Argentinas
En el Día de la Reafirmación de los Derechos Argentinos sobre las Islas Malvinas, una reflexión sobre los territorios de la memoria nacional a partir de obras de Carlos Godoy y Lucas García Molinari.
Paula Puebla

Jardín de Kay McCullum, señora que alojó al fotógrafo en Puerto Argentino, Isla Soledad. Islas Malvinas; provincia de Tierra del Fuego, Antártida e Islas del Atlántico Sur; mayo 2017.
Lucas García Molinari (IG @lucasgm)
Cuando el lenguaje bélico parece dominar la escena apocalíptica global suscitada por el Covid-19, la conmemoración del Día de la Reafirmación de los Derechos Argentinos sobre las Islas Malvinas de este año viene a poner en relieve las metáforas que resuenan en la narrativa pandémica. Como una reacción de pánico a lo desconocido y a lo impredecible, en la que los humanos somos al mismo tiempo vacuna y propagador, la memoria de “la gran causa nacional” de Malvinas señala el abismo entre lo simbólico y lo real, entre lo abstracto y lo concreto, entre la actual “guerra invisible” y la librada durante 74 días en los confines del mundo en el ocaso de una dictadura militar de proporciones nefastas y consecuencias incurables.
La construcción. Metales radioactivos en las islas del Atlántico Sur, del narrador Carlos Godoy, y Esquirlas: viaje a la Argentina ocupada, del fotógrafo Lucas García Molinari, son dos evocaciones a nuestras islas que desafían la manera establecida en la que pensamos y debemos pensar acerca de ellas. Nacidos en democracia, estos autores argentinos producen obras que abren algunas preguntas que interpelan críticamente a la propia máquina cultural. ¿Cómo se escriben las Malvinas? ¿A los fines de qué se las puede traer al ruedo? ¿Cómo es, de hecho, ese paisaje que imaginamos desolador y ajeno, tomado por una lengua colonizadora? ¿Cómo se ve el territorio dentro de aquel contorno que los argentinos conocemos de memoria? ¿Significa Malvinas otra cosa más allá y a pesar de “la guerra”?
Publicada por Momofuku poco después de la inauguración del Museo Malvinas e Islas del Atlántico Sur en el Espacio Memoria y Derechos Humanos, La construcción. Metales radioactivos en las islas del Atlántico Sur irrumpió en la escena cultural con una serie de reflexiones que ponen entre signos de interrogación ese nudo de significantes conformado por las islas y la guerra. A través de la alegoría, y mediante fragmentos breves, el cordobés Carlos Godoy escribe ahí donde la historia parece apropiarse de todo y lo hace de manera impredecible: levita sobre lo tácito, explota lo que está implícito y cava hondo en la fosa de sentido abigarrado durante los años de la democracia kirchnerista.

La construcción. Metales radioactivos en las islas del Atlántico Sur (Momofuku)
Si ―como escribió María Moreno― “la patria es, en principio, una cuestión de tierra”, La construcción opera, también, sobre las ideas de nación y de estado en consonancia con el proyecto literario del autor. Godoy utiliza la ficción para vehiculizar el hecho político de apropiación del territorio en el que la novela se construye a partir del habitar de las islas. Desde el comienzo, donde se consigna que “Nuestra tierra puede verse desde el cielo como dos manchas de un test de Rorschach separadas por apenas un pequeño espacio en blanco”, hay una intención interpretativa que propone al lector volcar sobre esas manchas un imaginario cargado de sentidos renovados y renovadores. Las islas que describen La construcción “forman parte de algo”, son “heladas, con sus juncos flameando” y “son silencio. Un oscuro río que no permite ver el fondo”, descripciones que hacen emerger las Islas Malvinas en un diálogo que el autor de la Escolástica Peronista Ilustrada sostiene con el lector a través de la omisión, el guiño o la sugerencia. El no decir ―en rigor, el no escribir― hace aparecer más rotundamente aquello que no es dicho.
La novela está dedicada “al marinero Fogwill”, lector de los primeros retazos de texto y autor de Los pichiciegos, una de las piezas emblema de la literatura de Malvinas. Con menos reminiscencias a este clásico que a Runa, por su ruptura con el realismo y su registro mediado entre el informe y la bitácora, Godoy lanza a sus personajes a la aventura, la expedición, el descubrimiento. Trabaja desde el no-saber en función del imaginario de una sociedad con pescadores, “kelps” con hijos deformes, geólogos con mambos esotéricos, un millonario rodeado de monos dentro de un castillo, un jugador de fútbol al que se llama “el héroe”, un hombre que predice el tiempo. Habita las manchas hasta un clan chino ―verdad migratoria de nuestros tiempos―, con Chen Chin Wen a la cabeza, un shaolín que enseña el desapego: “¿Por qué había chinos en la mancha de enfrente? ¿Hace cuánto estaban? ¿Cuántos eran? ¿Quién los había traído?”. Carlos Godoy puebla las islas con una rareza que camina al costado de la realidad, y adjudica a esta civilización insular preestatal un mismo sueño que “podría o debería ser ambicioso, porque los sueños tienen esa cualidad, pero soñamos con algo que nos une como ciudadanos y nos afecta como personas. Es parte de todo eso de lo que no hablamos. Sabemos que soñamos lo mismo pero no lo decimos”.
Parte de una trilogía a la que, según su autor, le seguirán las aún inéditas La limpieza y La dominación, esta primera parte ejecuta un acto de soberanía desprovisto del cortinado de solemnidad que suele revestir los grandes temas ―y las hondas heridas― de un país desangrado. Godoy se vale además de una hipérbole que, mimetizada entre las 146 páginas de la historia, encripta en algo tan fundante como la edificación de una pared el nacimiento de un Estado.

