En julio de 1816 se produjo el naufragio de la fragata La Medusa, tema con el que Theodore Géricault realizó su pintura más estremecedora.
DIEGO ERLAN

En uno de los cuadernos con anotaciones sobre el tema de la incertidumbre tengo subrayado el nombre Géricault. Tiene sentido. Quizás sea el autor de la pintura donde este concepto está expuesto con una brutalidad impactante. No sólo por las dimensiones. La estructura de la imagen, el tema trágico, un detalle mínimo en la parte superior se combinan de tal manera que un elemento natural, invisible, como el viento, marca toda la postura política del autor sobre el hecho. Es interesante, además, conocer el proceso de trabajo. Charles Clément asegura que reinaba un olor fétido en el taller donde Géricault pintó ese cuadro, quizás su obra más estremecedora que el tiempo terminó bautizándola como La balsa de la Medusa. Ese olor provenía de los trozos de cuerpo humano que Henri Savigny, uno de los sobrevivientes de aquel naufragio en las costas de Mauritania, le había conseguido al artista a través de un hospital para que le sirvieran como modelo. Savigny quería denunciar al poder y Géricault ansiaba provocar un escándalo. Era su oportunidad. Tres años antes, en septiembre de 1816, los detalles de la tragedia habían conmocionado a la sociedad francesa. Durante ocho meses de trabajo, Géricault durmió poco, comió menos y tembló de más hasta conseguir capturar ese instante dramático en el que los náufragos logran ver en un punto ínfimo del horizonte la imagen difusa de un barco y, en ella, la posibilidad de una salvación. No vemos la cara del sujeto de piel oscura ubicado en la punta del triángulo que estructura el artista, vemos ese brazo extendido que agita una tela (quizás sea una camisa o lienzos de una bandera) de color rojo y blanco. Sus gestos de desesperación pueden percibirse en los puños cerrados, en los músculos tensos, en la necesidad de ganar altura como sea, incluso apoyándose en el barril de vino que inundó de locura esa embarcación improvisada. A sus espaldas, el viento expande la vela hacia el lado contrario. Ni siquiera los rescatados pudieron salvarse, entiende Géricault, que además pinta en nombre de los que quedaron en el camino, aquellos que sufrieron el viento implacable de la historia que arrastró a estos abandonados un poco más hacia la deriva, la desesperación y la incertidumbre. Los muertos seguirán pudriéndose en esa balsa, como se pudren, en el taller del artista, las partes amputadas.

El relato del naufragio fue escrito por dos de los sobrevivientes, el cirujano Jean-Baptiste Henri Savigny y el geógrafo Alexandre Corréard, y se publicó en septiembre de 1816. Es una historia espeluznante. Eran los primeros años de la Restauración, el régimen surgido en 1815 tras la definitiva derrota de Napoleón y el retorno de la dinastía borbónica. En julio de 1816, La Medusa, una fragata que era el orgullo de la flota francesa, zarpó de la isla de Aix, cerca de Burdeos, con destino a la ciudad de Saint-Louis, en Senegal. Luego de las guerras napoleónicas, su misión era recuperar el control de las antiguas posesiones francesas de África. La expedición estaba compuesta por funcionarios, militares, colonos y científicos, entre quienes se encontraban el coronel Julien Schmaltz, recién nombrado por el rey Luis XVIII como gobernador de Senegal, acompañado por su esposa e hija. El capitán del buque era el oficial de marina Hugues Duroy de Chaumaray, un antiguo exiliado cercano a los círculos ultramonárquicos, que llevaba más de veinte años sin navegar.

Una combinación de negligencia e incapacidad por parte de Chaumaray hicieron que el navío se alejara del resto de la flotilla, no redujera su velocidad ante la escasa profundidad del agua y terminara encallándose en el banco de Arquin, señalado con claridad por las cartas naúticas de la época. De ese modo, insólitamente La Medusa naufragó un día de buena visibilidad y con el mar en calma. El pánico invadió a la tripulación cuando las enormes olas azotaron la nave. Había que abandonarla pero los botes salvavidas no eran suficientes para las más de cuatrocientas personas a bordo. Chaumaray, entonces, eligió a los privilegiados que podrían subirse a los botes (él, entre ellos) y ordenó construir una gran balsa con pedazos del casco. Fueron 147 las personas que tuvieron que subirse a esa embarcación. Soldados, marinos, civiles y una mujer, que sólo contaban con cinco barricas de vino, dos de agua y una caja de galletas como víveres. La promesa del capitán era que los remolcarían hasta la costa con una serie de amarras. Sin embargo, esa promesa se diluyó en cuanto el capitán advirtió que los botes no conseguían avanzar por el peso de la balsa. En su testimonio, Savigny asegura que las sogas fueron cortadas. “El 7 de julio es domingo. Los náufragos, que en su mayoría son como ya he dicho soldados, pasan el día primero abatidos, luego enfurecidos por el abandono. No podíamos creer que nos hubieran abandonado hasta que dejamos de ver los botes, y caímos en una profunda desesperación.”

