Historia de una imagen prohibida
Diego Erlan

La representación del dogma de la Santísima Trinidad con tres cabezas en una misma cabeza espantó a los feligreses de mediados del siglo XIII, cuando recién apareció en las basílicas romanas. Cuatro siglos después, el Papa Urbano VIII (1568-1644) prohibió en Europa, en 1628, esa representación y mandó quemar las imágenes. Cuando tuvo lugar ese mandato, Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos (1638-1711), el pintor más conocido de la Nueva Granada, apenas tenía 10 años, y la prohibición no había llegado a América. Es más, al parecer Vásquez nunca supo de ella y pintó su interpretación de la creencia de que Dios es uno y trino. Recién en 1774 llegó la orden a América y, para evitar que desapareciera la obra que pintó Vásquez Arce, los dueños le hicieron pintar pelo a las dos caras laterales de la imagen. El falso pelo quedó perfecto y la pieza llegó al Museo de Arte Colonial en 1955 con el nombre de El padre eterno. Recién en 1988 se descubrieron las caras ocultas de los costados. El museo bautizó la obra como Símbolo de la Trinidad y hoy es una de las más importantes de su acervo. Esta Trinidad es la única conocida en la pintura de la Nueva Granada y la única de Gregorio Vásquez, decía Patricia García, museóloga del Museo de Arte Colonial en el periódico El Tiempo, en abril de 2001.
Problemas

El dogma de la Santísima Trinidad enuncia tres personas (hypostases) y una sola naturaleza o esencia (ousia). Es decir: tres personas consustanciales que representan la unidad absoluta pero al mismo tiempo la más absoluta diversidad. El dogma especifica que si el hijo es la palabra que el padre pronuncia y que se hace carne, el espíritu es su manifestación, la hace audible “y la hace oír en el evangelio”, pero el espíritu permanece escondido, misterioso, silencioso, “no hablará de sí mismo”. La complejidad es inherente a la propia iconografía: ¿Cómo representar este concepto? ¿Cómo explicarlo? ¿Cómo atravesar la dificultad de la traducción para un concepto intraducible? El ensayista George Steiner escribe en su libro Después de Babel (FCE, 1980) que cualquier modelo de comunicación es al mismo tiempo un modelo de traslado, de transferencia vertical u horizontal de significado. El traslado de un concepto (que no puede entenderse a través del intelecto sino a través de la fe) como el de la Santísima Trinidad requiere traducción, una interpretación. Analicemos rápidamente un caso conocido en el choque entre dos culturas. Por ejemplo: ¿Qué son los zemíes que encuentra en América Cristobal Colón y describe Ramón Pané? “Ni representación figurativa, ni ídolo, vacilando de hecho entre varios status (objeto, cosa, imagen, ídolo…), ¿no era el fruto notable de una tentativa de interpretación que daba la espalda a los modelos preconcebidos para registrar, sin ocultarlo, lo inesperado y lo desconcertante? Era un caos de las formas, de un valor irrisorio, de aspecto grotesco, que despertaba codicias, una cosa que se mueve, un objeto vivo, un instrumento de dominación en manos de caciques manipuladores; pero también era un desafío constante a la razón: todo eso es el zemí.” Según Pedro Mártir, los indígenas confeccionaban “con algodón tejido y forrado por dentro, imágenes humanas sentadas, semejantes a los espectros nocturnos que nuestros artistas pintan en las paredes”. Pané convirtió algo singular (el zemí) en algo conocido para los conquistadores: en fantasmas, espectros. Es decir que como buen escritor y tal como lo señala Gruzinski, “hizo ver lo desconocido”. Hizo una traducción. ¿No es eso también lo que intentó reflejar Vásquez Arce y Ceballos en su imagen trifacial de la Santísima Trinidad?
Representaciones
Como se ha estudiado en profundidad, las enormes dificultades de comunicación que suponía para los evangelizadores el enfrentarse con una población heterogénea fue en parte superada por el uso y aprovechamiento de las imágenes. Simultáneamente este recurso se apoyaba en la enseñanza del idioma. Las distintas órdenes religiosas acudieron a la imagen para introducir a los indígenas en la doctrina cristiana. Los Franciscanos utilizaron los Catecismos Ilustrados y el teatro. En los atrios de las iglesias era frecuente construir escenarios para representar Autos de Fe, a través de los cuales se explicaban los misterios más importantes de la religión católica. Arnold Hauser señala que en un comienzo la evangelización de los indígenas estuvo a cargo de Franciscanos, Dominicos y Agustinos. Pero un poco más tarde, a mediados del siglo XVI, el proceso de colonización en América coincidió con las decisiones del Concilio de Trento (1545-47, 1551-52, 1562-63) y esta circunstancia motiva a los grandes abanderados de la Contrarreforma, los Jesuitas, a desplazarse por el mundo extraeuropeo en una avasalladora empresa evangélica.

