Ariana Harwicz

“Eso que se nos muestra como incomprensible es lo único sobre lo que vale la pena escribir”, dice la autora de Degenerado en esta entrevista exclusiva.

Paula Puebla
Ariana Harwicz, una de las voces más singulares de la literatura argentina actual.
Fotografía: Yuli Gorodinsky

Tras una logística breve y ajustada, Ariana Harwicz responde paciente a las largas preguntas de Cuaderno Waldhuter a través de audios de Whatsapp. Detrás de su voz, como ruido de fondo del aire de campo francés, se oye el canto de los pájaros, exceptuados ellos de toda cuarentena, ajenos al virus que asedia a la humanidad, en un gesto que mezcla inocencia y provocación natural. La autora de Matate, amor (Paradiso, 2012; Mardulce, 2017), La débil mental (Mardulce, 2014), Precoz (Mardulce, 2015), se hace un momento en de esta versión sci-fi pandémica del mundo para reflexionar en torno a Degenerado (Anagrama, 2019), su última novela, y para exponer generosamente sus ideas acerca de la censura, el deseo y las barreras que le presenta el mercado a una literatura que no se somete al mandato de obediencia y sumisión.

― Tu literatura está trenzada, rumiada en encadenamientos de frases que, por momentos, no se sabe del todo si pertenecen a los mundos interiores de los personajes o están dirigidas a un interlocutor que bien podría ser el lector. Esta prosa, que tiene una lectura muy rítmica y con características propias del verso, parece ser tu elemento y toma en tus libros la forma del soliloquio, del monólogo. ¿Qué te habilita este juego de pasajes entre lo que se piensa, lo que se desea y lo que se dice? ¿Qué pensás que te da este tipo de registro que no pueden darte otros?
― Qué difícil, ¿no? A medida que pasa el tiempo, que el tiempo empieza a obrar entre que uno escribió, releyó, corrigió un texto y todo ese proceso hasta editarlo, y después ese otro tiempo ―ahora que estamos encerrados y lo vemos adulterado, variado y modificado―, ese otro envejecimiento que sucede y opera en un libro cuando ya se editó, cuando ya tiene lectores, a veces nos aleja mucho de lo que escribimos, a veces nos acerca terriblemente. Creo que en todas mis novelas está esa indiferenciación, ese trenzado que vos evocás, para usar tus palabras, entre lo que se dice hacia el afuera, hacia el interlocutor, hacia el lector, hacía sí mismo; lo que piensa en su cabeza, lo que le grita, en este caso, en Degenerado, a los policías, los gendarmes. En todas las novelas está esa misma forma dialógica y la verdad no sabría decirte por qué, por qué cuando escribo sale así. ¿Por qué siempre los diálogos entre los personajes puede ser uno u otro el que lo dice y nunca termina, a propósito, de quedar claro quién enuncia? Yo supongo que porque en mi escritura no está clara la división entre lo que se piensa, lo que se hace y el cuerpo. Es como si todo fuera una única enunciación. Estoy pensando en voz alta, no lo sé, pero supongo que la voz viene así ya hecha cuerpo, un poco como en el teatro. La voz ya tiene esa materialidad que tiene el cuerpo, que tiene el deseo, que tiene el sexo. Entonces, cuando los personajes hablan, hacia afuera o hacia adentro, es lo mismo. Supongo también que es porque son personajes muy solitarios, casi al borde del autismo, muy marginales, asociales y que todo eso vuelve su habla mucho más bestial, mucho más bárbara.

Degenerado, la disruptiva novela de Ariana Harwicz

― En Degenerado el modo de narrar cumplió su cometido con un protagonista que habla prácticamente solo, aunque no siempre para sí mismo. Este hombre, acusado de pedofilia y se defiende solo ante un tribunal, pareciera además hablar en un idioma ajeno a las restricciones de la sociedad burguesa mediocre en “el país de la igualdad”. ¿Qué viene a exponer el discurso de un personaje que se mueve por fuera de la cultura, las dinámicas normativas del Estado y que, luego de decir cosas aberrantes, asegura resignado que “hay que reprimirse”?
― Vuelvo a decir que todas son hipótesis, habría que pensarlas un poco más, ¿no? Pero supongo que el personaje viene a decir lo reprimido, aunque después dice que hay que reprimirse. Pero es un chiste, una humorada. El personaje, totalmente desacreditado, un outsider, un marginal, un chivo expiatorio, un perdedor, un loser, viene a decir lo que nadie dice, lo que todo el mundo piensa y nadie escribe. Viene a decir lo que da asco, lo que molesta, lo que no conviene y entonces no le va a gustar a nadie. No le va a gustar a la época, a la ideología de la época, no le va a gustar a la maquinaria ideológica de lo que hay que pensar y cómo hay que leer. Lo mismo de siempre, ¿no? Supongo que, como es un viejo, un viejo de mierda como se podría decir ―ahora que el coronavirus está matando a todos los viejos―, es alguien desechable. No es productivo ni para el capitalismo ni para nadie. No puede tener hijos, no puede generar plata. Entonces está en esa especie de zona límbica de la vejez donde se permite decir cualquier cosa, con esa impunidad lingüística que a mí me encanta y que por eso elegí esa edad para el personaje.

