¿Cosa de hombres?
Sexo, deseo, pareja e inmadurez en la masculinidad, según Luciano Lutereau.
VICTORIA D’ARC

Si tuviera que elegir tres temas que atraviesen su autobiografía, Luciano Lutereau elegiría “Mediterráneo”, de Serrat, “I’m your man”, de Leonard Cohen, y “Tumbas de la gloria”, de Fito Páez. Uno para nacer, otro para vivir y el último para morir. Este lector apasionado de El gran Gatsby que se identifica con toda la serie de películas que François Truffaut le dedicó a Antoine Doinel empezó a psicoanalizarse a los cinco años. Volvió en la adolescencia y luego siguió cuando empezó la universidad donde estudió filosofía. El día que decidió abandonar una carrera como filósofo académico y confirmó que no tenía talento para otra cosa, decidió dedicarse al psicoanálisis, que es, según él, “una práctica que no requiere ningún talento especial y además a mí me salvó la vida”. “Por suerte– dice ahora–, para ese entonces yo ya sabía que hay muchas cosas para las que el psicoanálisis no sirve, pero para esas tres o cuatro cosas en que es efectivo, no hay nada mejor.”

Sus libros parten de su experiencia como psicoanalista, como pareja, como padre y hasta como amigo. Sus análisis se articulan a través de experiencias y anécdotas, y utilizan modos de explicar situaciones, angustias y temores contemporáneos a partir de alguna canción imperecedera de Charly García o en base a una escena de la última película de Woody Allen estrenada en los cines porteños. Sin prescindir de la divulgación, sus análisis suelen sostenerse gracias a un oído fino, una observación acertada y una perspectiva envolvente. Lutereau ha sabido pensar las tensiones de su época y desde ese lugar entender las contradicciones y desafíos de una generación en crisis. “Mi generación de varones es la que hoy cuestiona la identificación con el macho proveedor, pero al desentenderse de esa ficción corre el riesgo de tirar al bebé al agua: con el abandono del mito del proveedor, pierde también la masculinidad que requiere la función paterna”, escribe Lutereau en Galanes inmaduros, su ensayo más reciente, donde se pregunta qué implica para un varón tener alrededor de cuarenta años en un mundo como el nuestro, un mundo en permamente deconstrucción y reconstrucción, “para el cual ya no somos jóvenes, sin que tampoco seamos parte de la generación de aquellos machos de otro tiempo a los que vemos con malos ojos”.
Pienso el lugar del hombre en la sociedad contemporánea y me viene a la cabeza una especie de sujeto tironeado por varios lados: una realidad contundente en la que su lugar está cambiando; su experiencia quizás con su padre (no es bueno generalizar pero la mayoría de los hombres –y mujeres– tiene una idea del padre que no es la de los padres hoy); su círculo afectivo de amistades masculinas que lo empujan al supuesto “deber ser del hombre”. Es un cambio de paradigma que lleva a ciertos hombres a no saber cómo responder. Creo que en tu libro esa “inmadurez” es, justamente, una desorientación del hombre actual. ¿Qué herramientas hay para pensar ese cambio?
La inmadurez de la que hablo en el libro no es una cuestión valorativa. Incluso el libro propone varios ejemplos personales, para que no parezca que hablo de un objeto extraño del que me siento exceptuado. Sí el tema de fondo es una declinación de lo masculino como institución simbólica, que deja a los varones en la desorientación que mencionás. El centro de esta declinación es que los varones ya no se realicen como tales a partir de una identificación con el padre, sino a partir de dejar a la madre. Este “no” a la madre es lo que configura al varón contemporáneo, porque esta negativa se traslada al vínculo con todas las demás mujeres: ante cualquier demanda, la respuesta es “no”. Es lo que dicen muchas mujeres en análisis, que se habría modificado para el caso el artificio de la cita y, por ejemplo, ellas toman la iniciativa y ellos responden “vamos hablando”. Ya no se trata del varón que tiene que revertir la negativa femenina, de seducirla, sino que es el varón quien se niega ante una mujer a la que califica como intensa. Códigos tradicionales de la masculinidad como el duelo, la renuncia, el riesgo, hoy no tienen vigencia. El varón del siglo XXI es el que dice, como Bartleby, “preferiría no hacerlo”.
“No hay deseos mejores que otros, pero sí el problema de seguir actuando misoginias implícitas, no reconocidas.”
A veces una, como mujer, comete el error de pedirle que ocupe el lugar del “hombre de la casa”. ¿Las mujeres también tienen que modificar ese lugar común? ¿Hay también una inmadurez (o desorientación) de las mujeres?
