A favor de las fotocopias, después de todo
El autor de Historia oral de la cerveza y una defensa de las bibliotecas híbridas.
Francisco Bitar

Con el paso de los años, mi visión sobre las fotocopias ha ido cambiando. Desde una relación de pura necesidad, en mis primeros años de estudiante universitario, hasta el desprecio inmediatamente posterior hay de mi parte una soberbia que, sin quererlo, arrastró consigo a las fotocopias a la manera de un daño colateral. Se trataba, ahora lo entiendo, de una querella que tenía menos que ver con las fotocopias que con el género que las agrupaba, el de los apuntes: mientras yo leía libros, mis profesores y mis compañeros leían su versión reducida y reductora, el compendio de una bibliografía; es decir, apenas lo que hacía falta para glosar un saber y con ello aprobar la materia. Los apuntes eran la versión universitaria de los manuales del colegio y yo me rebelaba contra su orden y su normalización, con los libros como estandarte. Lo cierto es que, por una cosa y por la otra, por mi negación a restringirme a los apuntes y por mi desdén hacia la mayoría de los profesores, demoré doce años en recibirme. Y también las fotocopias pagaron el precio injusto de mi tontería.
En este último tiempo, sin embargo, he vuelto a ser sensible a la clase de energía que irradian, a la escena que se proyecta a partir de las fotocopias con sólo ponerlas sobre la mesa: la disposición al estudio y a la notación. Se trata sin dudas del reflejo de viejas épocas o, en todo caso, del recuerdo sedimentado en mí y de pronto disparado a la superficie de una época en su comienzo. Es acaso porque estoy hoy frente a un giro en mi escritura (lo que implica necesariamente un nuevo período de formación) que mi amor por ellas aparece renovado. Y así también revivo mi antigua posición humilde de discípulo, con aplicación y placer.
¿Por qué las fotocopias? Por todo lo dicho, desde luego, y porque, si me propongo traer a la memoria una imagen de ellas, de inmediato recuerdo haberlas esperado al otro lado del mostrador en noches frías y ya tranquilas, mientras el cisne rechoncho de alas abiertas pasaba su haz sobre el libro y chorreaba su luz hacia los costados, entre los tarros de tóner y las ofertas de útiles escolares. Hay, en el sortilegio que producen esas imágenes, una cuenta que reclama ser saldada, y hoy mi planteo no busca ir más allá de esa retribución. Esto significa: devolverle a la fotocopia, mediante su examen, la condición amorosa que me alguna vez me cautivó y frente a la cual fui primero indiferente y luego un poco ladino. Voy a escribir (a analizar) mi objeto como si se tratara de un afecto, y no de cualquiera de ellos: las fotocopias tienen para mí un lugar muy parecido al de esos amores juveniles a los que descuidamos por pura desfachatez. Y, como en el caso del primer amor, retribuir su lugar a las fotocopias, pienso, significaría restituir ante mí mismo toda una época de mi vida.

la fotocopiadora que cambió la historia de la lectura.
Bien: para empezar (porque el comienzo siempre es una forma de determinación), su aspecto. Desde el punto de vista de su presentación en el plano, la fotocopia no equivale a una escala real; corresponde más bien a un 2 x 1, lo que agrega a su condición natural de réplica una nueva duplicación. El efecto resultante no deja de tener cierto matiz de prodigio: el apaisado. Entre los géneros pictóricos, la fotocopia equivale no al retrato sino al paisaje del libro. Si fuera un retrato, la operación pasaría desapercibida ante nuestros ojos por su equivalencia uno a uno con el original; pero, al remitirse al paisaje, es decir, al someter el objeto de la representación a una transfiguración propia del arte (la miniaturizacion), el cuadro resultante nos pone en un lugar distinto, nos abisma: la fotocopia, antes que leerse, se observa.
Es por vía de esta observación, ahora vista de más cerca, que se nos hace que la fotocopia nace vieja. A excepción del tono naranja que toman las hojas de los libros, ausente en ella, hay en la fotocopia una vejez precoz, o un efecto de envejecimiento producido por su proceso de impresión. El palo de su letra se ve lavado, rumbo a la transparencia, y la impresión sobre la hoja resbalosa no parece hecha de tinta sino más bien de una especie de ceniza o polvo lunar que la vuelve frágil, como si fuera a desprenderse de la superficie con el más suave soplido. Es texto viejo sobre hoja nueva: lo que hace de la fotocopia un objeto paradójico, desgarrado a un lado y al otro de su propia condición. Lo que se dice un objeto entre paréntesis.

