Cosas concretas
Una lectura de Los niños perdidos, el demoledor ensayo de Valeria Luiselli sobre los inmigrantes ilegales menores de edad, que la llevó luego a escribir Desierto sonoro.
MARIANO GRANIZO

¿Cómo encarar la lectura de un texto cuya premisa, en palabras de su autora, es registrar la mayor cantidad de cosas concretas, historias individuales posibles. “Escucharlas, una y otra vez. Escribirlas, una y otra vez. Para que no sean olvidadas, para que queden en los anales de nuestra historia compartida y en lo hondo de nuestra conciencia, y regresen, siempre, a perseguirnos en las noches, a llenarnos de espanto y de vergüenza”. Vergüenza, esa es la palabra que guía la escritura de Los niños perdidos, publicado en 2016 por Editorial Sexto Piso. Pero la vergüenza no basta, y eso la compromete mucho más, porque Luiselli tiene con qué hacer de esa vergüenza un acto humillante. A quien corresponda.
Mientras se daba la “Crisis Migratoria de 2014”, Luiselli se encontraba estancada en la escritura de una novela y a la espera de la Green Card. La “Crisis Migratoria” de la que habla, si bien es una constante, en esos momentos involucraba a ochenta mil niños sin papeles provenientes de Centroamérica y México. Decide salir con su marido y su hija a recorrer el país para conocerlo: es lo menos que pueden hacer, supone ella, porque para quedarse a vivir en Estados Unidos “tendríamos al menos que conocer mejor el territorio. Así que en cuanto llegó el verano compramos mapas, rentamos un coche, hicimos playlists y salimos de Nueva York”. Hasta aquí lo que tenemos es una típica historia de carretera, una suerte de novela del camino (eso que será posteriormente Desierto sonoro, novela en la que trabajaba por esa época). Van hacia el Oeste y escuchan por radio la historia de los niños que emigran solos desde México y Centroamérica detenidos en la frontera. Esta historia ocuparía su cabeza y su escritura los siguientes años, generando dos libros muy distintos entre sí pese a su relación.

Una historia de aliens
En el proceso burocrático de acceso legal al permiso de permanencia en el país, a las personas no estadounidenses se las denomina “aliens”. Por supuesto que no todos los aliens son iguales, y Luiselli lo demuestra, inteligentemente, al presentarse como alguien que puede hacer turismo interno; existen aliens como Alf o E.T., que sería el caso de ella y su familia, agradables y simpáticos, de los que cada hogar estadounidense desearía tener uno, mientras que los niños detenidos al cruzar la frontera están más cercanos al de Ridley Scott, ese octavo pasajero no deseado y temido. El niño inmigrante lleva enfermedades, delincuencia, vicio; en definitiva, les lleva la barbarie que pertenece al Sur. Ella sabe que son distintos, lo entiende muy bien, por eso no comete el horror de la empatía colocándose al mismo nivel de tragedia que la de los niños: Luiselli será “interprete” de lo que les ocurre, sólo eso.
Dos viajes en el libro. La familia cruza el puente de Manhattan con destino final Cochise, cerca de la frontera con México; mapa enorme semidesplegado frente a la copiloto Luiselli, la enormidad del territorio ante sus ojos: ¿cómo no podría haber lugar para todos? “Llevamos unos días, durante nuestros largos trayectos hacia el oeste, siguiendo una historia en las noticias de la radio. Es una historia triste, que nos va afectando en un lugar profundo, pero que a la vez resulta distante, por inimaginable: decenas de miles de niños que emigraron solos desde México y Centroamérica han sido detenidos en la frontera. No se sabe si van a ser deportados. No se sabe qué va a pasar con ellos. Viajaron sin sus padres, sin sus madres, sin maletas ni pasaportes.” Largos tramos de carretera hasta el SO, acumulando diarios en cada pueblo que cruzan y buscando en la radio la noticia sobre los niños (siempre se habla de “ilegales”, sin importar las edades); en Roswell escuchan que los chicos serán deportados en avión; del SO de Nuevo México por carretera al SE de Arizona se dan cuenta que llevan el camino en dirección opuesta al que hacen los niños a bordo de La Bestia, ese tren monstruoso que va del Sur de México hasta la frontera Norte. Todo el horror que viven esos niños ocurre ante la vista del mundo entero. Pasa La Bestia y Las Patronas (un grupo humanitario) dan comida y agua a los migrantes. El abandono y la ayuda humanitaria ante los ojos del mundo. Todo aquello que Hollywood te muestra como aventuras distópicas o ubicadas en Medio Oriente con americanos heroicos huyendo es nada ante la realidad de cruzar la frontera Sur de México con Centroamérica; con suerte llegan a cruzar la frontera México-estadounidense y evitar los últimos escollos patrióticos de los del Norte, barbudos civiles tatuados armados hasta los dientes.
Cuarenta preguntas