Más que inmadurez, yo encuentro un desprecio por la madurez femenina. En el modelo estándar del empoderamiento femenino se privilegia a la mujer joven y poco se tiene en cuenta a la mujer que, por ejemplo, llegada a la cuarta década, reformula su erotismo sea que haya tenido hijos o no, pero que se encuentra con que el deseo materno deja su lugar a otros deseos más profundos y activos. La mujer deseante sigue encontrando su imagen más popular en la joven empoderada y no tanto en la que pudo dejar atrás las trampas de la belleza. En este punto, creo que se desprecia a la mujer madura, hoy se habla incluso de la “revolución de las viejas”, pero ¡son mujeres de 50 años! ¿De qué vejez hablan? Aquí creo que se replica la misoginia del deseo masculino actual que busca a la “pendeja” y se olvida el valor de la madurez, cuando hasta hace no mucho se tenía más estima por el erotismo de la mujer mayor: podemos pensar en novelas como El lector, En brazos de la mujer madura o La única historia, por no remitir al clásico del cine El graduado. Incluso la mujer liberada de nuestro tiempo sufre por tener que ser distinta a como es; ahora ya no se admira a la mujer madura, sino que si se mantiene joven se la llama “MILF”: siempre el modelo es juvenil. No creo que las mujeres cometan un error u otro, cada quien puede pedir lo que quiera, aquello que le siente bien, no hay deseos mejores que otros, pero sí el problema en seguir actuando misoginias implícitas, no reconocidas.
Creo que es habitual, como nunca antes en la historia, la cantidad de parejas separadas que luego de la separación mantienen una relación de amistad. ¿Qué falló en esa pareja para que no pudieran funcionar como pareja, si todavía se quieren, si todavía sienten afecto? ¿Son los cambios en la sociedad, los cambios de esta época, la presión de los círculos íntimos (amistades, experiencias de otros) lo que empuja a considerar que podemos tener varias vidas dentro de una vida?
Creo que la pareja modificó su configuración de un siglo a esta parte, porque su régimen ya no es el del matrimonio. La pareja hoy en día es una asociación para tener hijos y, muchas veces, cumplido ese propósito, pueden separarse tranquilos. Dicho de otro modo, lo que une al otro es el deseo de hijo, no tanto el deseo con el otro; por lo tanto, con deseos conyugales más débiles, suplantados por deseos parentales, ¿qué impide ser amigo de tu ex si es un buen padre o una buena madre? En este punto, mi planteo lleva a proponer una deserotización generalizada en nuestras sociedades, algo que la reciente cuarentena demuestra: el encierro obligatorio fue asumido como una renuncia que tiene a la mayoría de las personas que conversan conmigo transitando duelos. Los demás están melancolizados, al punto de volverse insensibles: quizá no quieran salir después de que se levante la prohibición. El deseo se refugia en el Zoom, en los sueños, cada quien está más dispuesto a vigilar al otro antes que preguntarse por cómo implementar un afuera incluso en el living de casa. Por otro lado, ideas del estilo “recuperar la pasión” o “volver a encontrarse” en una pareja son propias de una sociedad que inventó el microondas. Cada sociedad ama según como elabora sus alimentos. En otra época el pan se consumía fresco en el día, al día siguiente se la hacía tostadas y, luego, budín de pan. El pan nunca se tiraba. Hoy en día se lo freeza y luego se lo recalienta en el microondas; así queda gomoso y, después, se lo tira. Así son nuestros amores: recalentados y gomosos. Netflix es el microondas de las parejas contemporáneas.
¿Tenemos miedo de enfrentar nuestro propio deseo?
Creo que más que tener miedo a nuestro deseo, tenemos una relación muy laxa con el deseo, fácilmente consolable y dispuesta a aceptar sustitutos y sucedáneos, conformista.
A veces, como bien decís, la llegada de un hijo cambia toda una situación en la que la pareja estaba bien, estaba cómoda: viajaban, tenían sexo, se divertían, podían probar cosas. Un hijo, para ambas partes de la pareja, implicó una especie de sentar cabeza, una responsabilidad que para algunos es difícil de enfrentar. Nunca queremos echarles la culpa a los hijos, pobres, que no tienen la culpa de los problemas paternos pero en algún sentido ese hijo modificó una relación de dos y esos dos no pudieron rearmarse y entender una relación de tres (o cuatro o los que sean).