Jubilee Villas en Ross Road, Puerto Argentino, Isla Soledad. Islas Malvinas; provincia de Tierra del Fuego, Antártida e Islas del Atlántico Sur; mayo 2017.
Lucas García Molinari (IG @_lucasgm_)
Evocada en las últimas semanas a raíz de las reflexiones en La enfermedad y sus metáforas, Susan Sontag dejó también un escrito fundamental que analiza y pondera la cultura visual en Occidente. Sobre la fotografía, ensayos reunidos en 1977 tras su publicación en The New York Review of Books, es la constatación de que las imágenes fotográficas no sólo redimensionan nuestra forma de mirar sino que constituyen una gramática propia y hacen del fotógrafo un héroe moderno. García Molinari viajó a las Islas Malvinas en el mes de mayo de 2017 para hacer frente a un interés de saber que excede a ese binomio presuntamente indisoluble conformado por la fotografía y el turismo que, de hecho, es quebrado en las puertas de la aduana con el peso del pasaporte. El visitante argentino de las islas no es nunca ―únicamente― un turista, un sujeto enganchado a esa cadena donde la realidad es apenas una secuencia de consumos. Un argentino en Malvinas es un expedicionario, que observa y reconoce el terreno, y que convierte a su cámara en brújula y a cada foto en un documento de la historia.
Esquirlas: viaje a la Argentina ocupada es un ensayo fotográfico que, desde el título, se atreve a invertir posiciones. García Molinari desplaza la extranjeridad hacia el lado de quienes ocupan en efecto las islas y, como lo hace Godoy desde la literatura, presenta el territorio como hecho político. En este mismo sentido, se ponen en pugna los sentidos de pertenencia (del habitar) y los actos de apropiación (del ocupar) que se reflejan en la experiencia fotográfica del autor. Si, como lo sugiere Pablo Nacach en Ver y Maquinar. La emergencia de una nueva sensibilidad, “lo mirado existe cuando a lo visto se le inocula atención, deseo, voluntad”, entonces Esquirlas puede pensarse como la documentación de una sensibilidad responsable con su soberanía.

Kiel Canal Road en Puerto Argentino, Isla Soledad. Islas Malvinas; provincia de Tierra del Fuego, Antártida e Islas del Atlántico Sur; mayo 2017.
Lucas García Molinari (IG @lucasgm)
Por tales motivos, es probable que el frente de una casa adornado con enanos de jardín, inocentes y coloridos, en posturas torpes y despreocupadas, no generen en nosotros algo demasiado distante de la angustia. ¿Qué representan esas figuras de yeso desparramadas en el césped? ¿Qué nos sugieren esas manos en alto y esas sonrisas detenidas en el tiempo y a la intemperie? ¿Qué lugar queda para la ornamentación ―como típico gesto de consumación hogareña― en un espacio signado por la disputa territorial y la guerra? Es posible que para Kay McCullum, dueña del jardín de la casa donde se hospedó el fotógrafo en Puerto Argentino, no exista en esas figuras ningún tipo de afectación moral. El observador es el portador de una conciencia política determinada por la historia ―una memoria. Y es la fotografía la que la estimula, la revive, la suscita.
En las fotografías de Lucas García Molinari el silencio se oye más fuerte que las voces y las murmuraciones de esa parte ocupada de la Argentina. Y es ese aire intrépido el que carga con la provocación y que invita a una lectura subversiva de aquello que nos es mostrado. La imagen de un viejo “Coach tea room” con la leyenda “Falkland Islands” abandonada a la vera del camino, tomada en Kiel Canal Road en Puerto Argentino, y las cocinas de guerra argentinas, pertenecientes al Batallón de Infantería de Marina Nº5, fotografiadas en el Monte Tumbledown, dan cuenta de lo que hoy no es pero que, alguna vez, ha sido, poniendo en tensión el par uso/abandono. Así, la apropiación del fotógrafo no se limita a la imagen sino que atraviesa la dimensión del tiempo, como una cuarta pared donde el óxido y las huellas que todavía resisten su lectura ―como la inscripción POW, siglas de “prisoners of war”, sobre las chapas negras de un galpón― aparecen para subrayar una nostalgia difícil de tramitar. Como forma artística de masas, el ensayo fotográfico de Esquirlas parece darle la razón a Sontag cuando sentencia que la fotografía es un arte elegíaco que se disputa de forma constante entre el embellecimiento y la veracidad del mundo.

Galpón para prisioneros de guerra (POW, prisoners of war) en Pradera del Ganso (Goose Green), Isla Soledad. Pintada de 1982. Islas Malvinas; provincia de Tierra del Fuego, Antártida e Islas del Atlántico Sur; mayo 2017.
Lucas García Molinari (IG @_lucasgm_)