Jardines, senderos y bifurcaciones
Con la primavera florecen las plantas y se embellecen los jardines, ¿pero qué misterios ocultan? Fernando Krapp recorre escritos de diversas culturas sobre la cuestión y analiza su relación con la psiquis y el llamado “instinto vegetal” del hombre.
FERNANDO KRAPP

Un jardín es siempre una metáfora de lo perdido. Se pueden rastrear sus orígenes en la expulsión del Edén, y las distintas búsquedas de esos paraísos perdidos, indagados en extensos poemas renacentistas, en rituales de iniciación masónica, en la búsqueda de paraísos en la tierra. Los jardines son también espacios de goce y de contemplación estética, lugares de resarcimiento y de erotismo, como los jardines de Babilonia, que foguearon la imaginación de Alfred Kubin para diseñar los reinos de un “otro lado” al que se vuelve en función de recuperar lo que hemos perdido en vida.
Quizás la añoranza por lo que se pierde radica en los mismos materiales con los que se hace un jardín. ¿Por qué insistir en mensurar, en podar, en tratar las alimañas de la tierra, si en definitiva lo orgánico, como nuestras vidas, tienen fecha de vencimiento? Por más que se intente delimitar a la naturaleza con un cerco estético, siempre termina por modificarse y perturbarse debido al tiempo y el clima, a factores externos o internos. Por esa razón se la domestica y se la amaestra, para obtener un control sobre nuestro costado salvaje.

Hay tantas formas de cultivar un jardín como culturas. Francisco Páez de la Cadena en Historia de los estilos en jardinería sitúa los primeros jardines a la ribera del río Nilo. El jardín como “oasis” está relacionado con el uso consciente del agua para alimentar un entorno natural poco fértil. Según Cadena, los elementos que componen a todo jardín, desde los persas y los romanos, son tres: el agua, como símbolo de vida, las plantas, y el cerco que delimita límite fantástico y misterioso. El argentino Mario Katz, en su libro Pequeños paraísos, coincide en la idea de límite y de cerco: “El jardín como paraíso es, al parecer, cosa de pocos. La dificultad de acceder a él está en relación directa con los fantásticos bienes que encierra su perímetro”.
Katz hace una genealogía de los modos de concebir un jardín en diversas culturas. Para los occidentales, la relación con la naturaleza está mediada por el control o la ensoñación, el jardín funciona como rito de iniciación o como un culto a lo desconocido y a la magia; mientras que los jardines asiáticos y sobre todo los japoneses, permiten un contacto con la propia individualidad; los jardines son una prolongación de la psiquis que cultivamos gracias a la meditación.
¿Qué nos atrae tanto de los jardines y de las plantas que una simple maceta con una plantita de menta arriba de nuestras heladeras nos provoca un efecto misterioso y desconocido? ¿La necesidad de imponernos y domesticarlos, la fascinación por lo que no conocemos, el costado salvaje, el erotismo, la magia? Cada época diseñó sus jardines a imagen y semejanza que en cierto modo funcionarían como espejos de aquello que no se puede recuperar.

Plantas y alma
Durante los años setenta, Christopher Bird y Peter Tomkins, un botánico y un ex agente de la CIA se juntaron para llevar adelante una serie de investigaciones. La idea era demostrar que, como los seres humanos, las plantas también poseen eso que conocemos como alma (si es que lo conocemos o si realmente existe). Eran años de watergate y de escuchas con cables y micrófonos, y el grabador se había convertido en un aparato revolucionario. Utilizando los métodos interrogatorios de los servicios secretos, los autores llegaron a la conclusión de que las plantas tienen un inconsciente. Sus hipótesis y conclusiones fueron publicados en un bello libro titulado La vida secreta de la plantas, que sirvió de inspiración a un disco de Stevie Wonder. Dos años después, un estudio científico refutó todas las ideas del libro y las dio por obsoletas.
¿En qué nos parecemos los humanos a las plantas? La pregunta atraviesa El jardinero apasionado el libro del alemán Rudolf Borchardt, publicado a fines del siglo xx. Nacido en 1877, traductor del italiano y del griego, fue un poeta menor, amigo de Stefan George y de Hugo von Hofmannsthal, que pasó sus últimos años en Italia, emulando la vida de su adorado Dante mientras trabajaba con elegancia la tierra. El Jardinero apasionado es un libro híbrido (o al menos la moda lo llamaría así hoy), mezcla de ensayo filosófico, memorias y manual para labrar la tierra, el interés de Borchardt por la jardinería no está dado por la genealogía histórica sino en los efectos que las pequeñas parcelas tienen sobre nuestras consciencias. Borchardt consideraba que el mundo, la naturaleza, se había convertido en un espacio reducido: “El mundo en su conjunto ya no es más que un lugar salvaje; aquello que no es el mundo no puede ser otra cosa que jardín”.
Lo más interesante del texto es la comparación entre plantas y personas. Si bien nuestro ADN, diría la gaya ciencia, nos remonta a los mamíferos, nuestro comportamiento estaría más cercano al de las plantas y vegetales; sobre todo a las flores. Borchardt se pregunta por qué la primavera ejerce esa fascinanción irracional (y algo estúpida, asumámoslo) en los seres humanos, y se responde: “La planta solamente puede desencadenar una poderosa reinvidicación secreta sobre todo ser móvil en la cumbre nupcial de su ciclo de vida, durante la cual se comunica con todas las criaturas, incluso las de mayor tamaño, en un delirio conjunto a través de toda la red inmaterial de información compartida”.
El aroma de las flores despertaría algo así como ese “instinto vegetal” que hay en nosotros.
La planta entonces estaría más cercana a los hombres, su ramaje y follaje estarían vinculados estrechamente con nuestro sistema nervioso; una radiografía demostraría ese nexo invisible entre nuestros cuerpos con la imagen de una planta en el medio del campo. El aroma de las flores, en tanto, despertaría algo así como ese “instinto vegetal” que hay en nosotros. Siguendo la idea de Borchardt, casarse es echar raíces, el amor es un fruto y la forma en la que convivimos nos acercaría más a las macetas. Nuestra lucha por la pulsión sexual estaría justamente en reprimir lo animal y dejar nacer lo vegetal que hay en nuestro espíritu. Un problema que ni el propio Borchardt pudo resolver ya que se lo recuerda por haber escrito una novela pornográfica de más de mil páginas titulada Weltpuff Berlin.

