Strange Lit

El mexicano Bernardo Esquinca encarna el regreso furtivo de la weird fiction a la escena latinoamericana.

Mariano Granizo
Bernardo Esquinca
(Guadalajara, 1972)

Voluntarismo y condescendencia son las actitudes que nos pueden llevar a creer, y hacerle creer al resto, en la existencia del terror en la literatura contemporánea. Ya nada de lo que leemos puede asustarnos, al menos a los adultos: sigue el niño siendo la presa ideal del género, el niño lector/oyente o el lector niño. El lugar del terror ha quedado relegado al audiovisual, porque es el impacto lo que nos aterra, por más que sepamos que eso que fue tan aterrador la primera vez que lo vimos reaparecerá de la nada en tal minuto con tantos segundos: la imagen y el sonido no pierden su efecto. Adrenalina, se trata de eso simplemente.
La etiqueta de terror en la literatura es una excusa para narrar otras cosas. Leer a Mariana Enriquez o a Stephen King lo prueba. ¿Acaso Carrie trata de una adolescente con poderes telequinésicos o del hostigamiento escolar a una chica víctima de una madre obsesionada con la religión? Un poco y un poco, claro, porque existen distintos niveles de la trama; pero si esa literatura subsiste es porque hay algo más allí que una chica que puede arrasar el mundo entero con sólo desearlo. No obstante, hay veces en que la excusa se convierte en tema y el terror habla de sí mismo, sin presentarse como mediación de otra cosa. Es el caso de Esquinca, quien parece tener una fórmula infalible.

Carne de Ataúd

Bernardo Esquinca sabe que experimentar terror al leer es imposible; por eso prefiere moverse entre lo que pueda generar inquietud, incomodidad, todo aquello que pueda dejar un resabio desagradable: no hablamos de otra cosa que de lo “raro”. Al leer las “weird tales” o “weird fiction” entramos siempre en un juego concesiones ante las reglas de género. El vacío generado por la desaparición del pulp ha llegado a colmarse con eso a lo que se llama “creepypasta”: un digno heredero del pulp hecho a base de anonimato, delirio y referencias cotidianas. Ya no son leyendas urbanas, son relatos (algunos de ellos excelentemente escritos) que pretenden demostrar que el terror sigue presente y todavía es posible en nuestras vidas. ¿Por qué?: porque internet está llena de conspiranoicos que alimentan esos textos con referencias, comentarios y replicas/copias infinitas. Todos sabemos que, tras una noche de excesos con desconocidos, no vamos a despertar con un riñón menos en una habitación de hotel; pero…

Ciudad fantasma
(Almadía)

Esquinca trabaja como periodista en el DF, y elige que sus historias transcurran en esa turbulenta ciudad y en otra de un país que, a los lectores foráneos, nos resulta tan misteriosa como extraordinaria. Si nos preguntasen dónde transcurren los acontecimientos que narra (sin pensarlo mucho para sacarnos la racionalidad de encima, que en estos temas sirve de poco, y permitiendo que el prejuicio funcione creando lo mejor que sabe hacer: terror), diríamos que en Haití y en México. Para Esquinca, en “ciudades fantasmas” como Guanajuato, por ejemplo, todo es posible, porque “al atravesar los túneles que la recorren por debajo recordé que era misteriosa por naturaleza; que a pesar de su aspecto turístico daba la sensación de encerrar un secreto. Esa percepción se reafirmó cuando bajé del taxi y me puse a caminar por sus callejones laberínticos”. Haití y México. Como trasfondo trabaja en nuestras cabezas la imagen mediatizada de la pobreza y la situación constante de desastre humanitario del país caribeño y la violenta presencia de las redes de narcotráfico en el norteño. Sensaciones y prejuicios nacidas del bombardeo cotidiano a que son sometidas nuestras cabezas. Es allí donde funciona el terror. En Carne de ataúd, donde la crónica criminal se entrecruza con elementos sobrenaturales en tiempos del porfiriato, describe a su personaje principal como un hombre “más que supersticioso, un hombre convencido de que en la Ciudad de México cualquier cosa podía ocurrir, incluso que las leyendas se materializaran. Un infeliz convertido en asesino a causa de los celos era algo más cercano a la realidad que al mito. De ahí a que su energía se manifestara solo había un paso, un cruce del umbral entre dos mundos. Madame Guillot se lo había demostrado muchas veces”.

Demonia
(Almadía)

El escritor de género sabe desarrollar un estilo fácilmente confundible con el de otros. El mejor autor de policiales es el que podría confundirse con otros, y que si no lo hace es por haber tenido la ocurrencia de crear un investigador con nombre, apellido y un carácter único. Pero si las cosas están bien hechas el escritor debería poder perderse en el anonimato. La escritura de Esquinca está bien hecha: podría no estar fijada a un nombre, podría eventualmente ser la voz anónima de los creepy o de las tantas historias sobre conspiraciones reptilianas que pueblan internet. Podría, sí, pero Esquinca firma.
Es que el género y sus reglas han llegado a poseer a Esquinca. No importa si se trata de relatos breves como los de Los niños de paja, los textos reunidos en Demonia (donde se destaca especialmente una homónima novela corta) o de una novela como Carne de ataúd: lo extraño se concatena y pervive. Un manuscrito, una sombra o las clásicas teorías delirantes de los creepy; libros extraños encontrados en librerías de viejo, ocultistas, desapariciones, fenómenos paranormales y escrituras extrañas que despiertan lo que debía permanecer dormido: el género en su máxima expresión, entrecruzando los elementos del fantástico, el policial y el horror. Este cóctel irresistible para todo lector que ha bajado la guardia ante la delirante narrativa desplegada en internet, mentes de linkeo constante, a la deriva. Entre el impacto y el desarrollo meticuloso, en ese espacio Esquinca se mueve como pez en el agua. Sabe (tiene oficio para saber) qué material permite o pide cada estrategia narrativa y la emplea con maestría para elevar lo meramente extraño a motivo literario.

