Influencia y diálogo entre escritores y artistas plásticos.

DIEGO ERLAN

A fines de los años cuarenta, mientras estudiaba en el curso de Bellas artes que dictaba el historiador y crítico Meyer Schapiro en la Universidad de Columbia, Allen Ginsberg tuvo una revelación al ver los paisajes de Paul Cézanne. Advirtió que esas pinturas se abrían como si fueran tridimensionales; provocaban algo pavoroso, recordó Ginsberg, una extraña sensación que enseguida relacionó con la sensación cósmica que había experimentado al leer poemas como “The Sick Rose” de William Blake. Empezó a investigar a Cézanne. Contempló todas las pinturas que pudo encontrar en Nueva York y rastreó un sinfín de reproducciones que consiguió en libros, bibliotecas y archivos. Subrayó una y otra vez un libro de Erle Loran, Cézanne’s Composition: Analysis of His Form with Diagrams and Photographs of His Motifs, y tiempo después viajó hasta Aix-en-Provence para recorrer los paisajes del pintor, los sitios en los que Cézanne circulaba o utilizaba como modelo y visitar su estudio donde había desplegado todo tipo de simbolismos literarios. Ese lugar se le representó a Ginsberg como el laboratorio de un alquimista: una calavera a un costado, una capa negra y un sombrero, también negro, de ala ancha colgado de un gancho. Cézanne, pensó entonces Ginsberg, era un personaje mágico. Al leer sus cartas encontró una clave para entender su procedimiento: “he trabajado durante años tratando de reconstituir las petites sensations que me produce la naturaleza, y podría pararme en la cima de una montaña, y con solo mover mi cabeza un centímetro la composición del paisaje cambiaría totalmente”. Cézanne, leyó Ginsberg, había logrado trabajar su percepción óptica a tal punto de transformarla en una verdadera contemplación de los fenómenos ópticos como un yogui advierte las sensaciones que le produce la mente en blanco. “Y esta petite sensation –leyó Ginsberg– no es otra cosa que pater omnipotens aeterna deus”. Cézanne como místico. Cézanne como maestro. Alguien que pintaba sus telas en dos dimensiones con la certeza de que el observador, si permanece suficiente tiempo delante de ella, podrá percibir las tres dimensiones del mundo de los fenómenos ópticos.

Ginsberg se fascinó con esta posibilidad que le abría Cézanne de reconstituir el universo en sus telas y por eso se propuso implementarla en sus textos: la última parte de Aullido, como reconoció a The Paris Review, fue un homenaje a ese método. Del mismo modo que el pintor no utiliza líneas de perspectiva para crear el espacio sino que propone una yuxtaposición de un color contra otro, Ginsberg intentó yuxtaponer una palabra contra otra para crear una brecha entre dos palabras que el lector llenaría con la sensación de existencia. Lo que en Cézanne eran cubos, cuadrados y triángulos, Ginsberg lo compuso con palabras, ritmos y fraseos.

Una de las tantas cosas que se acuerda Margo Glantz en un libro que retoma el dripping memorioso de Joe Brainard (I Remember), reescrito en 1978, ocho años después, por Georges Perec en su Je me souviens, es la fascinación que le produjo la serie de cuadros que Johann Heinrich Füssli pintó sobre Lady Macbeth. En particular ese en el que puede verse al personaje shakesperiano en un trance de sonambulismo basado en la primera escena del quinto acto de la obra. ¿La encarnación del mal o de la locura?, se pregunta Glantz. La mirada vacía de esa mujer caminando a tientas y los espantos en la oscuridad de la escena conjugan la agitación de ese sueño intranquilo. Al igual que a Glantz, también a mí me fascinó esa pintura cuando pude enfrentarme a ella. Quizás por alguna olvidable historia personal. María Gainza, en su extraordinario libro El nervio óptico, plantea que justamente una buena obra de arte transforma la pregunta “¿Qué está pasando?” en “¿Qué me está pasando?” Le sucede a ella cuando se enfrenta a una obra de un pintor escasamente conocido como Augusto Schiavoni en el Museo Nacional de Bellas Artes.

Con cierta impresión, Gainza encuentra que la protagonista de una pintura como “La niña sentada” (1929) es idéntica a ella cuando era chica. “La similitud era escalofriante”, escribe Gainza, con la certeza de que toda buena obra es también un pequeño espejo. “La niña sentada”, sostiene Gainza, es esa clase de pintura que descarta la pirotecnia, el escondite favorito de los espíritus ambiciosos y dice las cosas de una manera simple (que para ciertos investigadores, agrego, es falta de talento). Para muchos críticos, el rosarino fue considerado un raro, un artista sin trascendencia hasta que Batlle Planas lo rescató para bautizarlo como “el dulce maldito”. En la escena del descubrimiento de Schiavoni, estremecida por el parecido que sólo ella podía ver, Gainza intenta volverse cómplice de otro visitante y le pregunta si acaso él veía lo mismo que ella. Sin conocerla, sin ni siquiera fijarse en ella, el sujeto asiente: un error de curaduría –observa–, un cuadro tan menor al lado de éste otro, dice al apuntar sus manos a uno de Pettoruti.

