Los secretos, los misterios y las rutinas del viejo oficio de componer ficciones.

DIEGO ERLAN

No es fácil llevar lo que está en la imaginación al papel. A veces unx tiene que estar sentado cuatro horas para conseguir escribir una línea. Una sola. La primera. Y ya amanece y tiene que irse a trabajar o a buscar a su hijx al jardín. A veces unx se sienta porque tiene una hora (nada más) y el tiempo es insuficiente. A veces, cuando tiene todo un día libre porque es domingo, porque no hay nadie más, lo interrumpe una nueva actualización en su computadora, un nuevo posteo de alguien en la red social, las ganas de abrir una cerveza y sentarse a mirar la nada para que pase el tiempo. A veces unx quisiera que esto fuera magia. Y no lo es. No hay pruebas de que Rimbaud, por ejemplo, se entregara a los experimentos de magia negra para componer sus poemas: ni demonología ni aquelarres ni ceremonias obscenas. Parece que a Rimbaud le atrajo menos el rito en sí que el discurso hermético y las imágenes que descubría en sus libros. Esa falta de pruebas desecha una imagen posible del artista: la del alquimista, la del mago. ¿O acaso no podría pensarse como un ritual cuasi satánico el que llevaba a cabo Salinger todos los días en la cabaña que se construyó cerca de su casa para evadirse del mundo ordinario de su familia y abandonarse al universo de amor y sordidez de la familia Glass? Esa imagen del proceso de creación del artista como rito satánico tiene una escena ya mitológica: la del pacto con el diablo. Desde Estanislao del Campo hasta Thomas Mann retomaron la leyenda, porque resulta fascinante convertirse en voyeur del instante epifánico en que el artista pacta con el diablo para ser invadido por el genio. En la historia del arte, la iconografía preferida del cristianismo muta al demonio en ángel y es éste quien dicta a los apóstoles la palabra de Dios. Caravaggio lo compuso en su pintura San Mateo y el ángel. Esa iconografía es la variación de una misma idea: la de la voz. Fogwill, en medio del caos de su escritorio, repleto de cables y cigarrillos y rastros de chocolate y páginas sueltas de poemas que le fascinaban, escribía al dictado de una voz, quizás la misma “voz extraña” que escucha Fabián Casas o son las voces que escuchaba Faulkner al trabajar en Mientras agonizo. El lugar común habla de musas y son ellas, representadas del modo que sea, las que se instalan alrededor del escritorio o son convocadas en el atelier, para que el hombre común en una suerte de trance se convierta en el héroe que intentará atrapar “el gran pez dorado” al que se refiere David Lynch en su libro.

