Crónica hipotética en tiempos de cuarentena.

FLAVIO LO PRESTI

Supongamos que estamos en medio de una pandemia. Que con mucho tino, el gobierno del país donde vive X decide que la gente debe aislarse de forma preventiva, y que se multiplican los mensajes oficiales justificando esa medida bajo la idea de aplanar la curva de contagio: los sistemas sanitarios estallarían si la vida siguiera el curso naturalizado. Entonces, todos los ciudadanos de este país deciden aplaudir a las nueve de la noche, inventar veladas familiares de juegos de mesa y actividades con los niños (al menos mientras sean de clase media y no estén al borde del hambre o la desesperación). Supongamos que X decidió cambiar de casa, y que el contrato de la casa en la que vive terminaba el 31 de marzo. Que el contrato de la casa nueva empieza el 1 de marzo, y que, debido al lío que era su vida en ese mes, decidió dejar la mudanza para los últimos diez días de marzo. La cuarentena agarra a X entre las dos casas. Pensando que entre las medidas de auxilio a la ciudadanía el estado dejará claro que un pobre diablo como él no puede pagar dos alquileres, X decide pagar el de la casa nueva, porque supone (sí, X es ingenuo) que como la casa vieja no podía alquilarse (y su ocupación no implica lucro cesante para el propietario), puede llegar a un acuerdo. Se lo hace saber a A, el propietario, y A (un poco a regañadientes) acepta. X le paga a B el alquiler, y vive en casa de A.
Pero entonces la inmobiliaria de A reaparece enviando un mensaje amenazador sobre la necesidad de que se le pague el alquiler a A, porque A no tiene por qué salir perdiendo en esta situación. X llama a A y A (casi un anciano) se hace el burro y le dice que los de la inmobiliaria lo presionaron. Entonces X (que es un ingenuo, recordemos) llama por teléfono y trata de razonar con la señora de la inmobiliaria A: le dice que A no pierde nada, porque no está en condiciones de mostrar su casa ni alquilarla, y que su contrato con B ya comenzó. La señora de la inmobiliaria le dice que A la está presionando; y, de muy malos modos, le hace saber a X que si no paga se comunicará con los garantes del contrato terminado. Después de eso, corta la comunicación.

Ante la ley
Franz Kafka

X cree estar en lo correcto, pero no está seguro. Sinceramente no lo sabe, y no quiere actuar de mala fe ni fuera de la ley. Entonces empieza a investigar. Sabe que los tribunales están cerrados y que A no puede hacerle un daño judicial ahorainmediato. Pero ¿y después? Quizás tenga que pagar tres alquileres juntos en un futuro, cuando el mundo vuelva a ser real. Quizás sus garantes, que son también garantes del contrato nuevo, se enojen con él. Habla con los abogados de la inmobiliaria de B y, obviamente, le dicen que le conviene pagar el contrato de B. Entonces se contacta por Facebook con la Cámara de corredores inmobiliarios y allí una señora le pasa un nombre del abogado de la Cámara, que lo manda a ver un tutorial de YouTube donde se explica un montón de cuestiones relativas a los alquileres. Ve todo el tutorial, que dura más de una hora, y al final llega a la conclusión de que nada de lo que allí se explica le sirve de nada.
Habla con la Unión de Inquilinos del País y le dicen que en última instancia puede acogerse a un artículo del código civil, el 1203, que permite no pagar el alquiler de un bien que no pueda usarse. Duda. En primer lugar, no le gusta darle la razón a la inmobiliaria de A, ni pagarle a A. Están obteniendo un beneficio que no obtendrían si él no estuviera obligado por el Estado a permanecer en esa casa. En segundo lugar, odia a la inmobiliaria de A, y detesta darles la razón. Pero por muy extraño que parezca, desde el punto de vista legal parecen tenerla. La gente de la inmobiliaria de A es inoperante y ladina, además de hosca y desagradable: lo han condenado a pagar cada centavo de interés por cada día atrasado (X debía pagar el alquiler en Córdoba, y vive en Villa Allende) y además lo han obligado a convivir con un desperfecto irritante que hace que el agua de la ducha se acumule en el piso del baño, y con la humedad resultante en los techos. Pero se resigna y llama a la inmobiliaria de B y le dice que va a dejar de pagar acogiéndose al artículo 1203. Del otro lado hay un breve silencio, y después, en el afable y campechano dialecto de los chetos de la región (esos chetos un poco campechanos del estilo del golfista ex PGA que es intendente de su pequeña ciudad satélite), el dueño de la inmobiliaria le dice: “Nooooo, Negrito, vos tenés la llave desde el primero de marzo, así que vas a tener que pagar”.

