Pasaje de ida
El escritor argentino Diego Gándara narra los entretelones de su novela Movimiento único (Seix Barral), cuya escritura le supuso la confirmación de su deseo y la elección de un lugar en dónde vivir.
Diego Gándara

Aunque parezca mentira, lo que me llevó a escribir lo que después resultó ser una novela (mi primera novela) y titularla Movimiento único fue un accidente doméstico que me dejó con dos dedos del pie derecho fisurados.
La cosa fue así: a mediados de julio de 2014, un día en que íntimamente celebraba veinte años de mi estreno como periodista (una nota sin firma sobre la red cloacal del municipio de Morón que salió publicada en un suplemento zonal que editaba el diario La Nación), me enfadé con el mundo y con la vida, especialmente con mi vida en Barcelona. Lo recuerdo: era sábado, una mañana hermosa, soleada, de comienzos de verano. Mi mujer de entonces y mi hijo acababan de irse a pasar una semana a un pueblo de la costa de Tarragona. Yo había decidido quedarme en Barcelona porque, unos días antes, en un despacho que había alquilado cerca de mi casa (un despacho de cinco metros cuadrados, sin ventanas, en el subsuelo de un edificio donde funcionaba el Club de Inventores) había empezado a escribir algo relacionado con mi pasado religioso y pensaba seguir con eso.
Pero los nervios y la ansiedad me jugaron una mala pasada esa mañana, me enfadé por cuestiones que no vienen al caso, le di una fuerte patada a una pared o a una silla y me pasé el resto del sábado en la sala de Urgencias del hospital de Sant Pau, adonde llegué con la ayuda de mi patinete (un patinete que habían dejado en la puerta de mi casa la Nochebuena del año anterior y que se había convertido en mi medio de locomoción) pero con el pie derecho cada vez más inflamado. Después de unas cuantas horas de espera (la unidad de Traumatología estaba llena de gente: una chica que se había caído con la moto, una mujer que se había fracturado la cadera, un hombre que se había caído por la escalera, todos acompañados por un familiar o un amigo) me hicieron unas placas, me vendaron el pie, me dieron un par de muletas, me dijeron que anduviera con cuidado, me recetaron analgésicos y me recomendaron reposo absoluto durante un par de semanas.

Me fui del hospital, claro, con un cierto aire de derrota pero también de dignidad. Tomé un taxi y volví a mi casa con mi patinete guardado en el baúl. Bajé las escaleras como pude, vivía en un bajos, y me eché en el sofá con una sensación de fracaso total. Mis años en Barcelona, me dije, todas las ilusiones con las que había venido, se habían estrellado contra la vida cotidiana. Había llegado en 2001 pero, al cabo del tiempo, me encontraba peor que como había llegado:. Había perdido, finalmente, la batalla. Tenía poco dinero, tenía poco trabajo (me ganaba la vida, y mal, haciendo trabajos editoriales y escribiendo reseñas), un hijo de cinco años, un matrimonio que no iba muy bien y ahora, encima, contra lo que había previsto, me esperaba un futuro próxima en el que no podría moverme.
Me acosté un tanto apesadumbrado, tratando de recordar, para darme ánimos, qué me había traído hasta aquí y pensando en una cosa que le había respondido una vez a una chica que me preguntó por qué había venido a Barcelona. Sin meditarlo demasiado le había dicho que había venido a Barcelona por Bolaño. A la mañana siguiente, cuando me desperté, lo que había pensado la noche anterior, lejos de desanimarme, me llenó de energía. Me levanté de la cama, agarré las muletas, me subí a un taxi o a un autobús, no lo recuerdo bien, llegué al Club de Inventores, me encerré en el despacho, me olvidé de lo que estaba escribiendo sobre mi pasado religioso y empecé a escribir algo que, sin saberlo, llevaba tiempo escribiendo.
Algo que hasta entonces no era más que una primera oración que me sabía de memoria y una frase que Bolaño, en un momento complicado de mi vida, no dejaba de repetirme a cada rato: No te desesperes; sobre todo eso: no te desesperes. Algo que tenía que ver con mi amistad con Bolaño y, al mismo tiempo, con mis años en Barcelona. Algo que, gracias a un estado de inmovilidad o de desesperación (para el caso es lo mismo), se puso, aunque parezca obvio y redundante decirlo, en movimiento.