Pero, ¿un paréntesis con relación a qué? A lo que hubo antes y lo que habrá después, por supuesto. Lo que ocurre es que ese paréntesis, al contrario de lo que se esperaría de la sucesión lógica libro—fotocopia, se instala en una fase anterior al libro. A causa de su aspecto (la vejez precoz de la que hablábamos), se abre del libro a la fotocopia un intervalo hacia atrás, que retrotrae el texto a un estado previo, esto es, a una fase no definitiva aunque posterior al manuscrito. La fotocopia se instala así en ese espacio inacabado, entre el manuscrito y el libro; de ahí, su precariedad aparente.
Y justamente porque al retrotraerse su existencia aparece suspendida, el modo de leer en fotocopias dista mucho de reflejarse en la forma fija, final, diríamos, del libro. En el libro se lee el pasado porque el libro está completo: todo ha sido escrito antes de nuestra llegada a él. En él se deshecha nuestra intervención, desde que todo en su constitución ha sido pensado para ignorarla. Así, clausurado como se presenta, no nos deja otra opción que ser precisos, prolijos y extremadamente puntuales en nuestras notas, colgadas en los estrechos límites de sus márgenes. Si eventualmente queremos explayarnos, deberemos recurrir la correspondiente libreta, que funciona, acorde a la mitología del casado, como una relación paralela, la amante textual que le da al lector aquello que no recibe de su vínculo oficial y formal con el libro.
La lectura de fotocopias, en cambio, no es distendida (algo que el libro también podría proporcionar), sino más bién laxa. Leer en fotocopias será leer a mano alzada, invitados a intervenir: sus márgenes son tan anchos como la mancha de texto impreso, hay igual cantidad de negro (la parte del autor) como de blanco (nuestro campo de maniobras como lectores). De hecho, podría decirse que una fotocopia no está realmente completa hasta que no se raya, se resalta o se escribe en ella: de un libro sin marcas no puede afirmarse que no sea un libro leído, porque el libro se basta a sí mismo; pero una fotocopia sin marcas es un objeto terminado pero incompleto o no completado en la lectura.
De ahí también la diferencia en sus poses de lectura: el libro se lee en posición de sentado o acostado pero siempre en estado de flotación, para aligerar la carga de sus obligaciones; la fotocopia, en cambio, se lee sobre la mesa, porque tiende a la suspensión y, sobre todo, porque en ella la lectura implica la notación: sin perder nuestra condición de lectores-editores privilegiados y definitivos, seremos casi tan autores como el autor, terminaremos, con él, de escribir una versión del libro que, sin embargo, permanecerá única en esas fotocopias. Es que, en una fotocopia, como en ningún otro soporte, realmente se escribe la lectura.

En suma: yo también hago el texto junto con el autor. O, para dar por fin forma al noema de la fotocopia: yo también puedo hacerlo. Es en esta fórmula, que se colige de todo lo anterior, donde toco el punto de la fotocopia. Es lo que espero de toda lectura y lo que me digo cada vez que una lectura me fascina al punto de querer reinventarla. Pero esto no sólo supone una potencia del caso, sino una fuerza en su desplazamiento, el que va de uno a otro juego de fotocopias, de uno a otro título o autor: se trata de poder hacerlo cada vez y una y otra vez.
En ese “yo también puedo hacerlo”, cualquiera sea el objeto real de este poder, quizá se alcance a oír una y otra vez el estribillo de la juventud desde que, mientras se es joven, todas nuestras posibilidades están todavía abiertas. Hasta que el tiempo hace su razonable trabajo de reducción. En la escritura, en cambio, me resisto a ajustar lo múltiple de esa fuerza, es decir, a compactarla en una sola de sus opciones, postergando lo demás a la reserva fantasiosa del camino no tomado. En la escritura (es decir, en esa resistencia), mi juventud permanece joven, vagabunda, infiel, y es ahí, en ese punto que tiene a la fotocopia como figura, donde en cierto modo recobro el tiempo perdido.

Dicho esto (es decir, dicho todo), una cosa más. Una biblioteca hecha de pilas de fotocopias (o aún peor, de anillados), se nos antoja sin duda abominable, casi tan horrorosa como una vida hecha de fotos en lugar de una hecha de momentos. Tampoco nosotros, lectores de fotocopias, perdemos de vista esta dimensión: sabemos que, desde el instante en que la recibimos al otro lado del mostrador, la fotocopia no puede aspirar a otra condición que a la de un recuerdo, la fantasmagoría del libro. Por eso una biblioteca hecha de libros pero salpicada acá y allá por un libro fotocopiado nos recuerda no sólo el esfuerzo en nuestra pesquisa de un libro inhallable, sino también quiénes éramos nosotros al momento de lanzarnos en su búsqueda.
Mi historia como escritor (mi historia como lector) podría resumirse en ese collage híbrido: anillados que habitan entre libros y que no cambié aunque, con el tiempo, tuviera yo la posibilidad de hacerme de los ejemplares: De parte de las cosas, de Francis Ponge en la edición venezolana de Monte Ávila, El guadal de Daniel García Helder, cuya tapa intervine torpemente con liquid paper y una foto de Robert Frank, La vida de mi padre, de Raymond Carver, los Incidentes de Barthes (en la vieja edición de Anagrama), Las tres fechas seguidas de las Nouvelles impressions du petit maroc y otros ensayos de César Aira. No sólo está presente mi recuerdo en cada anillado de esta serie caprichosa, sino que en ella hay también un recuerdo de mí.
Para terminar, lo último. Se puede escribir un original que luego, mediante un proceso más o menos simple, alguien pondrá entre tapa y contratapa: así, habremos escrito un libro. Pero no se puede escribir una fotocopia. Nuestros escritores más queridos llegaron a hacerlo, sin embargo, no por iniciativa propia, sino por efecto de una ausencia primero y luego de una intervención mecánica que los recuperó hasta inmortalizarlos con el bronce del estudio y el amor. Un bronce extraño, hecho de subrayados y tachaduras de una materia precaria y borrosa. Un bronce provisorio, descartable, bello.