Ese aparente desorden que observaba el sujeto en el MNBA es el que fascina a Ennio Flaiano en su Diario nocturno (Fiordo) cuando visita en 1955 un museo provincial de Sevilla metido en un convento del siglo XVII. Para Flaiano, las obras menores “son la sal de toda colección, porque nos muestran el aspecto secreto de un siglo a través de la pintura mala de todos los días”. Habría que discutir, desde luego, el concepto de “pintura mala” pero como postuló Fogwill a veces necesitamos de esos “malos poetas” porque en sus errores también descubren algo de nosotros mismos. Un gesto anti-académico, anti-intelectual. A Flaiano nada le entristecía más que la colección selecta y ordenada del estudioso que sólo quiere demostrar su tesis. Aquel día de 1955 el escritor italiano pasa de largo las pinturas de Valdés, Zurbarán, Murillo y Roelas expuestas en las salas del museo para detenerse en las obras de los aficionados que dedicaron sus lienzos al caballero árabe, al gaitero, a las campesinas romanas, a la ninfa y al fauno hasta que al fin se detiene más de media hora en la pieza quizás más importante de la exposición: La visita al hospital, de Luis Jiménez Aranda, un lienzo de casi tres metros por cuatro donde se retrata la escena de un médico que muestra a sus alumnos, vestidos de igual modo, una joven enferma. “Es uno de esos cuadros delante de los cuales, en los bellos tiempos del Salón, los críticos enloquecían, también ellos con levita y bombín, hablando de composición, ritmo, anatomía y perspectiva”. Es una obra que obtiene la primera medalla en la Exposición Universal de París de 1889. Justamente el tipo de obra que Flaiano despreció durante todo su recorrido. 

¿Qué nos sucede frente a la obra? En un poema de 1986 titulado “Ticket”, el poeta Arturo Carrera reflexiona sobre sus sensaciones ante una fotografía de Diane Arbus: “La ilusión casi materna/ nos expone con Diane Arbus/ a su luz más demencial que el miedo:/ pavor de no poder soportar la prueba/ del traumatismo precoz/ de la vida monstruosa”.

Años más tarde, en su Tratado de las sensaciones (Pre-textos, 2002), visita los talleres de Guillermo Kuitca, Juan José Cambre y Alfredo Prior para disolverse en esa obra y preguntar y preguntarse sobre el hecho artístico. “Y en el taller del viejo Kuitca/ un fauno niño en cuatro patas con las manos metidas/ en grandes zapatos.// Y en el taller de Cambre las vasijas vacías/ de un colmo del Misterio.// Y en el taller de Prior unas uvas, un pájaro fascinado que las mira.” El poema, en la estrofa siguiente, se vuelve diálogo: “Ya hablaremos de los que duermen en una camita/ cuyo colchón es un mapa que cuando nos acercamos/ vemos que todos los recorridos conducen a la misma ciudad,/ la tuya, que pudo ser Pringles.” “Ya hablaremos de cambiarte los cuadros que te/ regalé por otros que después te gustarán acaso/ menos.” “Puedo pintarte un fauno; ¿pero cómo hacemos con/ la cara que es de oso, y con las flores del cuello, que son de óleo y ceniza?”

Vacío y misterio es lo que percibe Carrera en Cambre. Me acuerdo ahora que hace algunos años, en la exposición Mano de obra, que Cambre presentó en la Colección Fortabat, había una serie de monocromos denominada “Artforum”. Un conjunto de lienzos en gran formato donde los colores plenos, con pulsión mate, varían como si fueran las notas que interpreta en el piano Morton Feldman en “Palais de Mari”. Las obras se acercaban a los silencios entre esas notas, a la tensa vibración que permanece en el ambiente hasta que, de un momento a otro se apaga, incluso de manera abrupta. Esa serie funcionaba como columna vertebral de la exposición y al verlas resultaba evidente que el artista mencionara al compositor como modelo para su búsqueda. Perderse en el color, sostiene Cambre, es la mejor manera de llegar a la luz. Una vibración sosegada donde no hay brillo, donde los ruidos exteriores son capturados como si cada pintura fuera una recámara que nos expande y nos devuelve desestabilizados. A partir de su letura de Carrera, Cambre articuló una “teoría del error” donde dice que el error es también la grandeza de la poesía moderna. La irrupción, dentro de un esquema, de otro esquema; una irrupción que libera, cambia el punto de vista, el cuadro, el texto. “Como si concediera un permiso súbito para una nueva academia –instantánea, ínfima.” Otra vez ese cambio de perspectiva que Ginsberg pudo notar en Cézanne, que Cézanne encontró en la naturaleza y que me interesó en la obra de Margo Glantz. Una vez se lo pregunté: ¿Cómo se trabaja la mirada para ver las cosas como si fuera la primera vez? “No lo sé muy bien”, respondió ella, pero en un intento por ensayar una respuesta dijo que creía que ya es uno quien mira de determinada manera, “porque miras algo que para otros quizás no tenga ningún sentido pero para ti posee un sentido particular que responde, otra vez, y una vez más, a tus obsesiones, a tus preocupaciones, a la curiosidad que sientes por las cosas”. Mirar, entonces, pienso, en un doble movimiento: hacia afuera y hacia adentro con una perspectiva dislocada.

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