Desde México hasta el Río de la Plata pueden encontrarse diversas representaciones del misterio cristiano aunque en un contexto posconciliar, esto quiere decir que en su mayoría las imágenes de la Trinidad son canónicas: representaciones antropomorfas del Padre y del Hijo, junto a la representación zoomorfa del Espíritu Santo, en imágenes autónomas o como componente esencial de episodios evangélicos o teológicos. El tema aislado aparece en la escuela cuzqueña en la forma “horizontal”, de tres personas iguales sentadas en sus respectivos tronos, y en la vertical, bastante más extraña y desconocida en Europa, en la cual el rostro de Cristo es repetido tres veces sobre el paño de la Verónica. Sin embargo la iconografía monstruosa es la versión trifacial de origen románico donde un rostro reúne tres bocas, tres narices y cuatro ojos y cuyo significado simbólico es recalcado, como apunta Stastny, por el texto inscrito en el triángulo que sujeta la figura. Como se sabe, esta imagen llegó hasta América con los Libros de horas, como el editado por Thielman Keiver en París entre 1517 y 1526, y utilizada por la pintura cuzqueña y también por Gregorio Vásquez Arce y Ceballos.
En el artículo “Síntomas medievales en el ‘barroco americano’”, Francisco Stastny analiza de qué manera la presencia de la Edad Media en América fue persistente, principalmente en ciertas iconografías de origen medieval que volvieron a ser empleadas en el continente después de haber desaparecido del arte europeo con el Renacimiento. Señala que pueden encontrarse en un numeroso número de composiciones doctrinales en las que se encuentran alegorías morales, simbología doctrinal y temas de contienda. Obras caracterizadas por sus argumentos teóricos recalcados por cartelas y filacterios. “El espectador debía leer estas imágenes como si fueran jeroglíficos”, escribe Stastny y apunta que semejante énfasis en la didáctica religiosa a través de las obras sólo se había dado con anterioridad en la Edad Media y ya no fue empleada en la Europa barroca sino en la ilustración de libros o en grabados piadosos. Entre estas imágenes puede encontrarse la categoría dedicada a las representaciones de la Santísima Trinidad. Y una de las explicaciones que ensaya Stastny para la abundancia de esta representación se encuentra en el contexto de lucha por la cristianización de las culturas nativas.
Por otra parte, Ramón Mujica Pinilla en “Arte e identidad: las raíces culturales del barroco peruano” da cuenta de estas dificultades presentando algunos casos y señala que los misioneros se enfrentaron en el Perú virreinal a un problema hermenéutico análogo tanto al traducir la doctrina cristiana a las lenguas indígenas como al leer el significado de los ídolos precolombinos. Según los Comentarios reales, del inca Garcilaso de la Vega, los errores y las peligrosas confusiones doctrinales producidas por las malas traducciones del evangelio partían del principio axiomático de intraducibilidad de términos y concepciones religiosas entre dos comunidades con lenguas diferentes. También observa presencias de diversas trinidades. Una de ellas en Chuquisaca, donde los indios adoraban a “una gran estatua […] llamada Tangatanga, que decían ‘los antiguos Quipus i tradiciones, era un Dios en tres personas, i que adoraban tres en uno i uno en tres’”. No es el único. En una isla del Lago Titicaca llamada Hamapia, los jesuítas encontraron en 1612 un “ydolo muy bien labrado con tres cabezas a quien los indios adoraban diciendo que aunque era un Dios encerraba en sí a tres. Este ydolo se dize enviaron los españoles a España antiguamente por ser cosa maravillosa”. Estos ídolos indígenas recordaban, sin duda, la iconografía de los Cristos trifaciales o tricéfalos aparecidos en la Europa del siglo XIV pero que fueron severamente repudiados y perseguidos, entre otros, por San Antonio de Florencia en su Summa Teologica, Juan Molano en su Historia imaginum et pictararum y el Cardenal Bellarmino, quienes denunciaron estas imágenes como “una ficción diabólica” (Mujica Pinilla, página 37) porque no sólo deformaban la apariencia física de Jesús sino que no tenían ningún sustento bíblico. Se la comparaba, incluso, con un monstruo de tres cabezas. En este punto sería atinado citar el trabajo de Héctor Schenone sobre la iconografía de Jesucristo para darse cuenta de que las contradicciones fueron permanentes sobre cuestiones tan simples como la fisonomía de Jesús. Pero volviendo a la persecución de las imágenes trifaciales de la Trinidad, Stastny cita otros perseguidores, como al teólogo Jan Gerson, que la cuestionó en el siglo XIV, y también a la prohibición ejercida por el concilio tridentino y la severa condena de las bulas de Urbano VIII en 1628 y más tarde, en 1745, de Benito XIV. Sin embargo, dando “muestras de extraña independencia religiosa” y poco sentido humanista por la figura divina, América persistió en su uso al lado de las representaciones de la Trinidad en forma de tres personas iguales y de la versión complementada con la paloma del Espíritu Santo. Para Stastny, el impulso provino de ciertas iconografías sui generis de los evangelios, empleadas en el Nuevo Mundo, pero intenta profundizar este punto para preguntarse cuál fue el papel de la Trinidad en ese proceso: ¿enseñar la doctrina?, ¿competir con los dioses paganos?, ¿evitar confundir al Espíritu Santo con la idolatría de las aves del mundo andino?