Tics, sudor y lágrimas
Cuando a Norman Mailer le preguntaban de qué dependía su trabajo respondía con una palabra que él consideraba desdichada: resistencia. “Convertirse en escritor profesional es tan difícil como convertirse en atleta. A menudo depende de la capacidad de mantener la fe en uno mismo”. No se escribe novela dedicándole dos horas brillantes por semana, decía Mailer. No se escribe una novela si se pierden demasiadas mañanas y demasiadas tardes en una resaca. Cómo se escribe, entonces, es una de las obsesiones de aquellos que ocupan los días en esa faena. Todo escritor tiene sus rituales. Lo supo Francesco Piccolo cuando recababa anécdotas para su libro Escribir es un tic (Ariel). Amparado en los ritos, entiende Piccolo, el escritor puede trabajar con serenidad pero, más que nada, crear un simbolismo por el que cada cual siente un apego especial, hasta el extremo de construir un ambiente mágico para volcar en él su energía creativa. Esta idea es literal en Toni Morrison. La habitación donde escribía la premio Nobel estaba llena de duendes y espíritus mágicos y no permitía que nadie ingresara en ella por miedo a que estas figuras se escapen en presencia de extraños. Encontramos ritos algo más mundanos. La botella de whisky de Marguerite Duras, el mameluco de mecánico que vestía García Márquez, el café en la famosa cafetera de porcelana de Balzac. 
Luis Chitarroni supo imitar todo lo que pudo los rituales de los escritores que admiraba. “Escribí de pie y caligrafié con letra de coleóptero, no para que la regia luz de un estilo intransmisible aboliera la tosquedad de mi sintaxis sino para ser Borges de una vez y para siempre (o Herbert Ash o Pierre Menard o Herbert Quain). Y hubiera copiado las faltas de ortografía que Leónidas Barletta denunció en Arlt, si estas no fueran, sin la asistencia de Silvio Astier, algo difícil de alcanzar después de haber servido como extra en El carapálida. Combiné páginas de otros para que no eximirme de esa competencia de idoneidad pasada de moda. Como se ve, no es una superstición artesanal sino ontológica la que me persuade. Escribo sin humildad ni respeto por los márgenes en cuadernos lindos que consigo, aunque puedo hacerlo sobre cualquier superficie, en la libreta menos hospitalaria que encuentre, sobre pentagramas o papel milimetrado, pero siempre sin humildad. La humildad no sirve de mucho, me temo, a la hora de escribir, aunque es un plato que se sirve frío en la vida de los que empezamos a solicitarla sin éxito de jóvenes. El efecto de venganza lo es todo, y a menos que nos hayamos curado en espíritu de simetría, nos obliga a mantenernos en forma, observando de lejos –respetuosos, discretos– los ritos de los mejores.”
Quizás no haya obra que refleje más un modo de trabajo como la serie “Diarios”, de Guillermo Kuitca. Se trata de enormes telas circulares con las que el artista cubría la mesa de trabajo de su taller: manchas de pintura, anotaciones de ocasión y una dirección de correo pueden funcionar como testimonio y huella de un proceso. 
La cuestión seguirá siendo siempre la misma: ¿de qué manera se escribe (o se pinta o se compone)? ¿Cómo crear algo que valga la pena mientras se gana la vida como empleado de un banco? ¿Acaso es mejor dedicarse por completo a un proyecto? ¿Se puede escribir con una vida caótica, con una vida displicente? ¿Se puede crear teniendo cuarenta años, un empleo burocrático o tres hijos? ¿Se puede crear con una beca de por vida? Mason Currey compiló algunas anécdotas alrededor de la creación en su libro Rituales cotidianos (Turner). Aunque Currey parece enfocarse en métodos de artistas para brindar fórmulas a empresarios que intentan exprimir su lado creativo, el volumen compila escenas mínimas, manías extrañas pero más que nada una serie de ejemplos sobre la fuerza de voluntad aplicada por escritores, artistas, compositores o filósofos de diferentes épocas, tanto europeos como estadounidenses. El crítico y escritor V. S. Pritchett se dio cuenta de que todos los grandes hombres se parecen en un punto: nunca paran de trabajar, no pierden ni un minuto. “Es muy deprimente”, señaló.

Orden y progreso
W. H. Auden tenía una frase: “La rutina, en un hombre inteligente, es signo de ambición”. Como un estoico moderno, Auden sabía que el camino más seguro para disciplinar la pasión pasaba por disciplinar el tiempo. Era ordenado, riguroso y cronometraba cada momento de su día. Al parecer era el opuesto perfecto del pintor Francis Bacon, en cuyo taller reinaba absolutamente el caos (papeles y libros tirados en el suelo, muebles rotos, desechos por doquier). En ese escenario pintaba Bacon hasta que salía con sus amigos, tomaba todo el alcohol que tuviese a su alcance, desde la tarde hasta bien entrada la madrugada, pero siempre se levantaba temprano, aunque hubiese dormido sólo dos horas, para ponerse a pintar. Le gustaba trabajar con resaca. “Porque mi mente chisporrotea de energía y logro pensar con mucha claridad”, solía decir. Auden y Bacon representan dos formas opuestas del mismo estoicismo. Auden desdeñaba a los noctámbulos, pero Toulouse-Lautrec, por ejemplo, pintaba por las noches en los burdeles; Samuel Johnson empezaba a escribir mientras Londres dormía, a la luz de las velas, y la artista Louise Bourgeois, al padecer insomnio, supo aprovechar ese tiempo acostada en la cama con su cuaderno de dibujos. Henry Miller también trabajaba por las noches hasta que se dio cuenta que rendía mejor por las mañanas. Agatha Christie, que en vez de escritora durante mucho tiempo se consideraba ama de casa, escribía a cualquier hora, en cualquier parte, en la mesa del comedor o en el lavadero, no importaba: siempre que tuviera un rato y una mesa fuerte se lo dedicaba a planificar asesinatos e investigaciones. Y mientras Goethe aconsejaba no forzar nada si es que no se podía escribir y que era mejor desperdiciar las horas o pasar los días durmiendo, John Updike nunca creyó que debía esperar a estar inspirado para trabajar porque entendía que los placeres de no escribir son tan grandes que si uno empieza a entregarse a ellos jamás volverá a hacerlo. “La rutina es una condición de supervivencia”, escribió en una carta Flannery O’Connor. Salinger lo supo: compuso El guardián entre el centeno mientras sobrevivía a las bombas de la Segunda Guerra Mundial.