La voz de las cosas
Marguerite Yourcenar

― En una entrevista que te hizo Hinde Pomeraniec en su programa radial dijiste que a veces te da pudor lo que escribís, como si no pudieras terminar de hacerte cargo de lo que son capaces de decir tus personajes. Me gustaría saber qué pensás de la censura y de la autocensura como fenómeno activo en el imaginario bienpensante e ilustrado que tiende a criminalizar todo aquello que escapa a su propio sentido común. ¿Qué costos tiene esto en la literatura para vos, como escritora? ¿Qué tipo de sociedad engendra y en qué resulta el control policíaco sobre la cultura?
― Me podría extender toda la vida y toda la cuarentena sobre esta pregunta. Hablaba con el crítico Maximiliano Crespi y él decía que el equívoco que supone identificar al autor, el narrador y el personaje. Endilgarle al autor la ideología del personaje, ¿no? Entonces si el personaje es un bastardo o es un pedófilo o es un tirano, bueno…algo de eso tendrá el autor. Y viceversa, sobre todo. El equívoco que supone pensar que porque el personaje tiene atributos nobles, estos atributos nobles pertenecen al autor. Bajo ningún concepto, vade retro. Me parece que escribir sería más bien todo lo contrario. Estaba escuchando que Marguerite Yourcenar decía que hay dos paradojas, con un efecto contradictorio, en el escritor y en cualquier artista. Se supone que cuando uno escribe debe desprenderse lo más posible de uno, de la mismidad, del yo, del sujeto que uno es, de la conciencia que uno tiene y, sin embargo, también todo lo contrario, ¿no? Me parece que se dan esos dos movimientos. La famosa “soy yo y no soy yo” de Madame Bovary que se le atribuye a Flaubert, aunque no sea cierto. Mis personajes soy yo y no soy yo al mismo tiempo, y todo es un efecto de la ilusión y de la escritura. A mí me parece que la autocensura es lo peor, cuando no hace falta que te censuren ni el mercado, ni las editoriales, ni los traductores, ni los adaptadores ni la prensa. Ya la docilidad empieza en casa, la autovigilancia, ya es más viejo que el mundo. Y así salen los libros muchas veces: autovigilados, con la censura que ya viene desde la matriz. Entonces, bueno, estamos todos contentos. Me parece que la autocensura es un efecto de la demagogia, de la cobardía. Yo venía escribiendo mujeres y por eso traté de pasarme de bando, de ir hacia lo más abyecto, que es un pedófilo, pero sin embargo tratando de hacer justicia con él, de que en su discurso haya también verdad y belleza.

― El pedófilo de Degenerado dice que “Escribir no prueba nada del hombre que escribe”. Una sentencia que para muchos puede resultar una obviedad pero que, sin embargo, pareciera estar ausente del modo de operar de este aparato censor progresista. ¿Qué pensás de las “cancelaciones” a talentos de la cultura como, por ejemplo, Woody Allen cuyas memorias fueron motivo de escándalo editorial? ¿Qué es lo que se pegotea ahí entre la persona, el autor y su obra que resulta inadmisible?
― Esta pregunta es un efecto de la anterior. Claro, escribir no prueba nada de lo que soy. Es tal cual, es casi un manifiesto político. Bueno, hablamos de política todo el tiempo, pero es un manifiesto de lo que el equívoco, el malentendido en la cultura, de pensar que escribir una declaración de principios personal. Escribir tiene que ser todo lo contrario. Por eso yo siempre digo que no entiendo por qué tenemos mala suerte en la escritura. Obviamente que la censura existe en todas las artes; pero digamos que la danza, el piano, el canto, la pintura se han sabido defender mejor, pilotear mejor los efectos de censura del estado, de las dictaduras, de los totalitarismos o, incluso, de las democracias. En cambio la escritura, que se supone que es algo más figurativo, y en especial la narrativa, está más en el foco. Se criminaliza el arte y por ende pierde todo sentido de ser, pierde su libertad. Ahora hay que hacer libros sobre femicidios pero yo eso nunca lo entendí. El femicidio hay que atacarlo en la justicia, militando, por las vías políticas como ciudadano. Pero yo no soy una militante cuando escribo. Justamente es al revés, la literatura pasa por otro lado, por desprenderse de eso, por acceder a una libertad no pautada en los a priori de la vida ciudadana. Nunca entendí esa especie de obras abanderadas las ideologías de la época. Pero bueno, al mercado le convienen porque esos libros venden, ¿no?

