento se erige como “el miembro viril [que] se hincha de improviso”. La asociación entre melancolía, perversión sexual y erotismo se sostiene todavía entre los “síntomas de la melancolía” identificados en textos de la psiquiatría moderna, y retroactivamente puede leerse ya en los documentos medievales sobre la acidia en el “vicio” que “se entorpece en los deseos carnales”.

Pero el énfasis estrictamente sexual —que lo instituye como “perversión”— surge con la interpretación fuertemente moralizada de la curiosa “teoría humoral” de Hildegard von Bingen, una de las personalidades más singulares, polifacéticas y fascinantes de la Baja Edad Media, para quien el “Eros anormal del melancólico” se confunde con una agitación entre sádica y animal, íntimamente ligada a su propia constitución física. Agamben cita un pasaje de Cause et curas, el liber composite medicine de la “santa sibila del Rin” datado alrededor del año 1150: “Los melancólicos tienen huesos grandes, cargados de muy poca médula, que concentrada arde sin embargo con tanta fuerza que los vuelve incontinentes con las mujeres, como víboras. Son por eso mismo excesivos en la libido y sin medida con las mujeres, como los asnos. Tanto que, si cesaran en su depravación, fácilmente se volverían locos. […] Su celo es siempre posesivo, asfixiante, tortuoso y mortífero como el de los lobos rapaces. Persiguen a las mujeres y comercian con ellas, pero en realidad las quieren despellejar”.
Más allá de la ironía de muchos de sus contemporáneos, que no escatimaron sarcasmos sobre las consecuencias devastadoras que habría producido en su inocente mente infantil el cuento popular Rotkäppchen [Caperucita Roja], no hay duda de que la excéntrica polímata teutona fue la primera en notar que la melancolía es, en última instancia, siempre melancolía de lo abierto.