El filósofo que se pasó la vida tratando de imitar lo inimitable: el balbuceo infantil del que la poesía surge y al que, finalmente, la verdad siempre retorna.
Maximiliano Crespi

En el obituario que publicó en 2007 en Libération a manera de contra-despedida, Jean-Luc Nancy imaginaba a su amigo Philippe Lacoue-Labarthe (1940-2007) componiendo el personaje de su propia historia heroica. La semblanza de Nancy, junto a quien escribió Le Titre de la lettre y L’Absolu littéraire en el origen de la “Escuela de Estrasburgo”, lo muestra como al actor que se vio obligado a encarnar lo que no había podido representar ni incorporar: el habla, no formal ni significante, sino formante; el encantamiento, el tartamudeo. Tiempo atrás, él mismo había referido esa condena de saberse nacido “para la literatura” al obstinarse en alcanzar un habla poética sin poesía (sin poiesis): no producir libros de poesía, pero no dejar de imitar lo inimitable: el balbuceo infantil en que la poesía surge y al que, finalmente, siempre retorna.
La imitación de los modernos. Tipografías 2 es sin duda prueba fiel de esa obstinada voluntad de semejanza. El volumen, compuesto por una serie de diez largas conferencias dictadas entre 1978 y 1985, guarda estrecha relación con trabajos previos de Lacoue-Labarthe como La ficción de lo político. Heidegger, el arte y la política o Heidegger. La política del poema, pero sobre todo deja ver la traza porfiada de un pensamiento minucioso y coherente enfocado en las complejas relaciones que atan al arte con lo político en el problema de la mímesis. El juego insinuado en el genitivo doble del título, subrayado en el epílogo que escolta la precisa y cuidada traducción de Cristóbal Durán, recoge la ambigüedad de los problemas que el libro anuda: las condiciones de sobrevida de la mímesis en la imaginación moderna, por un lado; y por otro, los momentos que atestiguan el retorno de la modernidad hacia esa forma que guarda un modelo aún abierto a la reinvención.
La re-teatralización del mundo a través de la paradoja del comediante con que Diderot opone la actuación de la mímesis a la mímesis pasiva; la cesura especulativa producida por Hölderlin en su insistente retorno a esa Grecia inimitable (“no por exceso de grandeza sino por falta de propiedad”) para (des)organizar los temas de la tragedia y descubrir la posibilidad de ese “juego del duelo” en que se funda el Trauerspiel; el “nudo de lo trágico” (entendido como la ruina misma de lo imitable) desde el que se lee, en el fantasma “Nietzsche”, la posible sustitución de la imitación de los poiemata por la de la poiesis misma (es decir, la imitación de la potencia) o se subraya esa especie de nobleza y locura que la pulsión dionisíaca refrenda en el antagonismo metafísico por excelencia (su manera de estar definitivamente del lado del ser, cuando lo apolíneo sólo se ampara en la apariencia); la interrogación de una “política posible” cuyo fundamento sea el pensamiento heideggeriano o los estrechos vínculos entre arte, tékhne y política que el autor de Ser y tiempo retoma desde el corazón mismo de la poética clásica; el trasegado fantasma de Edipo que, (re)presentando el destino de la aletheia (el desvelamiento del ser y el salvajismo de su ensañamiento), define el sentido de la pasión occidental (el querer saber); y los envíos supuestos en las misivas a Jean-François Lyotard (sobre la condición de lo posmoderno) y a Jacques Derrida (sobre la esencia de lo político), son de hecho eslabones comprometidos en esa insensata tarea de reinvención de la mimesis.

La definición de este corpus heterogéneo, que articula textos literarios y filosóficos (sin que entre ellos medie la razón de una jerarquía disciplinaria), no sorprende. Desde hace años, la reflexión de Lacoue-Labarthe se había venido centrando –directa u oblicuamente– en la cuestión de la ficción como forma de la política: el espacio donde la barra que simbólicamente separa la filosofía de la literatura se debilita y se hace posible, entre ellas, una convivencia desalienada que suspende la relación maestro-esclavo y libera sus potencias.
Tampoco es casual que el libro se interrumpa sobre un momento de pliegue reflexivo: al preguntarse “en nombre de qué escribir”. Perturbar toda asignación, frustrar toda destinación pueden ser los motivos pero no la causa de una escritura. Entre la recusación de la autoría propietaria y la insistencia de la obra como à venir, el texto de Lacoue-Labarthe suscribe una prórroga –pone un guión donde otros la barra– para pensar las condiciones de respuesta a esa pregunta todavía latente.