La escritura salvaje
En El Árbol, el escritor inglés John Fowles plantea otra relación muchas veces revisitada: la que habría entre un jardín y la escritura. En unas pocas páginas, que lo acercan a la filosofía pragmática de Henry Thoreau y John Muir, pero también a la permacultura japonesa de Masanobu Fukuoka, que para su agricultura natural evitaba el arado, el uso de fertilizantes, de la poda o la eliminación de malas hiervas o alimañas, Fowles indaga en el impacto de los bosques ingleses en el arte de escribir.
Fowles es un escritor inglés famoso por una serie de novelones que mezclan el erotismo con la magia y el thriller. El más recordado es El amante del teniente francés, aunque quizás su mejor novela sea El Mago. Más allá de esto, después de su éxito, Fowles compró varias hectáreas en la campiña inglesa para combatir contra el fantasma de su padre. Se dedicó a observar el crecimiento de su bosque a diferencia de su padre que, con las herramientas de la agricultura, pretendía sacar un rédito económico de la tierra. Escribe: “En cierto modo, los bosques son como el mar, demasiado diferentes e inmensos en cuanto a sus desafíos sensoriales así que, al final, todo lo que podemos captar es la mera superficie”.
Para Fowles, ese tipo de jardín salvaje, primitivo estaría más cerca del arte de escribir. Señala que, a pesar de los años, nuestra relación con los bosques y con la naturaleza sigue siendo esencialmente medieval: aquello que no podemos conocer o entender, nos da miedo o lo mantenemos en una distancia controlada; lo que no podemos controlar ni comprender por completo debilita nuestra capacidad racional y social. Por esa razón, Fowles encuentra una analogía entre los bosques y el arte de la prosa. La escritura de novelas es un ejercicio consciente hacia un territorio desconocido. Una parte del retiro creativo debe hacerse, señala, hacia un “costado salvaje”, esa es una parcela por lo general reprimida y socialmente oculta. Una caminata por un bosque es una búsqueda de lo desconocido al mismo tiempo que una búsqueda de la libertad. “Como una caminata por el bosque, todas las novelas son también, de alguna manera, un ejercicio consciente de búsqueda de la libertad”.

Un oasis en la piedra
Cuando al director de cine y escritor Derek Jarman lo diagnosticaron con VIH positivo, compró una parcela al norte de Inglaterra, un lugar poco propicio para el crecimiento de plantas, y con paciencia zen y voluntad de vida, fue haciendo crecer un jardín en donde proliferaron las amapolas. El proceso fue registrado en una película llamada, justamente, The garden, y en un diario de notas compilado en el libro Naturaleza moderna, traducido recientemente por Caja Negra.
El gesto casi performático de Derek Jarman recuerda a los viejos movimientos de vida salvaje que surgieron durante los años sesenta, después de que el libro El horticultor autosuficiente de John Seymour impulsara a hordas de jóvenes hijos de profesionales a vivir en comunidad entre la naturaleza. Pero el gesto desesperado y vital de Jarman lo alejan de la pequeña productividad de los farmers posmodernos; Jarman es tan rebelde como anticuado. No tiene tarjeta de crédito ni auto, y su casa está ubicada en una roca, pero al mismo tiempo usa una máquina de fax, reniega por la falta de tradiciones y por la amnesia moderna ante los nombres científicos de las plantas.

Su registro es visual y preciso, detalla los cambios del clima, cómo algunas algunas plantas crecen y otras no, la gente que va conociendo en el pueblo y el trabajo con el molino y el agua. Esa regresión a un estado primitivo y contemplativo, de contacto con lo natural, lo lleva a anotar: “La edad media ha sido el paraíso de mi imaginación. No el Edén del caminante de William Morris, sino algo subterráneo, como las algas y el coral que flotan dentro de las tapas de los relicarios”.
El jardín funciona como un legado de lo perecedero. Mientras Jarman asiste a la lenta descomposición de su cuerpo, su jardín crece y florece. El último esfuerzo vital del artista es por una obra que será modificada y cobrará un curso propio frente a las inclemencias del tiempo y del clima; un jardín que desde su origen se concibe como perdido. Pero que en su gesto y en su voluntad creadora radica en cierto modo el sentido de toda obra; en saber que aquello que plantamos sobre la tierra, alimentado por una fuente de agua y el movimiento de la tierra frente al sol, nos superará en vida pero también va a desaparecer.