Entonces se desencadenó la lucha por la supervivencia. A trompadas. A machetazos. Algunos fueron empujados al mar, otros decidieron suicidarse. La sucesión de tragedias mínimas hicieron la situación insostenible: la caja de galletas se terminó el primer día, la reserva de agua cayó al mar la primera noche y sólo quedaron las barricas de vino, que emborracharon a los soldados hasta el delirio. La verdadera pugna no fue por las galletas o el vino sino por conseguir los mejores lugares para no caer al mar. “Todos intentaban llegar al centro de la balsa”, relata Savigny. Al cabo de una semana sólo quedaban veintiocho, y éstos sobrevivieron bebiendo su propia orina y comiendo el cuero de los correajes, las bolsas de munición, las vainas de sus armas e incluso los sombreros que los protegían del sol abrasador. Hasta que en un momento decidieron comer también a los que habían muerto. Más que el dolor pudo el ayuno: la escena resultaba dantesca. El 13 de septiembre de 1816 el Journal des debats politiques et litteraires le dedicó a la catástrofe casi cuatro páginas de su edición.

Géricault conoció la historia a través del diario y luego la escuchó en la voz temblorosa de Savigny. Ambos estaban interesados en el otro: Géricault para pintar una obra maestra basada en un hecho de público conocimiento y Savigny para difundir aún más sus reclamos ante el sistema. Con 28 años, Géricault era un artista reconocido entre los críticos pero según algunos historiadores había perdido una beca en Roma y necesitaba relanzar su carrera. La historia del Medusa lo cautivó de tal manera que hizo emerger en él toda su brutalidad romántica. Mudó su pequeño taller de la rue des Martyrs a un espacio más amplio en el Faubourg-du-Roule, camino a Neuilly. En ese lugar se recluyó para no distraerse con la vida social parisina. Una y otra vez escuchó el relato que le hicieron Savigny y Corréard y el resto de los náufragos con los que consiguió hablar, recopiló el material aparecido en la prensa y también dibujos y litografías realizadas por otros artistas y encargó una maqueta de la balsa a un carpintero. Por último eligió un lienzo de dimensiones monumentales: treinta y cinco metros cuadrados. Tres fueron los bocetos realizados por el artista antes de la versión definitiva de Una escena de naufragio, título con el que la presentaría al Salón de París de 1819.

El primer problema que tuvo que resolver Géricault fue el de la proporción: era casi imposible representar a ciento cuarenta y siete personas abandonadas en una plataforma de madera en medio del mar. Tenía que hacer un trabajo de síntesis que mantuviera el dramatismo de la escena. Además sabía que debía darle protagonismo a la representación de los cuerpos, por eso utilizó como modelos a los sobrevivientes, y también a su reciente amigo, el pintor Eugène Delacroix, y a su discípulo Louis-Alexis Jamar. Buscó inspiración en una especie de flâneurismo previo a Baudelaire. Antes de Haussmann, París era un laberinto densamente poblado, con calles plagadas de basura pudriéndose y hombres amputados que deambulaban sin rumbo luego de sobrevivir a las batallas napoleónicas. Esta evidencia del abandono y la enfermedad habían empujado a Géricault a producir durante 1817 y 1819 una serie de litografías punzantes y provocadoras (entre ellas Retour de Russia) que, al igual que el lienzo de la Medusa, exploran diferentes formas de la traición, atestiguan el florecimiento de su conciencia política y revelan su mórbido espíritu. El artista deambulaba por las calles en busca de esos otros abandonados por el sistema: los que agonizaban en el hospital Bicêtre o en el hospital militar de Beaujon. Eso lugares contribuyeron con sus investigaciones pero más lo hicieron sus visitas a la morgue donde se dedicaba a dibujar cadáveres. Así lo había hecho Caravaggio cuando pintó Muerte de la Virgen (1601) y tomó como modelo para la madre de Cristo el rostro de una mujer ahogada.

Los claroscuros caravaggescos de La balsa de la Medusa acentúan aún más el dramatismo de ese detalle que Géricault tuvo en mente desde el primero de sus bocetos: la dirección del viento. Aunque en retrospectiva sepamos que esos pocos náufragos fueron rescatados por el barco Argus, que apenas logramos percibir en el vértice derecho, Géricault plantea que esos hombres existencialmente están a la deriva. Esa imagen de la desolación generó, a la vez, profunda admiración y furiosas críticas. El pintor Marie-Philippe Coupin de la Couperie, que en el salón de 1819 presentó su obra Sully montrant à son petit-fils le Monument renfermant le coeur d’Henri IV, señaló que Géricault se equivocaba, “porque la pintura trata de hablarle al alma y a los ojos del ser humano, no de repelerlo”. La provocación de Géricault (una combinación de clasicismo formal y violencia temática) influyó en sus contemporáneos. No podríamos entender La Libertad guiando al pueblo (1830) sin La balsa de la Medusa. La estructura piramidal en la que se construye la imagen es la misma así como el piso de cuerpos muertos, aunque ambas obras varían en algo esencial: mientras que Delacroix convoca al espectador al pintar a sus personajes de frente, Géricault, al hacerlos de espalda, nos convierte también en náufragos.