Estoy de acuerdo con lo que decís. En este punto quisiera citar una frase de Françoise Dolto, quien decía que “el hijo deseado es el que viene por añadidura, a causa del deseo de una pareja que ya es muy feliz sin tener hijos”. Es una frase que me encanta y que, de casualidad, releí ayer. Se la criticó mucho por esta idea, pero creo que lo que dice es simple: por un lado, “hijo deseado” quiere decir “hijo del deseo”, es decir, no hay alguien que desee al hijo, incluso una madre puede no querer a su hijo, pero ese hijo nace de un deseo; por otro lado, ese deseo es el que resulta de una pareja, no es individual; es, por lo tanto, deseo de deseo (esta es la definición mínima de una pareja), cuestión importante para pensar hoy en día cuando la maternidad se piensa a veces como un derecho liberal o como una función que sólo subsidiariamente incluye a otro. Desde este punto de vista (el de Dolto) la maternidad no es una posición inmediata, sino que requiere la mediación de un deseo exterior, siempre hay un otro que hace de la mujer una madre para un hijo. Por último, me gusta que esa mediación que es el deseo, un deseo que no es apropiable, es lo que hace que una mujer viva la maternidad con cierto extrañamiento (a veces con la fantasía de ser “mala”, otras con culpa, etc.), es decir, no hay nada más preocupante que una mujer demasiado segura de cómo criar a un niño. Eso explica por qué la maternidad suele llevar a una producción permanente de saberes (desde la pediatría hasta las nuevas formas de crianza), para reducir de algún modo esa distancia que hay entre un hijo y una mujer; saberes que buscan acercar, pero que también separan. Entre una mujer y un hijo, hay un deseo; entre una mujer y un deseo, hay otro deseo; entre una madre y un hijo, hay un saber. Ahora lo último de verdad: la felicidad. “Una pareja que ya es muy feliz sin tener hijos”. Aquí Dolto piensa en el problema de los hijos que vienen a evitar que una pareja se separe, pero el tema es complejo, porque ¿qué hijo no cumple un poco esa función? No puede ser tan lineal la cuestión. Entonces, la felicidad de la pareja quiere decir que no depende de la presencia de otros; es decir, el “sin tener” es lo que importa, porque implica que la pareja (el deseo de deseo) pudo prescindir de la posesión, que se puede desear de manera no apropiante, sin recurrir a objetos que sostengan el deseo artificialmente: la pareja que se sostiene en un proyecto, en algo en común, etc.; a veces los hijos no son necesariamente niños, pueden ocupar ese lugar amigos, un trabajo, viajes, etc. Dolto habla, entonces, del punto en que un deseo puede mostrar su carácter más específico: ser deseo de deseo. Un deseo que sólo responde a otro deseo. Cuando eso pasa, de vez en cuando, ocurre la felicidad.
“Tenemos una relación muy laxa con el deseo, fácilmente ‘consolable’ y dispuesta a aceptar sustitutos y sucedáneos, conformista.”
¿De qué manera esas parejas separadas pueden afrontar el desafío de convertirse en familias ensambladas? Pienso en los miedos de la madre porque el padre desaparezca, o que la nueva pareja del padre eduque a su hijo de una manera determinada y así mismo los miedos del padre ante la perspectiva de que su hijx tenga otra figura más como modelo. ¿De qué manera se puede ayudar a los niñxs para que esa situación sea lo menos traumática posible?
Estoy convencido de que no hay manera más segura de que algo pase que tener la idea de querer evitarlo. Los temores que mencionás son comunes, pero ¿qué ideal del trauma nos hacemos cuando queremos controlar ese tipo de situaciones? Hay mujeres que no se separan de un tipo que las hace profundamente infeliz solamente para que no haya una “novia del padre” que haga tal o cual cosa, ¿de verdad se quiere controlar la vida de los hijos de esa forma? Eso es meter a los hijos en el medio de problemas personales, porque la verdad es que la madrastras malvadas se quedaron en Disney. Lo mismo vale para los modelos de paternidad, con varones inseguros respecto de su propia posición: nadie te puede sacar nada, si vos te concentrás en ser un padre presente. En efecto, hasta es cotidiano ver cómo los hijos hacen de un pelo una soga, de un rasgo cualquiera un ideal paterno al que identificarse. El punto es otro entonces, se trata más bien –como dije antes– de cómo los adultos han relegado su deseo por la parentalidad, al punto de que están dispuestos a vivir vidas tristes “por la familia”. ¿Qué familia? Una que no es real, sino que nace de una fantasía infantil, en competencia con los propios padres. Los adultos de hoy son niños que quieren mostrarles a sus papás que son felices, que pueden hacer las cosas mejor, en lugar de apostar al deseo y la plenitud. Por eso en este libro retomo la llamada “crisis de los 40” como un momento en que se pueden revertir algunas elecciones tibias y, con la madurez, asumir una potencia mayor, antes de entrar en la apatía que hoy caracteriza a los “grandulones”, es decir, esa gente grande que sigue haciendo cosas de niños.
Sin ánimo de hacer futurología, ¿cómo creés que se modificarán las relaciones de pareja o las relaciones familiares con una sociedad que no será la misma después de la cuarentena?
Después del duelo que implicó, viene una etapa en la que algunos serán capaces de reformular sus vínculos afectivos, con la invención de nuevas formas de amar; otros se enfriarán más y serán máquinas o robots vivientes. Dicho de otra forma: creo que se van a agudizar las diferencias entre los modos de vida que ya conocíamos. La última vía para replantear cosas fueron los temas de género, pero creo que después de esta pandemia vendrán soluciones más profundas. En la pareja y en la familia encontraremos un agotamiento de las relaciones basadas en el mero consuelo, en la necesidad de no estar solos, pero habrá cada vez más gente sola y unos pocos amores.