La espera por una consulta de rutina médica se convierte para Javier Zoro en un viaje témporo espacial hacia los confines del arte medieval. Una reflexión sobre el cine, la pintura cristiana en tiempos de peste y la ansiedad por una ecografía.
Javier Zoro
Parece un cura dando la bendición a la entrada de la iglesia, pero es el guardia del centro médico. Tiene un barbijo en el rostro y un termómetro láser en su mano derecha. Para traspasar el umbral cada paciente debe cumplir con el ritual: tiene que quedarse parado, quieto, tres o cinco segundos, mientras él le apunta el rayo infrarrojo en la frente. Nadie sabe qué cara poner, tratan de quedarse neutros como en las fotos que sacan en las aduanas del aeropuerto. Cuando me tocó a mí, por un segundo sentí que era como un disparo, probablemente porque asocio al guardia más con una pistola que con un termómetro láser. De hecho se le parece bastante.
La bendición, si no me equivoco, se da con dos dedos, el índice y el corazón, el cielo y la tierra, la doble naturaleza de Cristo, los mismos con los que se hace el signo hippie de paz, pero en este caso con los dedos unidos y el pulgar hacia afuera. Si uno girara estos dedos hacia delante, se forma de inmediato una mano-pistola. Es la naturaleza arbitraria de los signos, todo puede cambiar de sentido con un mínimo movimiento.
No entran tantas personas al lugar. Casi todas son embarazadas derivadas de otros centros, como mi novia, Fer, de 6 meses, y algunos pocos pacientes en riesgo quirúrgico. A mí no me dejaron pasar al segundo piso, donde se hacen las ecografías, así que no puedo ver el streaming ultrasónico en vivo de los movimientos y gestos de mi primer hijo dentro de la panza de su madre. Quedo confinado en una sala de espera donde no hay plantas ni revistas, sólo una tele sin volumen que pasa en loop un video sobre cómo cuidarse del coronavirus. Si miro a mi izquierda quedo en línea con el guardia-enfermero-sacerdote, que mira la calle vacía a la espera de bendecir la frente del próximo paciente que cruce el umbral.
Entra otra embarazada. Me imagino la escena como un icono religioso medieval, pero de los tiempos del Covid-19. El guardia como Salvator Mundi, un tema que fue un boom en la pintura cristiana sobre todo en el siglo XV: el Cristo-Rey, en su segunda venida, viene a bendecir con su mano derecha a la humanidad completa, mientras que con la izquierda sostiene las Sagradas Escrituras. Después de Colón, la Biblia fue reemplazada por la pelotita-mundo, una esfera coronada por una cruz. A la luz de nuestro presente, me pregunto si esta obsesión pictórica de la tardía Edad Media y el Renacimiento habrá estado relacionada con la peste bubónica que azotó a más de un tercio de la población europea de la época. ¿Fue la pandemia que encendió la fantasía de los pintores o estos obedecían a la Iglesia y a los Reyes que hacían propaganda para calmar al pueblo?

El Salvator mundi en tiempos de Coronavirus es el médico, sobre todo el infectólogo o el epidemiólogo, aquel que sabe cómo alejar al maléfico virus del alcance de los seres humanos mortales, más mortales que nunca. Cualquiera que quiera participar de la idea del Bien Supremo de nuestro tiempo, desde el Presidente hasta el guardia del centro médico, deberá procurar que en torno suyo resplandezca un aura pulcra y aséptica, ungida por el alcohol en gel, que recomiendan nuestros autoridades sanitarias. Y todos los que lo rodeen deberán guardar por lo menos un metro y medio de distancia.
Toda esta fantasía medieval está influida por el hecho de que ayer volví a ver El Decamerón de Pier Paolo Pasolini, donde el director italiano en un pequeño pero crucial episodio actúa de Giotto. Toda la película es una especie de fresco naturalista donde el bajo pueblo napolitano, gente común y corriente, protagoniza graciosas, irreverentes y a veces fantásticas escenas usando vestimenta de época con la misma paleta de colores usada por el pintor florentino. Es una obra muy actual. Son las historias picarescas y amorosas que se cuentan un grupo de amigos para evadirse de los horrores de la peste bubónica. Se suelen meter los diez o más siglos del Medioevo en el mismo saco oscurantista, cuando ciertamente hay momentos más luminosos en que los cuerpos de mujeres y de hombres, heteros y homos, fueron mucho más libres en sus formas de asociarse y de desearse que bajo la racionalidad ilustrada o moderna. A pesar de su apestado y bubónico contexto, la sociedad que refleja El Decamerón remite a uno de esos momentos.
Y es que la peste tuvo extrañas consecuencias colaterales. Esto lo supe gracias a un excelente estudio de Silvia Federici, Calibán y la Bruja – Mujeres, cuerpo y acumulación originaria, quien asocia la peste bubónica al momento en que la gente se fortaleció al punto de romper las ataduras del dominio feudal: “enfrentada a la posibilidad de la muerte repentina, la gente ya no se preocupaba por trabajar o por acatar las regulaciones sociales y sexuales, trataba de pasarlo lo mejor posible, regalándose una fiesta tras otra sin pensar en el futuro”.
Tal vez era una época donde no habían ecografías ni respiradores artificiales, pero había una serie de saberes populares ejercidos principalmente por mujeres, que fueron destruidos en el siglo XVI y siguientes: saberes ligados al parto, a plantas y hierbas, a anticonceptivos o “pociones para la esterilidad”. En el centro de la investigación de Federici está un fenómeno olvidado, silenciado o reducido a algo casi folklórico: la caza de brujas, un genocidio de mujeres que duró dos siglos y se llevó más mujeres que la totalidad de los individuos que se ha llevado el coronavirus hasta ahora. ¿Qué pasó de un siglo a otro que, de pronto, los saberes femeninos fueron condenados al estatus de brujería y el discurso científico elevado a la norma? ¿Qué pasó que de pronto el Estado y las autoridades de toda Europa, sin importar si fueran reformistas o contrarreformistas, se pusieron de acuerdo en multiplicar las hogueras en las cuales condenar a las sospechosas de participar en orgiásticos y subversivos aquelarres o a las que le arrojaran mal de ojo o alguna maldición a quien se negara a regalarles un plato de comida o un vaso de vino? Son los mismos años en que el adulterio se volvió pena capital, la prostitución ilegal, el infanticidio crimen capital y las amistades femeninas fueron puestas bajo la lupa. Como dice Federici: “fue en la hoguera que se forjaron los ideales burgueses de feminidad y domesticidad”.
En el colectivo de regreso a casa, contentos porque la ecografía salió bien, me empiezan a picar alternativamente la nariz y los ojos, pero me aguanto las ganas de rascarme. Adelante nuestro una señora saca su espejito y comienza a maquillarse: se embadurna la cara con base, se delinea las cejas, se pinta los labios. Va acumulando en sus manos todas esas sustancias. Pienso que alguien le va a decir algo, pero nadie dice nada. Es lo más blasfemo que vi en el último tiempo.