La voz del fantasma
Largo adiós a uno de los actores más emblemático del cine mundial. Desde jugar al ajedrez con la muerte hasta viajar por el espacio, Max Von Sydow tuvo una vida intensa tanto delante como fuera de la pantalla. Una semblanza cinéfila por su obra hasta un reencuentro con el mismísimo maestro Ingmar Bergman.
GERMAN SARSOTTI Y FERNANDO KRAPP

“Ahora escucharás mi voz” dice el hipnotizador en el inicio de Europa, la película de Lars Von Trier de 1991. “Mi voz te ayudará, y te guiará aún más profundamente”, oímos mientras observamos los durmientes que sostienen las vías, iluminados por el frente de una locomotora que avanza en la noche. “Ahora contaré del uno al diez. A la cuenta de diez, habrás llegado a tu destino”, susurra esa voz profunda, seductora, en un inglés que no pretende ocultar un marcado acento nórdico; la voz de un narrador al que no veremos en toda la película.
Uno: El séptimo sello. Dos: La más grande historia jamás contada. Tres: El exorcista. Cuatro: Flash Gordon. Cinco: Fuga a la victoria. Seis: Conan, el bárbaro. Siete: Hanna y sus hermanas. Ocho: El juez Dredd. Nueve: Minority report. Diez: Max Von Sydow.
Carl Adolf Von Sydow, sueco, hijo de una maestra de escuela y un etnólogo, tenía 28 años cuando disputó una partida de ajedrez con la Muerte. No sólo estaba puesta en juego la vida de su personaje, sino su carrera actoral. Cumplir las expectativas, o no, de esa vaca sagrada del cine que es Ingmar Bergman, realmente debe haberse sentido como un duelo mortal. El séptimo sello fue la ganadora del Premio Especial del Jurado en el Festival de Cannes de 1957, y la atención que recibió la película estableció la relevancia de Bergman dentro del panorama del cine europeo de la época. También fue el inicio de una colaboración prolongada entre Ingmar y Max, quien formaría, junto con Bibi Andersson, Liv Ullmann, Gunnar Björnstrand, Ingrid Thulin y varios más, esa tribu de actores siempre al servicio del director. En palabras de Von Sydow: “Era una situación de familia, había una relación muy emocional entre todos nosotros. (Bergman) Era un hombre muy sensible y muy inteligente, con una gran imaginación. Y sabía mucho sobre los seres humanos”. Juntos realizaron un total de once películas, entre las cuales se cuentan Detrás de un vidrio oscuro y Luz de invierno, dos de las tres partes que conforman “El silencio de Dios”, la trilogía en la que el director sueco se enfrenta a la angustiante pregunta acerca de la existencia o no de un Creador, aquel que pareciera habernos dado todo para luego olvidarse de nosotros. El ruego bergmaniano, reiterado y cada vez más desesperado, de una señal, de una voz que disipe el abandono abisal, recayó gravemente en el rostro alargado e inteligente de Max Von Sydow.