Los niños de paja
(Almadía)

Este joven escritor mexicano, que como periodista jamás hizo crónica policial, recurre a la tradición de lo extraño porque asume que el mundo es un lugar poco transparente. El terror viene después. Esa tradición cobra vida como parte misma de lo extraño, y es el escritor quien rastrea pruebas de esto en la literatura, como hace Esquinca (o el personaje, porque en el juego de lo extraño todo pasa a ser parte de esa búsqueda de pruebas, se escribe lo que será prueba para los lectores del futuro) en el relato “Los hombres adyacentes”: “En la literatura, rastrea su origen en un cuento de Edgar Allan Poe titulado ‘El hombre de la multitud’. En ese relato, el protagonista persigue por las calles a un viejo de rostro maligno que no tiene destino ni propósito, hasta que se convence de que ‘representa el arquetipo y el genio del profundo crimen», y que por eso «se niega a estar solo’. Carrasco vuelve a encontrar noticias de ellos en un cuento posterior de Ray Bradbury llamado ‘La multitud’. Ahí se relata el pavoroso descubrimiento que hace un hombre al analizar los rostros de la muchedumbre reunida en torno a desastres ocurridos en distintos momentos de la Historia: siempre son los mismos. ‘Algo tienen en común’, sentencia el personaje. ‘Aparecen siempre juntos. En un incendio o en una explosión, en los avatares de una guerra o en cualquier demostración pública de eso que llaman muerte’”. Pero lo literario también está en aquellas narraciones orales que vienen a la memoria sin explicación. Sobre una historia que no sabía si había leído de chico, había escuchado o si había sido un sueño dice Esquinca que no importa: “los mejores relatos tienen la cualidad de hacernos olvidar el nombre del autor pero nunca la trama; son aquellos que regresan a nosotros en forma de sueños. Por lo tanto, los pudo haber escrito cualquiera”.

Una de las grandes películas de John Carpenter (de ese quinteto de películas que uno puede decir que son sus mejores trabajos) es In the mouth of madness (1994). Allí, Sutter Cane es un escritor de novelas de terror (en quien resuena el eco de Lovecraft y King) que ha conseguido enloquecer con sus libros a sus lectores creando una situación apocalíptica en la que sólo sobrevive Sam Neill para, finalmente, enloquecer en soledad. Quizás el deseo velado de todo autor de terror o de lo extraño sea formar parte misma de lo extraño con su escritura, ser o hacerse lo extraño mismo, encarnarlo, que su escritura se convierta en lo que otros rastrearán en un futuro como prueba de lo extraño. En definitiva, ser parte de una propagación de lo extraño. Esta clase de escritores son artistas del contagio. Alan Moore (y cómo hablar de encarnaciones de lo extraño sin hablar de él), quien en un momento abandonó el mundo del cómic de superhéroes y dedicarse de lleno a la magia del caos (sí, estoy hablando en serio) y la escritura ligada a ella, dice que los verdaderos magos del pasado mágico eran los juglares porque componían un poema sobre un rey idiota o impotente y lo eternizaban para el imaginario popular de esa manera, por más que hubiera conquistado medio mundo conocido.

Toda la sangre
(Almadía)

Esquinca echa mano del contagio, es una idea presente en sus narraciones, el contagio de un estado, de una idea, de una manera de percibir un mundo en que las sombras son lo que son o la percepción que la víctima de un contagio tenga de ellas, una escritura que, silenciosamente, se vuelve virósica: “Por eso no es bueno el silencio, se dijo, porque la gente se puede meter en tu cabeza”. En su poética de lo extraño no existen materiales desechables o, mejor dicho, lo desechable se vuelve material de primera categoría: las psicofanías, los textos sobre espiritismo, los aportes de Aleister Crowley al repertorio de lo extraño. Esquinca toma esa otra literatura, y juega a ser intermediario. En uno de sus relatos se refiere a la búsqueda y el placer por los “textos de pseudociencia y fenómenos difícilmente comprobables, porque en ellos encontraba lo que consideraba ‘la otra literatura’: historias cubiertas por un velo de ensoñación que transformaban la realidad de un modo fascinante. Ahora me he alejado de todo eso, de la calle de Donceles, de sus librerías y, sobre todo, de los caminos insospechados a los que pueden conducir los volúmenes que reposan en sus estantes”.
Esquinca escribe para convencerte que el terror es posible si bajás la guardia racional o si comprendés las leyes internas del “weird”, si aceptás que la escritura de otro puede ser confesión o legado, un último recurso por contar algo (“mientras escribo todo esto en la penumbra del departamento con las ventanas tapiadas”) en un mundo extraño. Esquinca ha dicho que nunca se para cerca de la orilla del andén del metro porque siente que alguien lo va a empujar. Es lógico, nadie con sentido común lo hace. Pero él parece estar en otro registro, en el de lo que escribe, un lugar en que uno no se aleja del peligro por el peligro mismo sino porque ese peligro es una trampa puesta por alguien más. Los conspiranoicos leerán felices a Esquinca y también se alejarán de la orilla del andén por las mismas razones que él; los lectores de weird fiction le guiñarán un ojo y le dirán que sí, que entendieron de qué va la cosa.