Flores secas, boletos capicúa y recortes de diario pueden encontrarse entre las páginas de un libro. Esos instrumentos cumplen la función de que no nos perdamos en el largo viaje que emprendemos con un texto.

SALVADOR GARGIULO

La historia del señalador es tan antigua como la del libro. O al menos es de suponer que lo sea, en la medida que difícilmente un libro pueda ser leído de un tirón. En mis años de librero di con señaladores de toda clase, desde flores secas hasta boletos capicúa, pasando por tiras de cuero con flecos, hojas de diario, papeles, clips, servilletas, fotos-carnets y cualquier objeto que pase por debajo de una puerta. Pensándolo bien, la historia del señalador debe ser más antigua que la del libro: no imagino a nadie inventando un instrumento de hojas sin antes haber dado con el adminículo necesario para no perderse en él.

El señalador es quizás el objeto más simple –si de papelería hablamos–  que uno pueda concebir. Sin embargo no siempre su factura fue de la mano con su utilidad. Alguien decidió un día –no hay registro de quién, de dónde, de cuándo–  que un pétalo de rosa bien podía ser testigo de nuestro andar por el libro. Y luego lo olvidó allí, entre las hojas. Y el pétalo marchitó en su escondite de papel, a veces para delatar la impaciencia de su dueño, otras para resistir el olvido que –vanitas vanitatum– pesa por igual sobre pétalos y personas. 
Quiero decir con esto que, más allá del ademán lírico, las flores y las ramitas terminan manchando las páginas, lo que habla a las claras de que el tiempo del hombre es más finito que el del libro, donde un pétalo puede hospedarse y sangrar por años sin que su primer dueño, ni el segundo, ni acaso el tercero, logren advertirlo.

El señalador tiene una historia tan breve como insípida. Se supone que el editor Christopher Barker incluyó uno en forma de cinta de seda en una Biblia que obsequió a la reina Isabel de Inglaterra en el año 1584, con lo cual logró, eso sí, maridar para siempre los Evangelios y los señaladores. Entelados y de colores, con broches de plata, con cruces de oro, los señaladores sirven aun hoy para guiar al oficiante en el tortuoso manejo de los misales que dormitan en los atriles de las iglesias. 

Y hablando de señaladores, tengo un amigo que acuñó un escalafón muy sofisticado de marcados y marcadores. Para señalar los pasajes más importantes hace un doblez en el borde superior de la hoja, justo en la mitad. Párrafos menos memorables los señala con un corte en el borde lateral, mientras que los cuasi prescindibles cargan con llaves, paréntesis o comillas, según su clase y pregnancia. Por suerte jamás se le ocurrió echar mano al resaltador, culpable de los más atroces agravios al papel impreso. Antes creía que mi amigo era un imbécil; ahora sospecho que su plan es más siniestro: inmortalizarse como único poseedor de un libro que, llegado el caso, nadie sería capaz de envidiar.
Algunos editores pretenden que la solapa del libro puede hacer las veces de señalador. Creen que la primera solapa puede doblarse hasta encastrar en la mitad del libro, a partir de la cual entra en servicio la otra. Luego, como las solapas tienen memoria, se abultan como bubas y el libro pierde su garbo, como si de golpe hubiese amontonado grasa abdominal. La costumbre de doblar las páginas, habrá que decirlo, también es cosa de idiotas.

Y ni qué hablar de los señaladores que se oxidan. No vayan a olvidar un clip en un libro: sus tataranietos jamás se lo perdonarán. 
El mejor señalador es de cartulina flexible, para evitar que tengamos que retirarlo del libro –e inevitablemente perderlo– al acomodarnos sobre la almohada.
O mejor todavía, una tira de papel cualquiera, que podamos cortarla por si queremos señalar dos páginas en vez de una. De esas que, como la mayoría de los libros, no se hacen extrañar cuando se pierden.

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