Hasta que hubo una respuesta. No por parte de Dios, sino de Hollywood, superestructura semidivina del mundo del cine, reguladora de los destinos de aquellos artistas (directores, técnicos, actores) que por talento y esfuerzo se convierten en figuras destacadas de sus respectivos cines nacionales, sólo para darle la espalda un momento después, cuando son seducidos por honorarios millonarios y fiestas al costado de piscinas californianas. Aquel de nosotros dispuesto a negar la oferta, que tire la primera piedra.
Así fue como en 1965 Max Von Sydow acudió al llamado de una superproducción dirigida en conjunto por George Stevens (Gigante) y David Lean (Lawrence de Arabia), titulada humildemente La historia más grande jamás contada, la cual reunía estrellas del calibre de Charlton Heston, Telly Savalas y John Wayne, y en la cual Max tuvo la responsabilidad de encarnar el rol protagónico, un personaje histórico llamado… Jesús de Nazareth. Filmada y exhibida en glorioso 70 mm, como para ser vista desde los cielos, la película es una biopic del Hijo de Dios (por extensión, la encarnación de Dios mismo), que transita fielmente aquel puñado de escenas en que se resume la vida de Cristo, según el guión que sus Apóstoles escribieron hace dos mil años. Doscientos sesenta minutos de enseñanzas, milagros, persecución política, muerte y resurrección. Planos monumentales con cientos de extras, tableaux vivants minuciosamente compuestos, paisajes norteamericanos que simulan Palestina. Y en el medio de todo esto los ojos celestes de Max Von Sydow, una mirada piadosa, dando una interpretación de Jesús en el tránsito de adquirir conciencia de su rol en la Historia.
Hay una breve escena que habilita una lectura acerca de la carrera posterior de Von Sydow: el episodio de la Tentación de Cristo. Dice el Evangelio que Jesús, siguiendo la voluntad del Espíritu Santo (que también es otro formato del mismo Dios), se internó en el desierto durante cuarenta días y cuarenta noches a realizar ayuno. Es allí donde una noche se le aparece el Diablo para tentarlo. Primero con comida y luego con la posibilidad de poseer todos los reinos del mundo, a cambio de postrarse ante él. Y el actor que provoca a Max en la película de Stevens-Lean, no es otro que ese demonio magnífico del cine llamado Donald Pleasence. El Dr. Michaels en Viaje alucinante, Doc Tydon en Wake in fright, SEN 5421 en THX 1138, el Dr. Loomis en Halloween, el Presidente de los Estados Unidos en Escape de Nueva York, etcetera. Una carrera espléndida dedicada a la interpretación de Doctores/Profesores/Sacerdotes, obsesivos, paranoicos o puramente malvados, en películas de ciencia ficción/horror/fantasía. Con su característica pelada brillando a la luz de la luna, parado al borde de un precipicio, Donald Pleasence arroja una roca al abismo y luego interpela a Max Von Sydow: “Si eres hijo de dios, salta desde aquí”.
Este es el punto que marca un giro en la carrera de Von Sydow. Desembarazado finalmente del rigor bergmaniano y de su figura paterna, comienza a construir una filmografía que alterna películas serias de directores renombrados (John Huston, Sidney Pollack, Jan Troell), con productos de diverso mérito. Como por ejemplo el Emperador Ming de Flash Gordon, el Rey Osric de Conan, el bárbaro, o el Barón de El último guerrero. Distintos títulos de nobleza para un actor cuya forma de habitar Hollywood no fue aquella de “el extranjero”, al estilo de Bela Lugosi o Peter Lorre, intérpretes que, encasillados y subestimados, fueron obligados a explotar su exotismo y derraparon al inframundo del cine B, con el conscuente olvido y adicción a la morfina. A pesar de su marcado acento, de su altura y su pelo rubio luego blanco, Max no es un extranjero sino un marciano. Alguien a quien se puede contactar para ofrecer cualquier papel, y que tiene la libertad de aceptar porque sabe que puede hacer cualquier cosa. Es esa mezcla de intelectualidad y género lo que lo hace grande. Alguien que interpreta con la misma predisposición a un artista torturado en una película de Woody Allen, o a un exorcista asustado en la obra maestra de William Friedkin.

En el año 2012 Charlie Rose, esa especie de Antonio Carrizo de la televisión norteamericana, entrevistó a Max Von Sydow. Vestido elegantemente de negro, con ochenta y tres años a cuestas y todavía ocho más por vivir, Von Sydow se prestó abiertamente al juego de recordar películas que había realizado hace más de cincuenta años. Llegado el turno de El séptimo sello, Max refirió las discusiones intelectuales que tuvo con Ingmar Bergman respecto al icónico personaje del caballero medieval. Según Von Sydow, él era un gran escéptico en esa época en lo concerniente a asuntos religiosos, llegando al punto de afirmar frente al director: “No creo en este asunto de la vida eterna. Nos morimos, y eso es todo”. La respuesta de Bergman fue inmediata: “Te aseguro que estás equivocado. Cuando yo me vaya, te lo voy a demostrar”. Excitado por la oportunidad, Charlie Rose no pudo evitar preguntar si eso había sucedido o no. “Escuché a Bergman muchas veces”,dice Max, y ante la insistencia de Rose de que hable sobre eso, gravemente, con los ojos cerrados, responde: “No puedo”.
Ahora que el caballero de voz profunda ya no está con nosotros para decirnos qué era aquello que el genio sueco le reclamaba desde ultratumba, no podemos más que imaginarnos la voz severa de ese fantasma paterno torturando a un Hamlet desdichado, repitiéndole una y otra vez: “Cómo pudiste hacer todas esas películas de mierda…”.