Ariana Harwicz
por Bénédicte Roscot©

― Antes de llegar al tribunal, parte del relato de Degenerado está situada en la casa del acusado, donde él se encuentra rodeado, a merced de un grupo de vecinos, de “civiles convertidos en jueces”. Lo que me interesa de esa secuencia no es solo la “causa común”, esa psicosis social de linchamiento y repudio que se arma en torno al pedófilo, sino tu decisión de retratar al malo de la película con todas las características del buen ciudadano, del viejito querible. “La gente de la que uno no se imagina nada es capaz de cosas inimaginables y al revés”, dice el texto. Hay un juego de máscaras, de algo que no se ve al comienzo y que luego se revela como intolerable. ¿Qué ventajas encontrás en desobedecer los mandatos del cliché y de la caricaturización, sobre todo, de la maldad en los hombres?
― Yo pertenezco a una tradición que reivindica no ser necesariamente contemporáneo. Siempre se es contemporáneo de la época en la que uno vive pero es necesario tratar de tener el ejercicio literario o intelectual de correrse, de desplazarse, de pensar desde otras épocas. Me encanta eso que dice Marguerite Yourcenar de que “el escritor tiene el deber de vivir”, no solo la vida presente sino también la vida pasada. Ahí hay toda una ética, en “no solo” vivir la vida presente. ¿Si no qué diferencia habría entre un escritor y un ciudadano ilustre común? ¿Entre un fascista y un buen ciudadano que pague sus impuestos? ¿Qué diferencia hay si estamos todos viviendo el puro presente describiendo como comentadores deportivos lo que sucede en frente nuestro? ¿Qué es lo que vuelve al escritor distinto? ¿Qué otra percepción tiene de qué? Me parece también que para crear un lenguaje propio, una lengua propia, y yo trato de hacer eso, hay que tener una conciencia política y por ende lingüística que no esté con las narices pegadas en el presente. Lo que no quiere decir no intervenir, obviamente. Todos los escritores han intervenido, nombremos cualquiera, en revoluciones, en dictaduras, en su época. Pero también cuando uno escribe eso, moverse. Me parece que eso justo ahora lo estamos viendo en lo que pasa con las delaciones, las denuncias, los escraches, con todo esto que provoca el virus y el encierro, en este estado falso de guerra donde la gente, los ciudadanos, son llamados a denunciar; algo que evoca mucho a los años treinta, al fascismo y a lo peor de la gente. Un poco es eso, me adelanté, son un poco eso los vecinos de este viejito pedófilo. Está excitados, esa cosa bien celiniana: les gusta denunciarlo, atacarlo, si lo pudieran apedrear lo apedrearían. De hecho, lo ponen en la silla eléctrica a plena luz del día. Con respecto a lo que me preguntabas antes, me parece fascinante de qué está hecho un hombre. Que pueda un hombre estar en un cumpleaños con chicos, bailando, siendo el mejor abuelo del mundo y una hora antes, una hora después, veinte minutos antes, veinte minutos después, pueda estar o violando o matando o torturando. Pero de verdad puede ser un buen abuelo, un buen esposo, un buen jardinero. Es decir, la famosa foto de Videla acariciando una nena o Hitler a sus perros son caricaturas. Pero es esa la caricatura que es el hombre, eso que se nos muestra como incomprensible es lo único sobre lo que vale la pena escribir.

