Fantasías, imaginación y paranoia sobre virus y pandemias.

DIEGO ERLAN

En el siglo XVI, el médico Girolamo Fracastoro sugirió que las enfermedades eran transmitidas por corpúsculos invisibles en el aire. En la literatura también encontramos esta idea: que los agentes de la peste eran seres vivos, imperceptiblemente pequeños. En 1650, otro médico llamado August Hauptmann se aventuró a decir que las causas de las enfermedades y en consecuencia de la muerte de los hombres y animales eran criaturas diminutas que parecían gusanos que están fuera del alcance de nuestros sentidos. El narrador del Diario del año de la peste (1722), de Daniel Defoe, había escuchado decir que si una persona infectada sopla sobre un cristal, “podrían verse allí, con un microscopio, criaturas vivas de formas extrañas, monstruosas y aterradoras, tales como dragones, serpientes y diablos”.

Fue el botánico ruso Dimitri Ivanovski quien descubrió que los virus son más pequeños que las bacterias. En 1892 demostró que la resina de una planta de tabaco infectada con la enfermedad llamada mosaico del tabaco permanecía infectada incluso tras haberla pasado por los más finos filtros de porcelana disponibles. Lo descubrió con el microscopio de luz. Sin embargo, como explica Philip Ball en El peligroso encanto de ser invisible, los virus siguieron siendo presencias invisibles hasta la invención del microscopio electrónico en 1930. Recién entonces pudo demostrarse que los virus son a menudo más exóticos que cualquier cosa que imaginaran las demonologías convencionales. La mirada, al acercarse, no encuentra  en esas formas parecidos con gusanos o serpientes, como ocurre con las bacterias, sino que presentan una gama de estructuras que desestabilizan nuestras ideas sobre las formas llamadas orgánicas. Algunos virus son largas varillas cilíndricas, otros cristales poliédricos platónicos o singulares erizos de mar. Algunos incluso llevan apéndices y protrusiones más propias de las arañas que les permiten navegar e inyectar su núcleo genético en células infectadas. Ball dice que son demonios invisibles apropiados para la era de la ciencia ficción, una forma de vida diferente a la que conocemos. Por ejemplo no suelen replicarse por división, como sucede con las bacterias, sino simplemente copian su material genético y luego ensamblan la cubierta proteica que lo rodea. Algunos virus producen sus propios mecanismos enzimáticos de replicación, otros toman el control de las células que infectan. Si es que se los puede considerar seres vivos, lo son en la forma más básica de todas: como ácidos nucleicos autocopiables, estrechamente empaquetados en una cubierta proteica. Son máquinas que se copian a sí mismas, alcanzando una habilidad mortal para reaccionar rápidamente a sus circunstancias, refinándose mediante el ciego tamiz de la selección natural. La característica que los convierte en formas tan particulares y, de algún modo, impredecibles, es que los virus evolucionan a una velocidad letal.

El descubrimiento de que no solo el aire sino también el cuerpo rebosa de microbios agregó un nuevo horror a la intimidad de la sociedad victoriana. A principios del siglo xx, como ahora, había advertencias de salud pública contra besarse, tocarse, compartir ropa, e incluso contra los apretones de manos. Se debía guardar nuestros exudados, ya que “las toses y estornudos transmiten enfermedades”. El enjuague antiséptico Listerine, inventado por Joseph Lister, empezó a comercializarse en Estados Unidos a partir de 1915. En épocas de pandemia, además de virus y paranoia, proliferan también los charlatanes. Alguno venderá la poción mágica. En redes pudo verse, en estos días, algún manosanta que había pegado su cartel en la vía pública con la promoción de que leía las manos, hacía uniones, hechizos de amor y curaba el coronavirus. El hallazgo lleva a la historia de John R. Brinkley, un personaje nefasto nacido en el seno de una familia pobre de Carolina del Norte en 1885.

Un tipo que intentó estudiar medicina pero nunca se graduó y empezó a vender inyecciones de agua de color verde promocionada como un extraordinario remedio alemán para aumentar la potencia sexual. Seiscientos dólares cada inyección. Poco menos de nueve mil dólares de hoy. El negocio funcionó un tiempo. Hasta que se dieron cuenta. Entonces contrajo deudas, desperdigó cheques sin fondo y al fin no le quedó otra más que escapar. En un pueblo de Arkansas consiguió una insólita licencia de “médico no graduado” y más tarde, con esa licencia, relevó al médico del lugar. Al mismo tiempo que empezaba a comercializarse el Listerine, en 1915, Brinkley consiguió un título que le permitió ejercer como médico en ocho estados. Sólo tuvo que cursar el último año de la carrera en la Eclectic Medical University, que en realidad era una escuela de herboristería de Kansas City.

Tres años después, en la época de la epidemia gripal conocida como la española, empezó a realizar trasplantes de testículos de cabra a hombres desesperados por recuperar su virilidad. Lo que hacía, en realidad, era introducir en el escroto de los pacientes pequeños pedazos de glándulas caprinas. Estas operaciones costaban casi lo mismo que las inyecciones de agua verde.

Algunos implantes se absorbían pero otros salieron inevitablemente mal: las escasas habilidades quirúrgicas de Brinkley combinada con la desastrosa higiene que rodeaba a las operaciones dio como consecuencia que muchos pacientes no sobrevivieran. Brinkley siguió con sus negocios. Incluso llegó a comprar la primera estación de radio de Kansas, la KFKB (Kansas’ First, Kansas’ Best), con una audiencia de alcance nacional, para promocionar sus operaciones y recetar remedios sin control. Se hizo millonario, benefactor y hasta en 1930 intentó presentarse como candidato a gobernador. No pudo. Aunque otros, tan nefastos como él, sí lo hayan logrado.