Al principio, sin embargo, no escribí prácticamente nada. Fui al despacho cada día (enseguida canjeé las muletas por un zapato ortopédico y empecé a apoyar el pie derecho en la plataforma del patinete) pero, la mayor parte del tiempo, me dediqué a apuntar conversaciones que había tenido con Bolaño, cosas que él me había dicho, a recordar mi vida en Buenos Aires y a recordar, también, los buenos y malos momentos que había vivido en Barcelona, una ciudad que no me pertenecía pero que consideraba mía, extranjeramente mía.
Pero el uno de agosto (el Club de Inventores quedó vacío durante ese mes y yo me quedé solo en mi casa porque mi mujer de entonces se fue tres semanas al pueblo de la costa con mi hijo) me levanté con la convicción de que ese día iba a empezar a escribir. Llegué al al Club de Inventores antes del amanecer (podía ir las veces que quisiera y a la hora que quisiera), salí al jardín (en el fondo del Club había un jardín lleno de árboles frutales y mosquitos), me tomé un café (también había una máquina expendedora) me fumé un cigarrillo, me encerré en el despacho y me puse a escribir, de un tirón (sin importarme nada: ni la gramática ni el estilo, y sin saber, tampoco, de qué manera se escribía una novela) todo lo que recordaba de mi amistad con Bolaño y, al leerlo, me di cuenta de que eso que había escrito tenía que ver con algo tan simple y tan evidente como el movimiento de la vida.
Escribí la novela con el único propósito de terminarla y le puse punto final en octubre de 2017. Entre medio hubo diferentes versiones, diversas lecturas, muchas correcciones y muchas, muchísimas dudas. También, por motivos económicos, durante un tiempo compartí el despacho con un amigo argentino (a veces nos sentábamos en el jardín, a fumar, con un euro en el bolsillo cada uno que nos alcanzaba para un par de cafés y decíamos que algún día, él era escritor, íbamos a reírnos de nuestra circunstancia) y durante otro tiempo lo tuve que dejar (seguí escribiendo de madrugada, en la cocina de mi casa, a mano) hasta que, gracias a un dinero que me gané ensobrando lentes de contactos y otro dinero que me prestó un amigo, pude volver a alquilarlo y terminar, de una vez por todas, lo que había empezado tres años atrás.
Después, curiosamente (pensé que se publicaría en España) la novela encontró su editora, Paula Pérez Alonso, en Buenos Aires, y año más tarde encontró en Barcelona otra exquisita editora: Diana Zaforteza. Desde entonces me he dedicado a vivir y casi que no he vuelto a escribir, aunque a veces paso por la puerta del Club de Inventores con mi patinete eléctrico (los tiempos han cambiado) y me parece mentira que allí, hace muchos años, en el subsuelo del edificio hubo un hombre que, de madrugada, y con una voluntad de hierro, no hizo más que sentarse y escribir. Gracias a ese gesto, pienso, sigo en movimiento.

Diego Gándara nació en Buenos Aires en 1971. Es periodista. Publicó entrevistas, reseñas y reportajes en La Voz del Interior de Córdoba, El Día de La Plata, La Capital de Rosario, El País de Montevideo, Las Últimas Noticias de Santiago de Chile, y en los diarios Perfil, La Nación y Clarín de Buenos Aires. Vive en Barcelona desde 2001, donde trabaja en el sector editorial como asesor, lector, corrector, redactor y editor. Ha sido colaborador en la revista Qué Leer. Crítico literario y colaborador habitual del periódico La Razón de Madrid desde 2002, ha escrito biografías de Séneca, Sartre, Humboldt, Plank y Pasteur, entre otros libros por encargo. En 1995 publicó el libro de poemas Sino tu sombra. Movimiento único es su primera novela.