Luiselli interpreta todo el tiempo: interpreta un reporte de Reuters sobre los primeros niños deportados en avión; interpreta las distintas interpretaciones de los medios sobre el tema; intenta interpretar qué cruza por la cabeza de una pareja de ancianos que, sentados en sus sillas de playa en Tucson, sostienen pancartas con la frase “ILEGAL ES UN CRIMEN” (en inglés, porque el mensaje no es para los niños sino para los propios, para que vean que cumplen con su deber de buenos estadounidenses); interpreta para niños que no pueden o no quieren ver: Luiselli sabe que ese es el lugar que le ha tocado en esta estructura, estar entre medio de niños.
Tal fue el impacto en ella que se ofreció como voluntaria. Oficia como traductora para la corte en los casos de deportación de niños migrantes. Su tarea es hacer las cuarenta preguntas que determinarán si sus historias les permitirán acceder al pedido de residencia (eso implica que deben poder expresar historias terribles, mientras más aberrantes mejor, para no ser deportados directamente), tomar notas y traducírselas a una abogada. “Todas las historias que se traducen en la corte acaban siendo generalizaciones de los relatos personales, distorsiones; toda traducción de las historias de los niños es una imagen fuera de foco.” Todos los niños son un solo niño de cara blureada que cuenta, si tiene palabras, la misma historia espeluznante sobre el lugar del que ha huido, sobre el trayecto de su viaje y sobre su llegada a destino. Luiselli lucha por organizar cada una de esas historias que vienen a ella como salen de las bocas de esos niños, pero necesitan un orden narrativo que les permita cumplir su objetivo, poder comunicar la necesidad de quedarse, de no ser deportado. Ella va encontrando que las herramientas de la literatura pueden cumplir una utilidad concreta en el mundo real. No obstante, la mayoría de los niños son deportados porque sus palabras no alcanzan a reflejar el sufrimiento, a significar efectivamente.
“Todas las historias que se traducen en la corte acaban siendo generalizaciones de los relatos personales, distorsiones; toda traducción de las historias de los niños es una imagen fuera de foco.”
En esta distancia entre lo que se puede decir y entre lo que se debería, esa carencia de palabras y conceptos para reflejar lo vivido o, quizá, la misma incomprensión en su totalidad de lo que se ha atravesado por desconocer otra vida con la que comparar lo conocido, es aquí donde Luiselli se topa con lo que ya conoce pero se hace patente en la realidad: ella es diferente, y trabaja el texto desde ese tironeo entre realidades distantes, entre poder y no poder decir. Este libro quizá sea el intento de narrar fehacientemente lo que esos niños traen consigo, de hacer comprensibles las razones por las cuales se les debe otorgar la residencia, escapando a las preguntas que sólo permiten una narración a medias, despojada de hilo, “palabras hiladas en narrativas confusas y complejas”, sólo una fuente de datos impersonales para su lectura en la Corte.
En su tarea de traductora no puede interpretar, porque interpretar implicaría entender lo que no se dice con claridad y exponer aquello que falta en el relato para justificar que un abogado tome el caso del niño y que así pueda conseguir sus papeles. Porque a los niños migrantes les faltan palabras para decir todo lo que deberían y el traductor, que sabe que no alcanzará con lo que cuentan para no ser deportados, también sabe que no puede colocarlas donde intuye que irían si las pudieran expresar.

Surgen así en ella dos movimientos a partir de su actividad como interprete: el urgente, ese intento de narrar con claridad la materialidad de ese trabajo, decir lo que no podían decir los chicos ni ella para el informe legal; y el postergable, que consiste en los restos que se vuelven material literario en Desierto sonoro: la literatura no es otra cosa que ese resto del ajuste de cuentas en que se convirtió la crónica. En Desierto sonoro se desplaza la presencia de los niños a un marco significante; en Los niños perdidos son el centro, porque lo que avergüenza siempre se convierte en el centro. Los niños perdidos es lo explícito. ¿Serán los restos de este libro lo que crece a partir de la vergüenza declarada y levemente saldada, su construcción estética ya sin vergüenza?
La vergüenza está presente en todo momento, parece ser el motor de su trabajo. “¿Te ocurrió algo durante tu viaje a los Estados Unidos que te asustara o lastimara?” inquiere una de las cuarenta preguntas, y es esta la que a Luiselli más le avergüenza hacer por la narración de horrores que desencadena: vergüenza de ser mexicana (porque los niños son violados, asesinados y secuestrados en su paso por territorio mexicano) pero también por aspirar a los papeles estadounidenses, donde, si bien hay grupos de voluntarios que los ayudan a llegar a destino, otros muchos civiles de tez blanca y cabellos rubios patrullan armados para evitar su llegada. La vergüenza los lleva, a Luiselli y esposo, a ocultar que son mexicanos, a decirlo sólo cuando “la migra” les pide los papeles cerca de la frontera y justificarse diciendo que son escritores de vacaciones buscando material para escribir un western: en definitiva, impulsados por las circunstancias a demostrar que no son como aquellos otros latinos.
La hija de Luiselli pone sobre el tapete la realidad de esas diferencias. Los llama “los niños perdidos”, y es muy posible que no comprenda todo el abanico de posibilidades que abre con esa definición: ¿“perdidos” en el camino sin poder llegar a destino?, ¿“perdidos” porque se le pierden tanto a Latinoamérica como a Estados Unidos?, ¿acaso “perdidos” definitivamente y en todos los sentidos posibles, perdidos desde que nacieron?
Todas las preguntas se resumen en una sola, en la que constantemente le hace la hija a la madre sobre la historia de esos niños: ¿cómo termina? Es esta una narración que no puede terminar porque ni ella ni nadie sabe qué pasará con los niños que responden el cuestionario, ni con los que ya van en viaje rumbo a Estados Unidos, ni con los que seguirán emprendiéndolo.
Luiselli no escribió este libro como tributo a esos “niños perdidos” sino para todas aquellas personas que nada podrán hacer por ellos, para que sepan qué ocurre en el trayecto desde sus comunidades de origen (destrozadas por la droga, las “gangas” y el abuso) hasta la frontera y la Corte. Por eso no cae en la empatía, no se convierte en una niña doliente más porque de nada sirve un niño más para esos niños: “Sabía que si no escribía esta historia, en particular, no tendría ningún sentido volver a escribir nada más”.