Matate, amor (2da edición)
Ariana Harwicz

― Luego está el momento del juicio oral y público. Esa instancia formal, estatal, jurídica, parece una puesta en escena de la sociedad punitiva que divide los mares entre buenos y malos, víctimas y victimarios, culpables e inocentes. Quizá el gran tema de la novela sea la justicia, la degeneración de un tipo de justicia donde la presunción de inocencia y el debido proceso ya no son inapelables. ¿Cómo creés que dialoga Degenerado con este presente que confunde la justicia, con el castigo, la venganza, la lapidación pública? ¿Hay una igualación de las violencias, eximiendo la corrupción y los delitos financieros?
― Sobre los juicios, las violencias, bueno, el amor es violento. No hay nada más violento que el amor y no hay nada más violento que el deseo. Creo que Matate, amor, lo que escribí, siempre tuvo que ver con la violencia como deseo. Después con el deseo matás a alguien, ahorcás a alguien, lo destripás, o con deseo hacés hijos y los educás, o con deseo te tirás de un balcón. Somos violentos, todos, el tema es cómo, de qué modo, qué violencia opera en cada uno. Lo que me interesa de Degenerado y que se adscribe en una tradición de todas las películas, de todas las novelas y de todos los relatos de juicios es ese teatro que se arma en un juicio. El juicio de Nuremberg, el juicio a las Juntas, ¿no? Yo vi un montón juicios, por ejemplo, a Mangeri, que mató a Ángeles Rawson, a genocidas de la dictadura, también otros de casos más aislados, menores. ¿Qué pantomima, qué caricatura, qué teatralidad se arma en un juicio? Lo que escribo es muy teatral, por muchas razones, no solo por las más obvias. Un juicio es una escenificación, ¿qué cosa más escenificada que un juicio? El “pase usted”, personas que entran a escena, que salen de escena, turnos de habla y sobre todo roles. El del juez, el del abogado defensor, el del acusador, el de los testigos. Siguiendo a Dostoievski, Kafka y etcéteras, traté de ver qué se arma en un juicio, que es todo un poco falso. Lo que me parece interesante es que muchas veces el acusado no se siente acusado, no se siente culpable y, muchas veces, la madre del acusado dice “Mi hijo no es un asesino”. Incluso habiendo matado, el asesino no se concibe a sí mismo como asesino. Como si no pudiera verse como lo ve el otro, ¿no? La sociedad nos ve de un modo pero uno se percibe de otro. Traté de poner todas esas complejidades en acto en lo que escribí.

― “Todo el mundo es igual en un sistema que exalta las diferencias”. ¿De qué manera pensás que se posiciona políticamente tu literatura frente a eso?
― No sé cómo se ubica; eso tendrían que decirlo otros, un crítico, un lector. No sé cómo está vista mi literatura. Trato de que no se la apropie ningún otro discurso: si todos dicen que Matate, amor es feminista, trato de escribir Degenerado, de no caer en las garras de la demagogia porque ahí uno está muerto.

Precoz
Ariana Harwicz

― Hay algo muy interesante es el recurso narrativo de generar una aproximación a la historia del personaje través esos pasajes donde relata escenas de infancia. Ahí se cifra algo muy potente que es el hijo como resultado de una crianza, como efecto de “una colisión” o “hijos ventrílocuos de papá y mamá”. El pedófilo asegura: “A cada hora una mujer está pariendo uno en su casa, en el hospital”. Siendo la maternidad un tema que toca tu obra y tus intervenciones, ¿qué te interesa exponer a través de lo filiatorio?
― Lo filiatorio es lo que más me interesa: ahí anida todo el misterio, el gran misterio. Si fuera pintora, lo pintaría, si fuera pianista, haría composiciones con ese tema, y si fuera filósofa, trataría de filosofar sobre eso porque está todo ahí. Es endogámico, es sumamente simbiótico, es violento, y eterno. Porque tiene el componente de la muerte ahí, porque es el cuerpo, uno que sale de otro, que lo hizo teniendo sexo. O sea, todo lo que se puede naturalizar a mí me parece desnaturalizable. Es totalmente bizarro, estrambótico, surrealista. ¿Cómo es que un hijo es una cosa chiquitita y después es un hombre, un soldado, alguien que te puede violar? ¿Cómo es que existe el incesto, el hecho de que exista la ocasión tener sexo con alguien a quien vos fabricaste física, biológicamente? Todo eso del poder psíquico sobre un hijo, al que se le puede reventar la cabeza. Siempre estás al borde de lastimarlo, de dañarlo psíquicamente. Toda esa fabricación me parece muy del gólem, de Frankenstein. Por suerte, Degenerado tiene esa otra línea narrativa que es su propia historia, los flashes con sus propios padres. Y ahí es otro personaje.

― ¿Cómo pensás que fue recibido Degenerado en los ojos de las lectoras que consideran la “literatura femenina” ―esto es, hecha por mujeres― como algo virtuoso per se?
― Yo pensé que me iban a matar y la verdad es que no. Obviamente es una novela que vendió menos que Matate, amor pero me parece que fue por otros canales, otros carriles, otros lectores, otra circulación. Claramente no va a participar de un festival feminista, pero yo pensé que me iban a linchar y, por lo menos hasta ahora, acá estoy, viva. Aunque no sé qué habría pasado si la hubiera escrito un hombre.

― Última: ¿qué es un libro para vos?
― Supongo que es esa posibilidad de tener otra vida. La doble vida. Ese contra escenario. Ese irse a la otra vida. Ni más ni menos.

Ariana Harwicz, nominada en 2018 al Premio Man Booker International.