¿El trabajo dignifica?
A ciertos artistas tener empleo los hacía sentir desdichados. A otros, en cambio, les otorgaba tranquilidad y una disciplina necesaria para el espacio creativo. Wallace Stevens, que desde 1916 trabajó como abogado en la Hartford Accident and Indemnity Company, decía: “Resulta que tener un trabajo es una de las mejores cosas que podían pasarme en el mundo. Introduce disciplina y regularidad en nuestra vida. Soy todo lo libre que deseo ser y por supuesto no tengo ninguna preocupación en cuanto al dinero”. Otro caso es el de Joseph Cornell que, a los 31 años, consiguió un trabajo de nueve de la mañana a cinco de la tarde en la división de artículos domésticos de un estudio textil en Manhattan. Aunque era tedioso y mal remunerado, Cornell se sentía obligado a mantener su hogar, donde vivía con su madre, que lo retaba por acumular basura en la cocina, y un hermano minusválido. Sus extrañas “cajas”, confeccionadas con lo que su madre llamaba basura, todavía no se habían hecho célebres en el mundo del arte. Y cuando ocurrió, tuvo el valor para renunciar y dedicarse completamente a sus obras, pero al poco tiempo descubrió que le molestaba tanto trabajar como no trabajar: no conseguía adquirir una rutina. Otro poeta, T. S. Eliot, fue maestro de escuela hasta que consiguió trabajo en la banca Lloyds de Londres. Aunque pudiera resultar deprimente esa perspectiva, Eliot estuvo agradecido de ese trabajo porque ganaba mucho mejor que un maestro y además era menos cansador. Permaneció allí ocho años, hasta que aceptó un puesto en la editorial Faber & Gwyer, que luego se convertiría en Faber & Faber.

No fue magia 
“Escribir no es un trabajo duro, es una pesadilla”, señaló Philip Roth en 1987 interpretando el rol de escritor sufriente. “Con la escritura siempre se está volviendo a comenzar. Dado nuestro temperamento, necesitamos esa novedad. Hay mucho de repetición en este trabajo. De hecho, una habilidad que todo escritor necesita es la capacidad de permanecer inmóvil en esta ocupación profundamente desprovista de acontecimientos”. Hay una escena de la novela La visita al maestro que se acerca a lo que plantea Roth como pesadilla de repetición. Es un momento en el que el anciano E. I. Lonoff le describe al joven Nathan Zuckerman su rutina: “Doy vuelta a las frases. Esa es mi vida. Escribo una frase y luego le doy la vuelta. Después la contemplo y le doy otra vez la vuelta. Luego voy a comer. Después me instalo de nuevo y escribo otra frase. Luego tomo té y le doy la vuelta a la nueva frase. Luego releo las dos frases y les doy la vuelta a ambas. Después me acuesto en mi sofá y pienso. Luego me levanto y las tiro a la papelera y empiezo desde el principio otra vez. Y si me aparto aunque sólo sea durante un día entero de esta rutina, me siento frenético de aburrimiento y de una sensación de estar desperdiciándome”. En su poema “La dispersión”, el argentino Joaquín Giannuzzi capturó con acierto una imagen posible de la angustia del proceso creativo: “Sobre esta mesa he apoyado los brazos y la cabeza./ Piedad y desprecio por mi mundo. Los lugares comunes/ de la materia que me rodea. Un lápiz, una caja/ de fósforos, una taza de café, ceniza/ de cigarrillos sobre un desorden de papeles./ Cuánta desesperanza de poesía sin porvenir./ Y de pronto la certeza de que morir es apartarse de la mesa,/ la noción de que todo se perderá./ Cada cosa se ausentará de la otra,/ los objetos de quienes soy el centro dejarán de amarse./ Yo mismo, agonía volcada, volumen apretado al planeta/ me veré arrojado por la ventana,/ pedazo a pedazo, a trozos que se odian/ hacia la fría unidad de la noche”. Algo entendió Giannuzzi: morir es apartarse de la mesa.

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