El origen de todo
La lectura, el desorden, el caos, los desengaños amorosos o el archivo pueden disparar la escritura, pero ¿existe la inspiración?
DIEGO ERLAN

Varias veces, esta semana, imaginé qué hubiera sido de Borges sin la Encyclopaedia Britannica. Mientras edito un libro de Daniel Balderston sobre sus manuscritos me sorprendo con la cantidad de veces que algunos de sus cuentos surgen a partir de una entrada o alguna historia desperdigada en aquellos volúmenes. Ya es un lugar común decir que sus textos surgen de lecturas. Hasta quienes no leyeron a Borges lo saben. Pero no deja de sorprender el dato al verlo en una sucesión de ejemplos. La lectura como disparador permanente: la escena de lectura, la referencia comentada con Bioy, el recuerdo de una cita perdida en un viejo volumen encontrado de casualidad en un estante polvoriento. Habrá que esperar el libro de Balderston y las investigaciones de Hernaiz para comprender en profundidad cómo articuló todos esos materiales en su obra. El desorden, la inquietud, el caos, los desengaños amorosos pueden ser también un punto de partida. Y así también puede funcionar el archivo.

Por ejemplo. En unos viejos ejemplares de la revista El Contemporáneo, que duró sólo siete números entre febrero de 1967 y enero de 1970, encuentro una sección titulada “Nuestros narradores”, donde la redacción prepara un cuestionario estándar (al estilo de los célebres cuestionarios conocidos como Proust) y le hacen las mismas preguntas a diferentes personajes. Algunos de ellos fueron Héctor Lastra, Estela Dos Santos, Haroldo Conti y Manuel Puig. Quizás por casualidad me detuve en la misma pregunta y en las respectivas respuestas que dieron Conti y Puig a la pregunta si creían en la inspiración. El autor de Sudeste respondió: “He escrito cosas en total estado de aridez. He escrito pocas cosas en estado de exaltación, invariablemente malas. Definitivamente, no soy un inspirado”. En tanto, Puig fue más categórico: “No. Hay ciertos momentos propicios, nada más. Las preocupaciones extraliterarias, las urgencias económicas ante todo, son muy negativas. En mi caso, en cambio, para concentrarme, los estados depresivos me son propicios”. Ambos autores, a su modo, plantean cuestiones parecidas: la vieja frase de que si llega la inspiración que me encuentre trabajando. Con el gerundio y todo.
Hace unos días pensaba acerca de mi habitual tendencia a la introspección y el silencio. Esta característica se acentúa aún más en épocas de escritura. Puig, en esa misma entrevista, cuando se le pregunta qué lugar ocupa la literatura en su vida, responde que no cree que sea lo más importante sin embargo, continúa, “creo que escribo poniendo mucho de mí, y me parece que cuando estoy menos comunicado con la gente, cuando estoy más trabado personalmente, es cuando puedo dar más. Cuando me comunico más a otros niveles, no tengo necesidad de escribir”. Y termina de este modo: “Yo no escribo por una cuestión de oficio. No considero que escribir novelas pueda ser considerado un oficio; no para mí, al menos. Creo que escribo para establecer una comunicación que a otros niveles falla”. Adhiero.

Conciencia
o misterio
Hay un libro al que vuelvo siempre que se llama El arte de conversar (Atalanta) donde se reúnen frases de Oscar Wilde tomadas de diversos ensayos, narraciones, juicios y entrevistas. La mayoría de las entradas son una hilarante conjunción de sutileza y brutalidad. Una de las frases menos lapidarias aparece en “El crítico como artista”, donde Wilde supo plantear que “todo trabajo imaginativo de calidad es consciente y deliberado. Ningún poeta canta porque deba cantar; por lo menos ningún gran poeta. Canta porque elige cantar”. ¿Pero de dónde surge esa voz? La idea de Wilde es opuesta a la de Juan José Saer. El ejercicio de la literatura, entendía Saer, “no cabe en la mera definición de un proyecto, ya que sus raíces se pierden, enmarañadas, en lo oscuro”. El talento artístico, planteaba, consiste en el uso adecuado de la inteligencia para ordenar lo inexplicable en una construcción accesible a los sentidos. En la resolución práctica de esa actividad sin fundamento racional exterior a sí misma (ético, religioso, político, etc) la noción de proyecto como programa consciente y voluntario interviene a menudo, y es un elemento importante pero secundario de la creación artistica. El proyecto, definía Saer en un texto publicado en francés para la residencia de Saint Nazaire (1996), es la sonda que se manda con la esperanza de que lo oscuro se entreabra, dejando filtrar algo de sí mismo hacia una zona más luminosa.
De esa colaboración, para nada mágica, aunque sí totalmente implanificable, entre proyecto y enigma, nacen los verdaderos textos literarios, diamantes escasísimos en cada siglo y en cada idioma, a pesar de la avalancha de letra impresa que nos agobia día tras día.”
Quizás en la “Poética” de Joaquín Giannuzzi encontremos, quizás, otra clave posible, allí donde dice que “La poesía no nace./ Está allí, al alcance/ de toda boca /para ser doblada, repetida, citada/ total y textualmente.” Amanecer con los ojos abiertos y recorrer la mesa de luz y la lámpara y la radio portátil y la taza azul. Y ver. Simplemente. Todo eso, dice Giannuzzi, ya tenía nombre. “¿Necesitaba otro lenguaje,/ otra mano, otro par de ojos, otra flauta?/ No agregue. No distorsione./ No cambie /la música de lugar./ Poesía / es lo que se está viendo.”