Detengámonos en esta representación trifacial siendo ésta una iconografía escasamente conocida, problemática y a todas luces heterodoxa. Entre las imágenes que siguen esta línea encontramos un “Lienzo de la Verónica”, de autor anónimo mexicano del siglo XVIII, que se conserva en el Museo Nacional del Virreinato, INAH, Teporzotlán, donde puede encontrarse una cabeza trifacial, barbuda, con la frente herida por la corona de espinas. Otra es “La Virgen del Carmen”, representación pintada sobre tres mundos cristianos que incluyen condenados al cielo y al infierno y, además, una Trinidad trifacial barbuda suspendida entre las nubes con su manto pluvial. Un anónimo pintor peruano, a finales del siglo XVII o principios del s. XVIII, realizó una tela de grandes dimensiones que se puede ver en el Museo de Arte de Lima en la que encontramos a un hombre de pie al centro de un cuadrante en cuyos ángulos se ubican los cuatro evangelistas. El rostro goza de una cara trifacial, barbuda, y sobre las manos está suspendido un marco triangular conectado en su centro, con escritos referentes al misterio de la unión de tres personas en un único Dios.

Epílogo
En el panegírico de Roberto Pizano sobre Vásquez Arce se reconstruye la escena en la que el artista irrumpe y supera al maestro. Ocurre un día en el que Baltasar Figueroa pintaba el cuadro de San Roque hallado en la iglesia de Santa Bárbara. Figueroa intentaba darle toda la expresión correspondiente a los ojos. Pintaba y borraba, una y otra vez, dice su vez Groot en la biografía de Vásquez que Pizano toma como referencia, pero todo lo que hacía era en vano: no lograba la expresión que debían tener los ojos. Aburrido, al fin, tomó la capa y el sombrero y se fue para la calle. Entonces Vásquez, que había permanecido observando al maestro, tomó la paleta, los pinceles y en poco tiempo consiguió la expresión que los ojos de San Roque debían tener. Al regresar de la calle para continuar con su trabajo, Baltasar Figueroa se encontró con la obra terminada. Le preguntó a Vásquez si acaso había sido el responsable y el discípulo, con orgullo, asintió. En lugar de alabar su habilidad, Figueroa le espetó que si acaso era maestro se fuera a montar su propio taller. Y así fue. En el libro Vasquez Ceballos y la crítica de arte en Colombia se dice que “El Símbolo de la Trinidad se enmendó con el repinte de los perfiles laterales del rostro principal porque contravenía la norma sancionada en el Concilio Provincial de Santa Fe en 1774: “Prohibimos expresamente la pintura o pinturas de las tres personas de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, estando esta tercera en figura corporal de hombre y no de paloma.” Un repinte convirtió al discípulo en maestro y, por el contrario, otro repinte traficó a lo largo del tiempo una imagen prohibida que tenía destino a la hoguera. Como cualquiera que pretenda pensar por sí mismo.