Walser, realista
Más de un siglo después de su publicación, El paseo sigue siendo una nouvelle fascinante incluso para sus peores lectores posibles
FLAVIO LO PRESTI

Durante años me negué a leer El paseo, de Robert Walser, por una posible falta de afinidad: el esquema abierto que prometía la obra me parecía decepcionante, peligroso, perturbador, todo eso junto si es posible, y la ética del abandono que parecía rodearlo me resultaba igualmente incómoda. Me acuerdo de que en una entrevista Fogwill, hablando de En otro orden de cosas, decía que el protagonista (que pasaba de ser guerrillero a prófugo y de ahí a obrero y de ahí a ingeniero casual y de ahí a ariete intelectual del paso hacia la democracia de la pata civil de la dictadura) era el anti Bartleby, porque prefería hacerlo todo, y me di cuenta de que yo me inclinaba por ese tipo de personajes: me parecían más conectados con el modo en que la vida se experimenta realmente. En el fondo siempre me ha interesado el realismo, el realismo de verdad, no el realismo delirante, ni el tropical/infernal, ni el realismo en donde las cosas pueden ser y no ser al mismo tiempo. Abandonarlo todo podía ser simplemente un síntoma y no una cualidad artística, y la mayoría de las reseñas y comentarios de la obra de Walser fundían obra y vida y hacían de su humildad personal, su tendencia a pasear y la decisión de abandonarlo todo para internarse durante 23 años en un psiquiátrico elementos inseparables del valor de su escritura.
Quizás sea una cuestión de edad, pero los arcos que dibuja la novela realista clásica (con un modelo casi contemporáneo en el Garp de John Irving) se revelan a la larga como grandes despliegues ilusorios, y lo que va quedando en la vida muchas veces son esquirlas, atisbos de lo real, que ubican, como dice Walser, todas las cosas en la misma confusa falta de jerarquía: “Con supremo cariño y atención- leemos en El paseo– ha de estudiar y contemplar el que pasea la más pequeña de las cosas vivas, ya sea un niño, un perro, un mosquito, una mariposa, un gorrión, un gusano, una flor, un hombre, una casa, un árbol, un arbusto, un caracol, un ratón, una nube, una montaña, una hoja o tan sólo un pobre y desechado trozo de papel de escribir, en el que quizá un buen escolar ha escrito sus primeras e inconexas letras”.

Esa actitud juega en El paseo a favor de una inesperada comedia de la absoluta bonhomía, a medida que el narrador de Walser va encontrándose con sucesivos “obstáculos” humanos y puede juzgarlos desde una ironía entre socarrona y radiográfica que no se cuida de usar con él mismo: “¿Necesita en verdad un sencillo y honrado panadero presentarse de modo tan grandilocuente, brillar y relampaguear al sol con su torpe anuncio de oro y plata, como un príncipe o una dudosa dama coqueta?”; “Para mí un artesano no es un Monsieur y una mujer sencilla no es una Madame. Pero hoy todo quiere deslumbrar y brillar, ser nuevo y fino y bello, ser Monsieur y Madame, que es un horror”.
Todo, desde la sastrería a la riqueza, es visto en El paseo con esa lente compuesta por una total falta de concesiones y una piedad radical: “«Así pues todo, todo, toda esta rica vida, los amables y sentenciosos colores, este encanto, esta alegría y este placer de vivir, todas estas humanas importancias, familia, amigo y amante, esta clara y tierna luz llena de bellas y divinas imágenes, las casas paternas y maternas y los dulces y suaves caminos perecerán un día y morirán, el alto sol, la luna, los corazones y los ojos de los hombres.» Pensé largo tiempo en ello, y pedí perdón en silencio a las personas a las que quizá pude haber hecho daño”.
Aunque El paseo amaga en un principio con una celebración de la plétora sin jerarquía del mundo humano y natural, en realidad la narración (si es que se la puede llamar de esa forma) va acorralándose en ese rincón en que las ilusiones se pierden y al final solo queda flotando una pegajosa y melancólica oscuridad. La escritura de Walser (que también coquetea festivamente con su propia imposibilidad) se las ingenia para disimular ese hachazo final como lo hace la vida misma: mientras estamos mirando campos verdes, tintorerías, trenes con soldados, hosterías, mientras nos reímos de los hombres con sus pomposos autoengaños, sus ropas, sus jactancias, de golpe (como en el poema ya cursi de Quasimodo) anochece. Con sus juegos de inverosimilitud, con su lirismo irónico, con su incertidumbre formal sometida al azar del paseante, a lo mejor El paseo no es entonces otra cosa que una novela realista.