Y entonces a X el mundo se le viene abajo. Distintas circunstancias relacionadas con el aislamiento le han hecho perder algunos ingresos, y los dos alquileres juntos conforman una cifra impagable. El Estado Argentino, que tantas buenas respuestas parece estar dando en el manejo de la crisis, es una pared muda que no devuelve ningún mensaje. Los abogados a los que llaman le dicen que aguante ahí y después soporte un litigio. Pero X se conoce. Los nervios van a empezar a comérselo. Es domingo, el domingo más quieto del mundo. Él es un inquilino, un individuo reducido a cero frente a las potencias económicas, como decía Adorno en algún rincón de la Dialéctica de la Ilustración. Los memes que le muestra su hija no le hacen gracia. El mundo parece un videojuego, un puzzle, y a cada rato lo asaltan los pensamientos más contradictorios. Hay gente que no tiene para comer, ¿de qué me preocupo? Pero si pago los dos alquileres, yo voy a ser de los que no tienen para comer. ¿Qué solución hay? Cada vez que le cuenta el problema a alguien por teléfono, la falta de indignación frente a la avidez de A le da bronca con su interlocutor y corta abruptamente la conversación con cualquier pretexto. En el patio delantero de su casa hay un invernadero de aluminio y policarbonato inmenso que parece, hoy, un monumento a la inutilidad y una burla contra su persona. Ya no tiene plantas (su mujer las fue mudando) y permanece ahí, vacío, inerte e indesarmable. ¿qué hacer con él? Le dice a su mujer que intenten sacar los tornillos pero cuando terminan dos de los laterales están exhaustos. La empresa que lo armó en el jardín no contesta los mensajes.

Entonces decide llamar a un factótum amigo, que tiene algunos destornilladores eléctricos, y una jornada pesada y dolorosa (el aluminio les corta las manos, el cuerpo, el policarbonato se corta y las láminas les golpean los músculos y huesos) lo desarman y lo dejan hecho una pila de chapas a un costado. Y ahora sí, ¿qué hacer?
X cree que el estado debería ayudarlo, así que se calza su barbijo y va hacia la comisaría. Cuando llega, les explica todo su problema a la policía, pero le dicen que no hay permisos especiales. ¿Pero voy a tener que pagar dos alquileres?, pregunta lastimosamente, sabiendo la respuesta. Uno de los policías se apiada y le pasa el teléfono de un fletero policía, y una vez en su casa X lo llama y acuerdan (después de que X le diga falazmente que la policía le dio su número y que lo han autorizado de manera informal) hacer la mudanza cuando pare la lluvia.
X y su esposa hacen decenas de viajes con el auto cargado con cosas menores, porque saben  que un camón de mudanzas no va a poder llevar el invernadero. Como dos ladrones van con los barbijos y en el camino cruzan miradas con la gente que mira su actividad de forma sospechosa. En una esquina, un anciano que anda con barbijo en bicicleta ve a X sin barbijo en el asiento del acompañante también sin barbijo y parece al borde de la delación. X, por su parte, está un poco al borde de un ataque de nervios: se grita con un conductor en el camino y le amaga con el mate, discute con su esposa, y todo el tiempo piensa metafísicamente que la policía va a pararlo o que el auto (que larga un olor a quemado terminal) va a quedarse en el camino. Nada de eso pasa, pero cuando termina la jornada no tiene ningún mensaje del policía/fletero. El plan está por fracasar. Le pide al dueño de la inmobiliaria de B un fletero recomendado: el contacto que le pasa no está trabajando, aunque recomienda un tercer fletero. El tercer fletero, F,  tarda en responder, y cuando responde, aunque pone algunas objeciones, reconoce que la falta de trabajo lo está matando, y deciden hacer la mudanza al otro día.

Vecinocracia
Olfato social y linchamientos

Al otro día llueve, pero no mucho. X se muerde los codos y espera, y cuando F, el fletero, aparece, le dice que va para allá en media hora. Es un tipo enorme, un poco pasado de kilos, y maneja un rastrojero con un travesaño montado sobre la caja, una caja  que apenas parece capaz de sostener un par de muebles. X está desanimado, pero así y todo empiezan a cargar y, como siempre que hay que mudarse, el espacio empieza a aparecer. Un tetris delirante de muebles va formándose en la caja,  mientras los dos (con el barbijo puesto y respirando como dos condenados) traspiran como chivos bajo la ropa. Saben, de todos modos, que el invernadero va a quedar para un segundo viaje, y emprenden la marcha.
La esposa de X va adelante en el auto que huele a aceite quemado, viendo que en el camino no haya policía. La gente parece mirar con estupor el traslado ilegal de esa colección de muebles viejos apilados y comprimidos. Cuando llegan, X y F bajan todos los muebles en tiempo récord, que no es menos de dos horas, pero al terminar están molidos: golpeados, cortados, la irregularidad del terreno de la nueva casa, el césped mojado, todo patea en contra de la mudanza, y encima queda la parte más dura. X y F tienen la misma edad, y confraternizan: los dos jugaron al fútbol, los dos tienen antiguos dolores en el cuerpo, los dos no terminan de ser adultos, como quizás le pase a toda su generación. Cuando habla con F, X siente que su esposa (que mientras tanto va acomodando las cosas que han quedado desparramadas en el living de la casa nueva) lo mira vigilante, como diciéndole: menos charla, que es plata. Pero son ideas suyas, porque a su mujer la plata ni le preocupa, y él tiene una tendencia a la inmediata paranoia.

De todos modos vuelven a la casa vieja, X en su auto border. X odia a la casa y no quiere verla más. También odia lo que está haciendo, pero no le queda otra. Odia al propietario que, no perdiendo nada, lo obliga a romper la ley en un momento tan grave. Odia al idiota de la inmobiliaria de A, que se comporta como un carcelero. Quisiera chasquear los dedos y que el inútil invernadero desaparezca, pero no. Él y F tienen que subirlo al endeble rastrojero todas las chapas en un proceso lento y lesivo del que sale con las manos arruinadas: ninguno de los dos tiene guantes, y el aluminio les corta la piel con una insidia que se parece a la voluntad. El viento, los herrajes, todo impide que el tránsito de las chapas sean fluido, pero finalmente terminan de subir todo, lo atan a la caja y lo llevan con el mismo temor que en la anterior caravana. F, que ya no puede pensar de tan cansado, sale antes con el rastrojero, por lo que X no puede avisarle si la policía está en el camino. De todos modos no hay policía, llegan y descargan todo en un penoso proceso tan lento que termina extendiendo la mudanza clandestina a unas cinco horas. Cuando por fin la última chapa está tirada en el patio (ese invernadero, sabe X, nunca volverá a estar armado) le agradece a F (que en el medio recibió tres  llamados de su preocupado padre octogenario) por poner en riesgo sus bienes, su instrumento de trabajo y su libertad, y le explica que no tenía otra. Que no podía pagar dos alquileres, que no había otra solución. Que no se imagina la cantidad de quilombos de este tipo que está teniendo la gente, pero que este era su quilombo y lo solucionó como pudo. F lo tranquiliza, y se saca el barbijo para tomar agua. X ve que F se parece mucho a su hermano, al que hace dos meses que no ve. Le dice que él lo entiende porque no puede laburar, y que su problema es ese, no poder hacer plata. Y entonces X le pregunta cuánto va a cobrarle, y le dice la mitad de una suma (exagerada) que X pensaba escuchar, y X le dice que no hay problema; mientras busca la plata no puede creer lo honesto que F está siendo en ese momento en que hay tanto pescador de río revuelto.
Entonces vuelven a la casa vieja y vacía, porque le prometió a F un palet con ruedas (las ruedas son caras y útiles) y cuando cargan el palet X siente que ya no va a verlo, a pesar de que la circunstancia lo obligó a invitar un imprudente asado.
Están frente a frente con los barbijos puestos, y en un acto reflejo se dan la mano.
Uh, dice F, ya cagamos.
X se ríe, pero siente que está a punto de llorar.
Supongamos.

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